—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno.
—¡Ese hombre se ha caído! —gritó una señora—. ¡Que alguien le ayude!
Y se acercó a echarle una mano a Godorik. Este, aturdido, y recordando solamente que no quería que lo atrapase la policía, miró hacia abajo; y antes de que la señora pudiera aproximarse lo suficiente para tenderle la mano, se dejó caer.
—¡No! —escuchó la voz de la mujer, rápidamente atenuada.
Una sucesión de niveles pasó frente a sus ojos como una serie de manchas borrosas. Trató de ver hacia dónde caía; pero el fondo del Hoyo estaba muy oscuro, y las luces de los niveles no alcanzaban a iluminarlo. Extendió los brazos hacia la pared, intentando frenéticamente detener su caída; consiguió agarrarse a algo que cedió, y continuó cayendo a trompicones, aferrándose sucesivamente a diversas cañerías y otras protuberancias de la pared del Hoyo.
Finalmente, obtuvo un asidero estable, y logró pararse. Miró hacia abajo; seguía sin ver nada. En algunos lugares, probablemente en aquellos en los que se abrían pasillos en la pared, se veían tenues luces, pero no eran suficientes para iluminar la densa oscuridad del Hoyo. Godorik sabía que no tenía otra opción que dejarse caer de nuevo, puesto que no podía seguir agarrado allí para siempre; pero le habría gustado tener una ligera idea de dónde le gustaría aterrizar. No la tenía, sin embargo, y su situación comenzó a hacerse incómoda.
—¡Doctor Agarandino! —gritó con todas sus fuerzas, con la esperanza de que alguno de sus dos conocidos en aquel agujero se encontrase cerca, y pudiera, al menos, indicarle hacia dónde tenía que dirigir su caída—. ¡Manni!