Una bala para el príncipe · Capítulo XX

Capítulo XX

A la mañana siguiente, Ludovico Pravano, María Lucero y la viuda Perquin se metían en el carruaje principesco conducido por el muy insigne, y de nuevo muy confuso, señor Eleuterio Piñones.

—Eduardo —había pedido Ludovico a su hermano el día anterior, con tono de corderillo que llevan al matadero—, ¿puedo usar el coche mañana?

—¿El coche? —se sorprendió Eduardo, porque su hermano nunca quería ir a ningún sitio—. ¿Para ir a dónde? Tenemos que asistir a las conferencias, ya sabes.

—No, mañana no voy —tosió Ludovico—. De todas maneras no hago nada allí, así que puedes decirles que estoy enfermo o algo.

Eduardo miró a su hermano como si se preguntase si de verdad estaba enfermo. Ludovico no solía hacer esa clase de cosas.

—Pero ¿a dónde quieres ir? —preguntó.

—Cosas mías —escurrió el bulto su hermano pequeño—. Pero es importante.

—Bueno… —dudó Eduardo—, haz lo que veas, supongo.

—Después de toda la tabarra que me das a mí sobre responsabilidades y blablablá, ¿y a él lo dejas hacer lo que quiera? —se quejó de improviso Carlos, que andaba cerca.

—Carlos, Ludovico ha demostrado todo este tiempo que se comporta como una persona responsable —protestó el primer príncipe—. Si dice que tiene algo importante que hacer…

Carlos no quiso escuchar el resto, y se alejó gruñendo.

Así que, al día siguiente, muy temprano, Ludovico se sentó en el coche y dio indicaciones al chófer para que fueran a recoger a María y a la viuda en el lugar que habían convenido, que era la esquina de una calle relativamente concurrida, aunque a esas horas bastante vacía. El señor Eleuterio Piñones, al ver que se subían al carruaje dos señoras, empezó a pensar que Navaseca estaba trastornando a todos los príncipes.

«¡Primero el príncipe Eduardo con una señorita, y ahora Ludovico con dos!», murmuró para sí, muy divertido por todo aquello. «Del príncipe Carlos aún lo esperaría, pero ¿del tercer príncipe?».

Sin embargo, como era un profesional, no hizo ningún comentario. La viuda Perquin, que en aquellos pocos días había hecho buen uso de sus redes y había averiguado prácticamente todo lo que había que averiguar sobre el orfanato del que les había hablado Ana Martín, le informó con todo detalle del lugar exacto del camino de San Pancracio al que tenían que ir, y cómo llegar hasta allí.

—¡Qué práctico es esto de ser un príncipe! —comentó Lucero, una vez que se hubieron puesto en marcha, haciendo que la viuda Perquin quisiera morirse de la vergüenza—. Vaya un coche más lujoso.

—Sí, es bastante práctico —contestó Ludovico, sin que el comentario le pareciera extraño—. Lástima de las conferencias y los discursos.

—¡Ja! Eso sí tiene que ser incómodo.

La viuda, refugiada en la misma esquina en la que en la ocasión anterior se había sentado Leonor Calet, carraspeó sonoramente.

—Cuéntenos lo que ha averiguado sobre ese orfanato, señora Perquin —pidió entonces el príncipe.

—No había demasiado que averiguar —concedió esta—. Es un convento de monjas que está a mitad del camino de San Pancracio, cerca del pueblo de Moralena, como ya nos dijo esa señora. Pertenece a la orden de los Sagrados Corazones Descalzos, y, por lo que he podido escuchar, no tiene ninguna relación con el conde Nor.

—¿Ninguna? —se extrañó Ludovico—. ¿No es un benefactor del convento, o algo por el estilo?

—No, parece que no —negó la viuda—. Al menos, no lo es públicamente.

El viaje tardó varias horas, durante las que todos los pasajeros tuvieron tiempo de aburrirse soberanamente. Por suerte, la información que la viuda había obtenido era acertada, y Eleuterio Piñones era un buen conductor, así que encontraron el sitio a la primera, y se salvaron de dar vueltas estúpidas. Llegaron así al fin frente a un antiguo convento de piedra, algo feo pero con un campanario bastante decente, que se alzaba en medio de un paraje de pinos junto al desvío a Moralena.

Ludovico no se lo pensó dos veces, y llamó a la campana de la puerta. Tuvieron que esperar unos minutos antes de que se abriera la mirilla, y una voz femenina les preguntase por lo que deseaban.

—Este es el convento de los Sagrados Corazones Descalzos, ¿verdad? —preguntó Ludovico.

—Estamos buscando a un muchacho, del que nos han dicho que se encuentra aquí —dijo la viuda Perquin.

La monja, aunque con expresión algo confusa, abrió la puerta y los dejó pasar; y los dejó esperando en un patio que hacía las veces de antesala, mientras llamaba a la madre superiora. María Lucero, que había estado preocupada por ver en qué clase de lugar se había criado su pobre hijito, empezó a husmear a su alrededor; y terminó por decidir que no estaba tan mal.

—Parece estar en buenas condiciones —resumió, y añadió con un amago de sollozo—. Ahora, si solo Nicolasito estuviera aún aquí…

En ese momento apareció la madre superiora, que se distinguía porque era grande y robusta como un muro, y que en cierto modo parecía una montaña a la que habían vestido con un hábito.

—¿Qué desean? —preguntó.

