Capítulo XXI
Ese mismo día le tocaba de nuevo a Eduardo Pravano dar uno de sus aburridos discursos frente a los igualmente aburridos conferenciantes. Estaba a mitad de una larga perorata sobre el significado diplomático del comercio internacional, y más de uno entre el público se estaba quedando dormido, cuando de repente la puerta del salón principal se abrió violentamente, y un par de miembros del cuerpo de seguridad entraron como una exhalación.
—¡Se ha recibido un aviso de bomba! —anunciaron a gritos, muy alterados—. ¡Evacúen inmediatamente!
Los asistentes en la primera fila, que eran los más cercanos a la puerta y por tanto los que mejor escucharon este anuncio, se levantaron de un salto. El duque Onerspiquer, que también estaba sentado en uno de los primeros asientos, se irguió muy digno y alzó la voz.
—¡Calma, caballeros! —dijo—. ¡Que no cunda el pánico!
Pese a lo cual, el pánico cundió rápidamente. La confusión se propagó hacia las filas traseras como la pólvora, y los insignes conferenciantes trataron todos de abandonar sus asientos con gran precipitación, y se dirigieron con gran desorden a amontonarse junto a las salidas.
—¡Calma! ¡Calma! —chillaba Onerspiquer, escupiendo a su alrededor e intentando desesperadamente restaurar algo de normalidad. Pero nadie le hacía caso.
Eduardo Pravano, mientras tanto, seguía al lado del podio, bastante desconcertado por las formas de todo aquello y preguntándose si sería una broma; si no lo era, las fuerzas de seguridad acababan de comportarse de una forma tremendamente estúpida. Carlos, por su parte, se había levantado ya y trataba de llegar junto a su hermano mayor, pero la marea humana formada por nobles y comerciantes que se dirigían hacia la puerta se lo dificultaba.
—¡Vayan hacia las salidas ordenadamente! —aullaba Onerspiquer, tan fuerte que hasta se le escuchaba un poco por encima del ruido general—. ¡Compórtense como adultos!, ¡como adultos, maldita sea!
Carlos se burló para sí de la exasperación del duque, y se dijo que había pocas probabilidades de que aquella masa de ilustres señores se comportasen como adultos. En ese mismo instante, desviando la atención de la puerta y volviéndola hacia Onerspiquer, que, ajeno a todo, seguía gritando, captó de reojo cómo alguien se movía en dirección contraria al resto del mundo.
Sorprendido, trató de seguirlo con la vista; pero en seguida varias personas pasaron por delante de sus ojos, y lo perdió. Continuó tratando de acercarse a la tarima, y de improviso se hizo un pequeño claro y logró localizar de nuevo al hombre que había visto ante. Se había refugiado detrás de una columna, y apuntaba con una pistola al príncipe heredero.
—¡Eduardo! —bramó Carlos, con todo su volumen de voz, y trató infructuosamente de abrirse camino entre la multitud—. ¡EDUARDO! ¡A TU ESPALDA!
Eduardo escuchó esto a medias, y tras un momento comenzó a darse la vuelta. En ese mismo instante, alguien se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo, y se escuchó el estruendo de un disparo.
Por un momento, toda la sala se quedó en silencio.
—¡Eduardo! —gritó Carlos, que había visto todo ocurrir como a cámara lenta; y señaló al asesino detrás de la columna—. ¡Ese hombre! ¡Detengan a ese hombre!
El ruido volvió a estallar, a la vez que los conferenciantes reanudaban su loca carrera hacia las puertas y su intento por salir antes que los demás. El hombre de la columna salió de detrás de esta y echó a correr hacia una ventana, pero no había avanzado mucho cuando varios guardias se lanzaron contra él y lo redujeron.
—¡Ay! —se quejó por fin Eduardo, que había dado bruscamente con sus huesos contra el suelo y estaba siendo el último en enterarse de lo que había pasado—. ¿Qué es todo esto?
—¡Disculpe, su Majestad! —dijo el que se había echado encima de él, moviéndose por fin—. ¿Se encuentra usted bien?
Viéndose libre de nuevo, Eduardo se incorporó, confuso. Echó un vistazo primero al hombre que se debatía contra los cuerpos de seguridad, rugiendo como un loco, a la cara lívida de Onerspiquer después, y por último a quien acababa al parecer de salvarle la vida: un botones muy jovencito, que de pie a su lado lo miraba con cara de tonto.
—¿Se encuentra bien su Majestad? —repitió, solícito—. No quería tirarlo al suelo, pero vi que había alguien con una pistola y no se me ocurrió otra cosa…
—Es «su Alteza», no «su Majestad» —fue lo único que se le ocurrió a Eduardo, aún muy confuso. Pero enseguida sacudió la cabeza y se recompuso un poco—. Gracias. Parece que…
—¡Eduardo! —lo interrumpió Carlos, que al fin había conseguido llegar hasta ellos, y que se tiró contra su hermano mayor sin consideraciones—. ¿Estás bien?
Los dos se abrazaron como si nunca antes en la vida se hubieran peleado.
—Estoy perfectamente —afirmó Eduardo—, aunque aún no estoy muy seguro de qué está pasando aquí. Sin embargo, parece que este joven me acaba de salvar la vida… ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Soy Nicolás Lucero —contestó el botones. Al mismo tiempo, se escuchó un chillido procedente de una de las puertas, que, como la mayor parte de los conferenciantes ya habían huido, estaban algo más despejadas.
