—¡Alto! —ordenaron. Godorik se detuvo, y consideró por una fracción de segundo que quizás estaba haciendo una tontería, y que debería más bien entregarse a la policía y explicar de nuevo todo lo que ocurría. Pero ¿con ese Comisario General? No, no, no era una buena idea.
Miró a los guardias que le cerraban el paso, y decidió probar otra vez la potencia de sus nuevas (e ilegales) partes mecánicas. Cogió carrerilla y saltó… y saltó tanto que no solo superó el obstáculo que formaban aquellos hombres, sino que también salvó el rellano, y se cayó por el hueco de la escalera.
—¡AAAAAAAAAAAH! —gritó, mientras caía hacia el nivel 10. Contra todas sus expectativas, aterrizó sobre el suelo casi sin violencia, con los muelles de sus rodillas amortiguando casi todo el impacto—… ¿aaaaaaah?
Miró a su alrededor; la gente lo observaba, sorprendida. Arriba, los policías ya estaban bajando por la escalera a toda velocidad. Echó a correr de nuevo.
Por suerte, pronto consiguió mezclarse entre la multitud. Protegido por el anonimato, bajó las escaleras hasta la siguiente planta, y después tomó el ascensor hasta el nivel 16. Una vez allí, se dirigió directamente a su apartamento, con la intención de encerrarse allí y no salir hasta que su cabeza se aclarase y descubriese que todo aquello no había sido más que un sueño absurdo.
Sin embargo, ni siquiera llegó a entrar en su bloque. Mientras se acercaba por la calle, se paró en seco; la puerta del edificio estaba vigilada por tres policías, y el casero discutía acaloradamente con un cuarto.
—¡Les digo que yo no sé nada! —gritaba el casero, Quirone, que era un tipo extraño y retorcido al que sin embargo Godorik siempre había considerado bastante gracioso—. ¡Puede que no tenga un rifle para impedirles entrar en mi edificio, pero créanme, en cuanto salgan sus hombres pienso requerir que se pongan una denuncia a sí mismos!