Capítulo XVI
La luna de miel de Alejandro Sorés y Samanta Vaseli terminó por fin, y estos volvieron a Navaseca y a su nueva vida de recién casados. Se mudaron a la casa que Sorés había heredado de sus padres, y que hasta ahora había tenido cerrada porque le parecía demasiado grande y llena de falsa suntuosidad para él solo; y se instalaron allí con todo el lujo y la comodidad que sus relativas fortunas, ahora una sola, permitían.
Sin embargo, el tiempo pasado en un precioso hotel en una de las buenas playas del sur del país había empezado ya a dar frutos. Para Samanta, su luna de miel había sido deliciosa, y solo lamentaba que hubiese sido demasiado corta; no quería a ningún hombre en el mundo más que a su marido; y la perspectiva de la vida en común se le presentaba como un proyecto de felicidad perfecta, eterna e ininterrumpida. A Sorés, aunque satisfecho cada vez que recordaba el momento en que el viejo Vaseli había firmado los documentos por los que le dejaba a su hija todos sus negocios, le había sobrado la mitad de estas forzadas vacaciones. El hotel no le gustó; detestaba las playas; y, por encima de todo, su esposa era tonta, y le parecía aburrida a más no poder. Llevaba todo el viaje continuando con la fachada de augusto caballero con la que se había asegurado el afecto de Samanta, pero la farsa empezaba a cansarle, y no veía el momento de llegar a su casa y dedicarse a sus cosas y olvidar en la medida de lo posible que estaba casado.
Un último asunto lo llenaba de aprensión, y con motivo: en toda su luna de miel no había podido dejar de pensar en Elina Goder. A medida que su esposa iba pareciéndole menos y menos soportable, comenzó a compararla con la imagen de Elina que tenía en sus recuerdos; y de esta forma fue mucho más lejos de lo que había pretendido, y, desde luego, mucho más lejos de lo que habría sido recomendable para su salud y buen humor. Volvió a Navaseca con un deseo irresistible de saber qué había sido de Elina. La última vez que la había visto Leandro Ligoria ya estaba intentando deshacerse de ella; le reconcomía la curiosidad por saber si esto habría ocurrido ya, y si después ella se habría quedado en la ciudad o si estaría ya camino del norte. No lograba decidir, tampoco, si prefería lo uno o lo otro: el volver a verla, o el alejar de sí a la tentación.
No tuvo que esperar mucho. Poco después de llegar se enteró, por boca de Juan Quiroga, de que Leandro Ligoria había dado de lado a Elina apenas unos días después de su boda con Vaseli.
—Es una lástima —añadió también el siempre mojigato Quiroga, moviendo la cabeza con desazón—. ¡Aprovecharse de una muchacha tan agradable, y después dejarla así! No sé a dónde va a llegar esta sociedad.
De Quiroga era obvio que no iba a obtener los detalles escabrosos; para eso tuvo que esperar a encontrarse con, cómo no, Sofía Bronvich, que como siempre ardía en deseos de cotillear y malmeter. Y, en este caso, era a Sorés al que tenía más que decir, así que no es de extrañar que se las arreglase para atraparlo en una conversación privada incluso antes de que este hubiese tenido tiempo de asentarse, cuando estaba aún en plena mudanza.
—¿Ha oído lo de Elina Goder? —le dijo, después de asaltar su nueva casa sin haber sido invitada, entrar ignorando al mayordomo y sorteando montañas de cajas en el vestíbulo, seguirlo a él hasta el servicio y prácticamente acorralarlo contra la puerta de este—. Sí, por supuesto que lo ha oído; no sé ni para qué lo pregunto.
—Señorita Bronvich —carraspeó Sorés, que, si hubiera sabido que Sofía quería hablar con él de Elina Goder, y no martillearle el cerebro con sus reproches sobre su comportamiento como era lo habitual, no habría tomado ni la mitad de precauciones para evitar encontrársela a solas que había tomado—, ¿le han dicho alguna vez que sus maneras dejan mucho que desear?
—Alguna vez, sí. Así que no tengo por qué describirle la escandalosa escena que Ligoria y ella protagonizaron después de que usted se marchara.
