—Sí —asintió el robot—, en el apartamento del doctor Agarandino, y mío, claro. Ya lo he dicho.
—¿Dentro del Hoyo vive gente? —murmuró Godorik, y trató de levantarse. Pero su cuerpo no le respondía correctamente; era como si no fuese su cuerpo, y, pensándolo bien, no lo era.
—Eh eh eh —lo detuvo Manni—. Nada de moverse tan pronto. Acabas de ser operado.
—Esto… —exclamó Godorik, un tanto asustado, mirando sus nuevas manos metálicas— no me responde. ¡Ni siquiera las siento como manos!
—Calma, calma —reiteró Manni.
—¿No voy a poder volver a moverme? —preguntó Godorik, dejándose llevar por el pánico—. ¡Qué demonios!
—No, no, tranquilo —siguió Manni—. En dos o tres días estarás brincando como una pieza de maquinaria recién salida de la fábrica. Pero aún estás bajo los efectos de los calmantes, y tus conexiones neuronales aún tienen que adaptarse a tus nuevas y superiores partes mecánicas.
—¿Nuevas y superiores? —alborotó Godorik, y miró a su alrededor—. ¿Dónde está ese doctor? ¿Hay algún humano con el que pueda hablar?
—¡Ya estamos! —exclamó Manni, muy ofendido—. «¿Hay algún humano con el que pueda hablar?» ¡Todos los humanos sois iguales! ¡Siempre dándonos de lado a los seres mecánicos! ¿Qué pasa, es que no soy más que un trozo de chatarra?
—¿Quién no es más que un trozo de chatarra? —preguntó inocentemente el doctor, entrando en la habitación.
—¡Yo, al parecer! —se escandalizó Manni, y se enfurruñó mientras seguía pasando la aspiradora—. Todos los humanos sois iguales.
—¡Ah, eso! —dijo Agarandino, acercándose a Godorik—. Pensé que nos referíamos aquí a nuestro nuevo amigo, al que hemos convertido en un buen trozo de chatarra. —dio una palmada en la nueva pierna metálica de Godorik—. ¿Qué tal?
—¿Todo esto le parece divertido? —Godorik montó en cólera—. ¡Me ha convertido en una especie de cyborg, sin mi permiso!