—¿Está aquí…? —empezó María Lucero, pero la viuda Perquin la cortó rápidamente:

—Esta señora se llama María Lucero —la presentó—. Hace ya tiempo que, por tristes circunstancias, fue separada de su hijo, que puede tener ahora unos quince años. Algunas fuentes nos han dicho que su hijo se encuentra aquí.

La madre superiora midió a Lucero con la mirada.

—¿Cómo se llama su hijo?

—Nicolás.

—¡Ah! —a la monja pareció iluminársele la cara—. ¿Nicolasito Lucero?

—¡Así es! —casi gritó María.

—¡Nicolasito Lucero! Un muchacho excelente —asintió la madre superiora.

—Entonces, ¿está aquí? —exclamó María—. ¿Puedo verlo?

—Lo siento —dijo la monja—. Llega usted un poco tarde. Hace ya casi un año que no está con nosotras.

A María Lucero se le cayó el alma a los pies. Ludovico tuvo que sostenerla para que no se tambaleara.

—¿Ha muerto? —chilló.

—¿Qué? ¡No! —dijo rápidamente la monja, dándose cuenta de que su elección de palabras había sido desafortunada—. No, para nada. Estuvo aquí hasta hace un año, pero, como era un jovencito muy activo y agradable, encontró un trabajo como botones en Navaseca. Se fue hacia allá, y, por lo que tengo entendido, le va bien.

—¡Santa Higinia! —barbotó la viuda—. ¡Esto no acaba nunca!

—¿Perdón? —preguntó la monja, desconcertada.

—No, nada, nada —le respondió Perquin, y para sí musitó—. ¿Vamos a dar más vueltas todavía?

María, mientras tanto, se había dejado caer en los brazos del príncipe, y se abanicaba con un aire tan teatral que este dudaba de si su sofoco era real o fingido.

—Sin embargo, ¿sabe usted que se encuentra bien? —quiso saber, al cabo de un momento—. ¿Cómo estuvo aquí?

La madre superiora les aseguró que no había oído que a Nicolasito Lucero le hubiese ocurrido nada malo, y que mientras estuvo con ellas siempre fue un joven muy alegre y muy sano.

—No sabrá usted, por casualidad, para quién trabaja en Navaseca —las cortó a ambas el príncipe, impacientado, tras varios minutos de elogio de las virtudes de Nicolasito por ambas partes y el relato de un par de reconfortantes anécdotas.

—Oh, sí, sí lo sé —asintió la monja.

—Bien —respiró para sí la viuda.

—Es la compañía del señor Marregalia e hijos, que por lo que se ve es bastante grande.

—Sí —corroboró la viuda Perquin—. Es bastante conocida.

—Entonces, ¡podremos encontrarle! —respiró aliviada María Lucero—. ¡Esto es maravilloso!

—Sí, excepto que seguro que cuando preguntemos allí nos dirán que no, que ha cambiado de trabajo y ahora se ha ido con unos prospectores a los golfos del sur —gruñó la viuda.

Los tres se marcharon poco después, dejando al señor Eleuterio Piñones aún más confundido respecto a lo que habían ido a hacer allí. María, que tanto en sus ánimos como en sus desalientos era indomable, volvía a estar completamente convencida de que no les faltaba nada para encontrar a su hijo, y que sería llegar a Navaseca y dar con él. Ludovico y la viuda Perquin, que mostraban más tendencia a aprender de sus experiencias, no estaban tan seguros, y la viuda se pasó la mitad del de nuevo largo viaje refunfuñando para sus adentros.

—Cuando lleguemos, iremos inmediatamente a la sede de esa compañía —hacía planes María, muy entusiasta—. Ha dicho usted que tiene que ver con hoteles y con celebraciones, ¿no es así, mi querida señora Perquin? Así que no puede importarles que una llame a sus puertas un poco más tarde de la cuenta.

La lógica de este argumento era difícil de seguir, tanto más cuando según lo previsto no llegarían a Navaseca tan tarde, ya que habían salido muy temprano por la mañana. No obstante, como ya era habitual, sus planes tuvieron que torcerse nada más entrar en la ciudad.

Al llegar a Navaseca, el señor Eleuterio Piñones notó enseguida que algo no iba bien. Había mucha gente en la calle, y el ambiente estaba muy caldeado. La viuda Perquin, mirando por la ventanilla, también se percató inmediatamente de que algo raro estaba ocurriendo, y así se lo dijo a María (que estaba demasiado perdida en sus ensoñaciones para darse cuenta de nada) y a Ludovico (que vivía distraído).

—¿Que pasa algo? —contestó este, confuso—. ¿Qué es lo que pasa?

Pero el señor Piñones ya había decidido tomar precauciones, y había detenido el coche y se había bajado a preguntar a un transeúnte a qué se debía aquella conmoción.

—Su Alteza —volvió rápidamente a informar al príncipe Ludovico—. Dicen que ha habido un atentado en el palacio de congresos.

Ludovico se asustó.

—¡Carlos y Eduardo están allí! —se sobresaltó—. ¡Eleuterio, tenemos que ir hacia allá inmediatamente!

—Su Alteza, sin duda es peligroso acercarse a la zona —advirtió el cochero.

—Pero ¡tenemos que ir! —continuó exclamando Ludovico—. ¿Y si les ha pasado algo?

El chófer y las dos pasajeras convinieron en que podían al menos acercarse, y el carruaje se dirigió hacia la sede de las conferencias sin perder otro momento.

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