—¡Nicolasito! —la voz de María Lucero se escuchó por toda la sala, aún más estridentemente de lo que se habían oído un momento antes los gritos de Onerspiquer o el aviso de Carlos a su hermano—. ¡Nicolasito, alma mía, vida mía!
Carlos, Eduardo y Onerspiquer (que ya se había acercado también y parecía dudar sobre cuál era el mejor momento para empezar a deshacerse en disculpas) observaron aturdidos cómo María Lucero, seguida por la viuda Perquin y por Ludovico Pravano, corría hacia ellos y se arrojaba en brazos de su hijo.
—¡Mamá! —exclamó este—. Mamá, ¿eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí?
—¡Nicolasito! ¡Amor mío! ¡Llevo tanto tiempo buscándote! —barbotó María, llorando a lágrima viva.
—¡Ludovico! —notó mientras tanto Eduardo—. Pero ¿qué haces aquí? ¿No estabas fuera?
—¡Nos han dicho que había habido un atentado en el palacio de congresos! —explicó Ludovico atropelladamente, casi sin aliento—. ¡Tenía que venir! ¿Estáis todos bien?
—Estamos todos bien —aseguró Eduardo—. Pero ¿cómo te han dejado entrar?
Pero Ludovico, antes de contestar, abrazó a sus dos hermanos, y se produjo un extraño momento de cariño grupal en el que solo Onerspiquer y la viuda Perquin quedaron sin apretujar a nadie. Ambos se miraron con expresión asustada, como si temieran que las circunstancias del momento exigiesen que ellos se abrazaran también; pero volvieron en sí un instante después.
—¡Bueno, bueno! —carraspeó el duque—. ¡Señores, ha habido un aviso de bomba! Aunque es probable que sea falso, tenemos todos que salir de aquí cuanto antes.
—Así es —concedió Eduardo, pero se dirigió a Onerspiquer con el ceño fruncido—. Duque, sus fuerzas de seguridad…
—¡Lo sé, lo sé! —se lamentó este—. ¡Esto es impensable! Pero primero marchémonos de aquí.
—¡Pero si ese es el conde Nor! —exclamó de repente María Lucero, señalando al hombre al que habían reducido los guardias.
En efecto, el frustrado asesino no era otro que el mismísmo conde Federico Nor, que los miraba a todos con odio reconcentrado.
—¡Es verdad! —se sorprendió Onerspiquer, que hasta el momento no le había dirigido un segundo vistazo—. Pero, ¡conde!
—¡Anda! —exclamó Ludovico—. ¿Este es el famoso conde malvado?
—No entiendo nada de lo que está pasando —confesó, ahora también, Carlos.
—Yo tampoco —dijo Eduardo—. Salgamos de aquí.
Se pusieron en marcha apresuradamente hacia la planta baja. Por el camino, Ludovico explicó, de forma solo relativamente comprensible, a sus dos hermanos de qué iba el asunto de Maria Lucero y del conde Nor, y que aquel extraño giro de acontecimientos hacía que al príncipe heredero lo hubiera salvado de las maquinaciones del conde precisamente el hijo ilegítimo del conde.
—Esto es un embrollo —sentenció Eduardo—. Tengo que escuchar todo esto de nuevo con algo más de calma. —contempló a Nicolasito y a su madre, que todavía no se había despegado de él—. Pero llegaré al fondo de este asunto, se lo aseguro.
—¿No irán a meterme en la cárcel otra vez? —chilló María, histérica.
—No me refería a eso —aclaró el príncipe, mientras la viuda Perquin fulminaba a su protegida con la mirada.
Eduardo iba a añadir algo más, pero habían llegado ya a la entrada del palacio, y al salir a la calle se encontraron con un enorme alboroto. La policía, más eficiente que el equipo de seguridad, estaba acordonando el edificio, y a su alrededor se amontonaban un montón de curiosos.
—¡Sus Altezas! —exclamó el comandante, acercándose rápidamente—. ¿Se encuentran bien? Debido a toda esta confusión, nadie sabía decirme…
—Estamos bien —aseguró Eduardo, y un momento después ignoró al comandante, dejándolo en las garras del muy enojado duque Onerspiquer—. Discúlpeme.
Y fue hacia el cordón policial. En la primera fila, intentando que la dejaran pasar, estaba Leonor Calet.
—¡Leonor! —la llamó.
Leonor dejó de discutir con el policía y levantó la vista.
—¡Eduardo! —gritó—. ¡Oh, dios mío! ¡Te encuentras bien!
Ante el desconcierto del policía, que por una parte quería protestar pero por otra no se atrevía a decirle nada al príncipe heredero, Eduardo cogió a Leonor en volandas y la metió dentro del cerco.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, sin soltarla.
—¡Dios mío, Eduardo! —repitió esta, que estaba muy alterada—. He oído que había habido un atentado, y he venido corriendo… estaba tan preocupada…
Y los dos se abrazaron también, provocando un par de silbidos de burla por parte de Carlos, una mirada de sorpresa por parte de Ludovico, y un suspiro exasperado de la viuda Perquin, que había tenido ya suficiente amor y felicidad por un día.