Capítulo XXIV
Como Menisana no era un lugar especialmente importante, ni su princesa alguien particularmente conocido en Navaseca, la llegada de esta última pasó prácticamente desapercibida en la ciudad. Ayudó bastante el que trajera un séquito muy pequeño, apenas un par de carruajes, y entrase en la localidad muy temprano por la mañana, casi como si ella misma no quisiera que los lugareños la molestasen con honores y celebraciones.
Sin embargo, estaba previsto que se alojase en el hotel Babilonia, y allí sí que se le había preparado un recibimiento regio. Ernesto Babel había vuelto a vestir su hall con sus mejores galas (lo cual quería decir poco, puesto que con tanta fiesta como se celebraba en su hotel se podían contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que no estaba vestido con sus mejores galas), y estaba esperando a su real huésped en la entrada, junto con todos sus empleados. (O, al menos, la parte de sus empleados que podía permitirse no hacer nada durante un día entero, puesto que nadie sabía muy bien a qué hora llegaba la princesa. El señor Babel, previsor, había dictado que toda la parafernalia estuviera lista a primeras horas del día, y así la pronta llegada de su Alteza no le pilló por sorpresa.)
Junto al señor Babel esperaban también (o esperaban en sus aposentos a ser llamados, puesto que tenían escasas ganas de pasarse todo el día languideciendo en un sofá en el recibidor) los tres príncipes de la nación, algunos con más entereza que otros. Eduardo estaba preocupado por cómo reaccionaría la princesa al enterarse de que su viaje había sido en vano, y Ludovico, al que aquel día no le apetecía nada salir de la cama, tenía una cara de sueño evidente; pero todo eso era nada comparado con cómo se estaba tomando Carlos la llegada inminente de la hora de la verdad.
—Seguro que no es necesario que esté yo allí —buscaba una excusa tras otra—. Creo que me he puesto enfermo; tengo que ir al hospital. Mira, mira qué aspecto de moribundo tengo… seguro que no es decente que vaya así a recibir a esa princesa…
Pero, como antes de eso había «recordado» que antes de salir de la capital su padre el rey le había encargado que echase un vistazo a unos asuntos en una ciudad cercana, y de repente aquella misión le parecía impostergable; y aún antes decía que creía que se había dejado en casa las luces de su dormitorio encendidas, y que estaba seguro de que por respetar su principesca voluntad nadie las habría apagado todavía y que era necesario que fuese personalmente y con carácter de urgencia a resolver ese derroche innecesario de energía, nadie le prestó ya mucha atención.
Onerspiquer, por su parte, había sido el más previsor de todos (para algo era el organizador de aquellos eventos, y en realidad, a pesar de los desagradables incidentes que en ellos habían ocurrido, no era un mal organizador), y había dispuesto que se le informase inmediatamente en cuanto el séquito de la princesa asomase por la carretera. Estaba preparado para saltar en el mismo momento en que llegase el mensajero, e ir a recibir a su insigne invitada en las mismas puertas de la ciudad. No hacía esto solo por parecer aún más pelota que el resto, pues, siendo como era el duque, le habría parecido que mostrarse más adulador que los mismos príncipes era un insulto hacia estos; pero respondía con ello a una necesidad práctica, esto era, que la princesa y sus cocheros no conocían Navaseca, y alguien tenía que guiarles hasta el hotel.
—¡La princesa! —llegó al fin el aviso—. ¡Ya está aquí!
Onerspiquer salió corriendo, y Eduardo arrastró a Carlos y a Ludovico al recibidor. Todos los empleados disponibles del señor Babel, incluido el mismo señor Babel, se alinearon en estudiada formación. Y así permanecieron durante casi veinte minutos, hasta que el carruaje de la princesa apareció por fin por la calle, y su chambelán personal y el duque Onerspiquer la ayudaron a descender hasta la gran alfombra roja del hotel.
Su Alteza Real la princesa Aletna Merentiana de San-Wick y Morestoves resultó no ser un ogro, como Carlos se la había imaginado; al contrario, su retrato era bastante fidedigno. Tenía una buena figura, adorables rizos castaños que le llegaban por los hombros, y unos grandes ojos azules soñolientos. Cuando bajó los peldaños de su coche, parecía casi tan adormilada como el príncipe Ludovico.