—No tiene por qué, no —respondió Sorés, burlón; aunque en realidad sí le habría gustado escuchar esa descripción, y por tanto añadió—. Aunque sí podría decirme, quizás, cómo es que puede describirme esa escena.
—¿De qué me acusa, señor Sorés? Resulta que ocurrió en el recibidor del hotel Babilonia, y que yo en ese momento pasaba por allí.
Sorés, como es natural, no la creyó.
—En cualquier caso, Sorés, me encantaría saber si está usted enterado también de las razones que llevaron a esta ruptura.
—¡Razones! —se sorprendió Sorés—. ¿Qué razones ha necesitado nunca Ligoria para romperle el corazón a una dama?
—¡Ah!, en este caso, lo que es el corazón, no es él quien se lo ha roto… ¿me va a decir usted que no sabe de qué le hablo?
—No sé de qué me habla —masculló Sorés.
—Ligoria ha dejado a Goder, antes de tiempo si me permite decirlo así, porque ella estaba ya enamorada de otra persona… Otra persona que, no me cabe duda, es usted.
—¿Qué dice usted? —exclamó Sorés, confundido, y en un volumen un poco más alto de lo que habría querido.
—Exactamente eso: Elina Goder le hace buenos ojos a usted, más que a Ligoria… lo que, en mi opinión, solo confirma que no tiene muy buen gusto, pero ella allá.
Sorés, con el corazón en un puño, farfulló:
—Se está usted pasando de impertinente, señorita Bronvich. Y ¿qué razones tiene usted para afirmar eso? Aparte de escuchar indiscretamente la conversación de ellos, en la que… supongo que Ligoria habrá usado cualquier excusa a su alcance, como suele hacer… ¿en qué se basa, exactamente?
Sofía esbozó una sonrisa petulante. La actitud defensiva de Sorés le estaba diciendo precisamente lo que quería oír.
—Oh, vamos. Es evidente; hasta un ciego podría verlo. Después de que usted se casara, Goder dejó casi por completo de prestar atención a Ligoria. Parecía distraída, y ¿qué razón puede haber para esa distracción si no es un triste corazón roto? Además de que los vi a ustedes bailar y conversar en un par de ocasiones antes de eso; formaban una pareja muy fina, se lo puedo asegurar.
Sorés maldijo para sus adentros. ¿Es que no había nada que se le escapase a Sofía Bronvich? Pero, por supuesto, se dijo, siendo una mocosa repelente y malcriada a la que le llovían los millones del cielo no debía de tener nada mejor que hacer que espiar a los demás.
—Es lo primero que oigo de esto que me dice usted —disimuló—, y no estoy seguro de cuánto de ello es invención suya, si me permite decírselo así.
Sofía no había dicho mucho más después de eso, pero un poco más tarde, en la conversación insípida que mantuvo con él y con Samanta Vaseli (que estaba un poco asombrada de que la Bronvich se presentase allí sin que la llamaran y sin avisar, pero que por educación lo pasaba por alto), volvió a aludir veladamente al tema, y se las arregló para dejar caer la dirección de la fonda en la que estaba alojada Elina Goder. Sorés hizo como que no escuchaba, y durante toda la tarde trató a Sofía con la condescendencia ennervada que mostraba cada vez que le parecía que aquella ricachona comenzaba a pasarse de la raya; pero vaya si escuchó.
—Es una muchacha un poco extraña —fue lo más que la sosería de Samanta le permitió comentar después, una vez que Sofía se hubo marchado—. No sé muy bien qué ha venido a hacer aquí.
Sorés, en cambio, estaba seguro de lo que Sofía había ido a hacer allí, y en lo que a él respectaba había tenido un éxito rotundo. Apenas consiguió contenerse a sí mismo otro un par de días, hasta que la estupidez de su esposa lo sacó veladamente de quicio una vez más, antes de ceder y dirigirse, una tarde después de comer, a la pensión que Sofía había señalado.
Esta pensión era una muy barata situada cerca del río, que sufría todas las desventajas de la humedad y los bichos. Sorés encontró a Elina allí, y dispuesta a recibirle; y sin preguntarse si hacía ni bien ni mal se vio en la habitación de esta, en un primer piso con vistas al fangoso arroyo.
