Capítulo VII
Las conferencias internacionales no tardarían mucho más en empezar, y el duque Onerspiquer, como su organizador, trabajaba a todo trapo para asegurar que todo estuviese listo para la fecha de la inauguración. Era un hombre tan estirado, sin embargo, que apenas se alteraba por nada, y no parecía en absoluto que estuviese estresado o ni siquiera ocupado; al contrario, su actitud era la de alguien que tiene tiempo para todo y que está seguro de que solventará sin problema cualquier dificultad.
Aquel día, el insigne duque estaba enseñando a sus Altezas Reales el lugar en el que se celebrarían las conferencias, el palacio de congresos de Navaseca. Este era un edificio enorme, de reciente construcción, erigido al estilo más moderno; tenía paredes exteriores de arenisca verde, e interiores de mármol rosa falso (porque, por mucho que Navaseca quisiera darse aires de ciudad rica y solvente, revestir el palacio de congresos de mármol rosa verdadero habría costado una fortuna que ni siquiera su pródigo alcalde estaba dispuesto a desembolsar), y estaba coronado en su salón principal por una enorme claraboya circular un tanto asimétrica, como era la última moda en arquitectura. El duque Onerspiquer, que no soportaba estos nuevos caprichos de la construcción, habría con mucho preferido celebrar aquel evento en el edificio del ayuntamiento, que era mucho más antiguo y, para su gusto, respetable; pero se había visto obligado a admitir que este era demasiado pequeño, y que solo el monstruoso palacio de congresos cumplía los requerimientos necesarios para albergar semejante acontecimiento. Así que no parecía muy satisfecho mientras guiaba a los príncipes a través de las enormes galerías del edificio; al contrario, criticaba cuanto le era posible criticar, y en general hacía un muy pobre trabajo vendiendo la resolución a la que él mismo había llegado.
—… y los servicios están un poco alejados del salón principal —decía en ese momento—, y en la parte sur, así que durante la tarde se recalientan más de la cuenta…
—Está bien, está bien —intentaba reconciliarlo Eduardo con su propia decisión—. Estoy seguro de que no será un gran problema.
—No, pero quizás la claraboya del salón sí lo sea —insistió el duque—, porque la iluminación que produce en el centro de la sala… y tanto sol entrando en el interior…
Detrás de Eduardo y de Onerspiquer, el príncipe Carlos bostezó sonoramente. Llevaban ya casi una hora en aquel infructífero tour, escuchando las incesantes quejas del duque sobre el edificio que él mismo había señalado como más idóneo para celebrar el evento; y el segundo príncipe se estaba aburriendo soberanamente. Lo llevaba incluso peor que Ludovico, que, como la mayor parte de las obligaciones principescas quedaban muy lejos de su esfera de intereses, estaba acostumbrado a tener que participar en toda clase de cosas que no le llamaban la atención en absoluto; y que seguía ahora a sus hermanos mayores y a su anfitrión tan resignado como dispuesto a ignorar todo lo que ninguno de ellos dijera.
De vez en cuando, el duque Onerspiquer les presentaba a alguno de los trajeados señores que rondaban por allí, y que en su mayor parte eran asistentes a las conferencias que al igual que ellos estaban haciendo una primera vista al palacio. Al principio, Carlos había agradecido estas espontáneas interrupciones de la monótona crítica de Onerspiquer, pensando que si tenía una oportunidad de entablar conversación con estos señores también la tendría de entretenerse; pero sus esperanzas habían resultado en vano, pues los nobles señores y acaudalados burgueses que se encontraban cambiaban apenas con ellos un par de palabras sin significado, y después seguían su camino y los dejaban a ellos seguir el suyo. Decepcionado, Carlos perdió todo interés, y ya ni siquiera se molestó en hacer valer su carisma frente a aquellos aburridos transeúntes.
—Las columnas de este pasillo fueron diseñadas por el afamado arquitecto Juan Belnovena —contaba en ese momento Onerspiquer, con evidente disgusto hacia las columnas y a su creador—, un tanto arribista este señor y sus gustos al estilo extranjero, en mi opinión… ¡Ah!, allí veo a alguien que también tengo que presentar a sus Altezas; un muy renombrado participante.
A ellos se acercaba un hombre robusto, casi gordo, de pelo negro y sombrero alto, muy bien vestido en todos los aspectos. Se detuvo a pocos pasos de ellos, y cambió unas palabras con Onerspiquer, sin dejar de juguetear con la cadenita de su reloj de oro.
—Permítanme presentarles al conde Federico Nor, cuya residencia no está muy lejos de aquí, y que está muy interesado en los nuevos modelos de comercio. Conde Nor, sin duda no es necesario que le presente a sus Altezas Reales, los príncipes de la nación.
El conde Nor hizo una exagerada reverencia.
—Es un gran honor ser presentado a sus Altezas —dijo—. Estaba ansioso de conocerles desde que oí, por mediación del duque Onerspiquer, aquí presente, que acudirían a estas conferencias. ¡Qué gran oportunidad para el comercio internacional, y para el progreso del país!
—Así es, conde Nor —contestó Eduardo, un tanto cohibido—. Me alegra saber que contaremos con su presencia en las conferencias.
—Son absolutamente necesarias para mantener a la nación en su línea de avance y modernidad, estoy seguro —continuó el conde Nor—, y así se lo dije a Onerspiquer, ¿no es así, duque?
El duque Onerspiquer, que no estimaba al conde Nor mucho más de lo que estimaba al pobre arquitecto que había diseñado las columnas de aquella galería, gruñió en respuesta algo ininteligible.
—Gracias por su apoyo, conde Nor —dijo Eduardo, que tampoco había conseguido desentrañar la respuesta del duque—. Espero verle durante las conferencias.
—¡Por supuesto, por supuesto! —exclamó el conde Nor, muy alegremente—. No quiero entretenerles más. En las conferencias nos veremos.
Se despidieron cordialmente, y los príncipes y el duque Onerspiquer continuaron su recorrido por el palacio de congresos. El conde Nor los observó marcharse, y a medida que se alejaban su sonrisa se fue convirtiendo gradualmente en una más malévola.
—Y esas conferencias serán el último lugar donde nos veremos, queridos príncipes —musitó para sí, y se encaminó en dirección contraria dando vueltas a su ornamentado bastón.