—Su Alteza —se encargó de las ceremonias Eduardo—, permítame, en el nombre del rey Alfonso XI, darle la bienvenida al país y a esta ciudad, que se complace en…
—Hablando de ciudades —se le ocurrió de repente a Ludovico, y le comentó a Carlos en un susurro—, ¿por qué no está aquí el alcalde?
Carlos le dirigió una mirada nerviosa.
—Porque es un desganado, ¿vale? —siseó, y volvió su atención otra vez a la princesa—. Déjame tranquilo un momento.
—… un gran honor para mí —bostezaba en ese instante la princesa Aletna—, el ser invitada a estas conferencias…
—En cuanto a las conferencias —carraspeó Eduardo—, me temo que tengo algunas noticias que darle… pero antes, por favor, permítame presentarle a mis hermanos, Carlos y Ludovico Pravano…
Los dos príncipes y la princesa hicieron un par de reverencias. Carlos, no obstante, no apartaba la vista de la cara de Aletna, como si estuviera en un duelo y temiese que en cuanto mirase a otro lado esta le daría un puñetazo. La princesa, en cambio, parecía completamente impertérrita. Le fue presentado también el señor Babel, al que ignoró tan cortésmente como hasta el momento estaba ignorando a todo el mundo, y después de eso preguntó:
—¿Qué era esa noticia acerca de las conferencias?
Eduardo tosió sonoramente.
—Lamento mucho tener que decirle que, por causas de fuerza mayor que en seguida le explicaré, las conferencias han sido canceladas…
La princesa, que hasta el momento había mantenido los ojos entrecerrados, como si estuviera a un tris de dormirse, los abrió de repente de par en par.
—No —exclamó, soreprendida—, ¿en serio?
Onerspiquer, de pie a un lado, sufrió una leve convulsión nerviosa. Eduardo, con cara de corderito, siguió hablando:
—Así es. Siento mucho que su Alteza haya tenido que realizar un viaje tan largo en vano, pero esto ha ocurrido hace tan poco tiempo que no ha sido posible avisarla. El motivo de la cancelación es un intento de atentado, por suerte frustrado, por parte de un noble local…
—¡Canceladas! —lo interrumpió la princesa, que de repente parecía mucho más despierta—. ¡Qué alegría!
Eduardo echó freno a su discurso, que ya traía preparado.
—¿Perdón? —preguntó, desconcertado.
—¡Menos mal! —siguió diciendo Aletna, de pronto mucho más animada—. ¡Qué golpe de suerte hemos tenido con ese atentado!
—Pero…
—No me apetecía nada asistir a esas conferencias. ¿De qué eran? ¿Comercio internacional, o algo así? ¡Menudo tema! ¡Una obligación soporífera!
El chambelán de la princesa, que la había acompañado hasta allí y hasta el momento se había mantenido en un prudente segundo plano, intervino en un esfuerzo evidente por lograr que Aletna se callara. Pero esta siguió narrando durante medio minuto lo poco que se habría divertido en unas conferencias tan aburridas, para consternación de casi todos los presentes; con la humilde excepción de Carlos, que estaba muerto de risa.
—¡Bueno! —dijo al fin la princesa, dando una palmada—. Ahora que eso ya está arreglado, ¿quién puede decirme dónde está la fiesta en esta ciudad?
—Uhm —casi sufrió un ataque el señor Babel, que aunque siempre estaba listo para celebrar lo que fuera no había previsto que la princesa de Menisana quisiera verse envuelta en un evento en su honor hasta, al menos, la noche del día de su llegada—. Por supuesto, se ha planeado una recepción, pero quizás su Alteza quiera instalarse primero en sus aposentos…
—Sí, bueno, eso también estaría bien —capituló Aletna—. Pero, cuando dice usted «recepción»…
—No se preocupe, su Alteza —intervino Carlos, aguantándose la risa—. Después, yo personalmente le mostraré la mejor y más fina verbena de Navaseca; lo tengo todo controlado. Permítame acompañarla.
Y le ofreció un brazo y, siguiendo a Ernesto Babel, la escoltó hasta sus habitaciones. Abajo, mientras tanto, los demás participantes en la bienvenida se miraban unos a otros, confundidos.
—Esto es… inusual —comentó al fin el duque Onerspiquer.
—Oh, no, no —murmuró por lo bajo el chambelán de la princesa—. No lo es.
—En fin, yo creo que se han gustado —aventuró Ludovico, que estaba deseando que aquello terminase para poder irse a sus cosas, o a la cama, una de dos.
—Sí, yo también lo creo —gruñó Eduardo.