—¡Señor magnate de los barcos! —lo saludó Elina, con un deje de alegría que sin embargo desapareció pronto. Parecía desanimada—. ¿A qué debo el honor de su visita?
—Me pregunto si me llama usted «magnate de los barcos» únicamente para disimular que no recuerda mi apellido —bromeó Sorés, y esa fue también la última pizca de su propio buen humor—. Señorita Goder… no seré innecesariamente largo; he oído que ha roto usted con el señor Ligoria.
Elina hizo un puchero.
—He oído —continuó Sorés, tragando saliva—, he oído también, que usted… después de mi boda… que yo…
Se interrumpió, porque no sabía cómo seguir. Al cabo de un momento, lo intentó desde otro ángulo.
—Señorita Goder —carraspeó—, no me queda más remedio que admitir que me siento increíblemente fascinado por usted. Desde hace semanas… no, casi desde que la vi por primera vez, me ha llamado la atención indeciblemente; no puedo dejar de pensar en usted, y de desear estar a su lado… Elina.
Elina lo miró con gravedad, y un momento después apartó la vista y emitió un sollozo.
—Sí —asintió—. También yo siento lo mismo por usted, señor Sorés.
A él se le iluminó la cara.
—Entonces, lo que escuché es cierto —dijo.
—No sé qué ha escuchado, y no sé si es cierto, pero…
—¡Elina, Elina! —la interrumpió él, alborotado—. No puede imaginar lo feliz que me hace. La amo a usted; de eso estoy seguro; y, si usted me corresponde…
—¡Me ama! —lo cortó a su vez Elina, mucho más triste—. ¡Me ama! Sí, eso es justo. Yo también le amo a usted. Pero ¿de qué nos servirá? Es usted un hombre casado.
Pero eso no era un gran obstáculo a los ojos de Sorés.
—No importa —dijo—. Eso no importa. Elina, si quiere usted venir conmigo… puedo alojarla en un lugar mucho mejor… uno mucho menos público… y podremos vernos cuando queramos. Mi mujer, ¡mi mujer es una estúpida! No se enterará de nada. No tiene de qué preocuparse.
—¡Que no tengo de qué preocuparme! —Elina levantó la vista, furiosa—. ¡Que no tengo de qué preocuparme, dice usted, mientras me propone una indecencia! No, no; ni lo mencione. Y ¿cómo puede usted hablar así de su esposa, si acaba de casarse?
Sorés sintió que la sangre le subía hasta las orejas.
—No digo más que la verdad —se acaloró—, y no propongo más que lo que debería ser justo. ¿Cómo, cómo puedo conformarme con alguien como mi esposa, pudiendo tenerla a usted?
—¡Eso… es demasiado tarde para pensar en eso! —gritó Elina. Un momento después se calmó, y volvió a hablar en un susurro—. Tendrá usted que conformarse, porque cualquier otra cosa es imposible. Yo ya he sido suficientemente estúpida dejándome caer en brazos de Leandro Ligoria… y he aprendido mi lección. Nunca debí haber venido a Navaseca.
—¡No puede usted estar hablando en serio! —bramó Sorés, pasando de la esperanza a la más amarga decepción—. ¡Elina, no puedes estar hablando en serio!
—Hablo tan en serio como puedo hablar —sollozó ella—. Seré culpable de muchas cosas, pero, al menos, no de engañar a la mujer de usted. Sea usted un buen marido para ella, y a mí olvídeme… y yo trataré de olvidarlo a usted. Me marcharé de la ciudad, y volveré junto a mi pobre madre. Nunca debí haberme ido.
Sorés no estaba acostumbrado a no obtener lo que quería, y, al escuchar eso, se puso aún más furioso. Lo invadía una ráfaga de sentimientos encontrados, pero ninguno de ellos era el convencimiento de que él mismo tenía alguna culpa en aquella desgracia. Con la cara roja, musitó entre dientes:
—¿Es su última palabra?
Elina Goder asintió con la cabeza, y después volvió la vista hacia la ventana.
Sorés giró sobre sí mismo; salió del cuarto dando un portazo, y bajó las escaleras como una exhalación.