Una vez se hubo decidido, se encaminó hacia el Hoyo tan rápidamente como pudo. Tardó poco en llegar; pero, cuando llegó, pasó un buen rato contemplándolo. Era una imponente boca negra, con los bordes cubiertos de suciedad. Gracias a una membrana que había instalada en el fondo, y que se tragaba los residuos sin dejar salir los efluvios que resultaban de procesarlos, no olía insoportablemente mal; pero tampoco olía bien. Desde allí arriba, además, el Hoyo parecía infinitamente profundo, y la idea de haber estado allí dentro, por varios días además, se le antojaba ahora a Godorik más que peregrina.
Caviló si debería intentar salir de la ciudad por otro lugar, y luego volver al interior del Hoyo por el pasadizo que hacía apenas unas horas había utilizado para escapar de él. Esto habría sido el camino más razonable… si hubiese conocido algún modo de salir de la ciudad. En principio, lo único que se le ocurría era colarse en una planta que operase montacargas, como la que había atravesado en la ida; pero eso, y más aún después del número con los guardias de seguridad, y de que ahora le buscase la policía, le parecía suicida. Más suicida aún que creer a Manni y lanzarse al interior del Hoyo, con la esperanza de que sus nuevas, superiores e ilegales partes mecánicas le asegurasen un aterrizaje no del todo letal.
Riéndose de sí mismo, escaló la barandilla. Aún no tenía muy claros sus límites, así que decidió tratar de saltar al nivel inmediatamente inferior, agarrarse a la baranda de este, y de ahí brincar hasta el siguiente. Intentó calcular la distancia, suspiró… y se lanzó al vacío.
Se pasó de largo la baranda a la que quería sujetarse tres pisos; y consiguió agarrarse a la barandilla del nivel 20, habiendo saltado desde el 16. El impacto de su brazo metálico con el tubo de aluminio emitió un sonoro «¡clonc!» y abolló este último, hundiéndolo casi diez centímetros. Confuso, Godorik se aferró a la maltrecha baranda, mientras un par de transeúntes del nivel 20 lo miraban asombrados.