—Eso está hecho, jefe —exclamó Edri, con entusiasmo—. Dame el código de tu teledatáfono.
—Eh… —dudó Godorik—. No tengo.
—¿No tienes? ¿Quién no tiene un teledatáfono hoy en día?
—Lo perdí —bufó él.
—¿Y ya está? ¿Por esto estás sin teledatáfono? —la chica soltó una carcajada—. ¿Cómo te comunicas?
Godorik farfulló algo.
—Espera, anda —dijo Edri, y se levantó. Cogió su bolso, que estaba colgado de un perchero, y rebuscó en él; sacó un pequeño bulto negro, y se lo lanzó a Godorik—. Toma, para ti.
Él lo atrapó en el aire, y le echó un vistazo. Era un teledatáfono penúltimo modelo, un poco gastado pero al parecer funcional.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó.
—¿Y a ti qué te importa? —dijo Edri, con una risita—. Te llamaré a ese si me entero de algo.
—No, espera —repuso Godorik, alargando la mano para devolvérselo. Pero Edri no lo cogió—. La Computadora puede rastrearme con esto; no puedo llevarlo encima.
—Problemas con la policía, ¿eh? —rechinó Mendolina. A Ran, que seguía junto a la ventana, pareció iluminársele un poco la cara, y miró a Godorik como si de repente pensase que se encontraba frente a un aliado.
—Tranquilo, hombre, tranquilo —contestó Edri, rechazando de nuevo el aparato—. ¿Crees que le birlo a la gente los teledatáfonos y los meto en el bolso y los llevo por ahí sin más complicación? ¿Cuánto crees que tardarían en meterme en la cárcel? Ese cacharro está perfectamente reprogramado para no devolverle las señales a la Computadora; opera en el circuito extraoficial.
—¿Eso existe? —se extrañó Godorik.
—Pues claro —barbotó Ran—. A eso nos dedicamos. No seas tonto; no se pueden simplemente revender teledatáfonos sin más.
—Entonces, ¿la Computadora no puede localizarme con esto? —insistió Godorik.