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La delegación de cabecillas de la milicia de Valleamor se apresuró en avanzar, para llegar hasta ellos lo antes posible. Barbacristal, que dirigía un tándem cuyo asiento trasero estaba ocupado por un jovencito trompetista con aspecto de despistado, parecía furioso.
—Arole, ¿qué significa esto? —tronó nada más llegar, deteniendo su tándem con un derrape. Sus demás acompañantes, que incluían al jefe de los servicios sociales de Valleamor y a un par de sacerdotes de menor rango, tampoco estaban muy contentos.
—Mi querido Barbacristal, no te sulfures —le exhortó Sanvinto—. Estamos aquí únicamente para ayudaros, como una prueba de la amistad entre Valleamor y Aguascristalinas.
—¡Prueba de amistad!, ¡prueba de amistad! —farfulló Barbacristal—. ¿Es una prueba de amistad el acercarse a nuestra ciudad con un ejército? ¿Qué pretendes, Arole?
—Me hiere, mi querido amigo, que confíes tan poco en mí —declamó Sanvinto teatralmente—. Como ya he dicho, únicamente queremos acompañaros, para asegurarnos de que podemos luchar a vuestro lado en esta vital batalla contra el Mal.
—¿Qué te hace pensar que necesitamos que nos acompañen? —bramó Barbacristal—. Nos ves saliendo de Valleamor, y ¿a dónde crees que vamos a ir? ¿Qué te imaginas, que vamos a dar media vuelta y marchar a atacar algún otro sitio?
—No hay necesidad de ponerse desagradable —frunció el ceño Sanvinto—. No entiendo cómo puedes siquiera insinuar esas cosas, tan impropias del pensamiento de un seguidor del Bien…
Barbacristal hizo sonar el claxon de su tándem, iracundo. El trompetista, que miraba a su alrededor como si estuviera en Babia, se sobresaltó.
—¿Insinuar? —respondió Barbacristal, al que le centelleaban rayos metafóricos sobre la cabeza—. Yo no insinúo nada, Sanvinto. Al contrario: afirmo que crees que puedes cometer los actos más inapropiados, y que solo necesitas maquillarlos un poco con palabras rimbombantes que suenen remotamente a bondad…
—Mi querido Barbacristal, no pienso tolerar esta clase de lenguaje… —interrumpió Sanvinto, casi escupiendo. Pero Barbacristal no dejó de hablar, con lo que ambos empezaron a gritar al mismo tiempo.
—… y que nos conformaremos con eso, pero tengo noticias para ti: no todos somos tan estúpidos…
—… ni estas indecentes calumnias, pues yo no deseo otra cosa que el triunfo definitivo del Bien y la paz duradera…
Aragad volvió la cabeza para consultar con la mirada a Marinina, y se encontró a esta contemplando la escena con ojos muy abiertos y asustados.
—Hermosa doncella… —musitó, preocupado. Maricrís no contestó, así que terminó—. Esto va a acabar mal. Si se pelean otra vez como en las Bellas Planicies…
—¿Cómo puede estar pasando esto? —se lamentó Marinina.
—¡Tenéis que detenerlos! —la exhortó Aragad—. Vos podéis hacerlo: os escucharán.
—Pero… yo… —protestó Maricrís, y volvió a mirar a los dos Sumos Sacerdotes, que en ese momento se escupían ya las palabras más hirientes el uno al otro de voz en grito. Sí, Aragad tenía razón; solo ella podía detener aquello, y por tanto debía hacerlo. Reuniendo fuerzas, se puso en pie sobre los pedales del tándem y se aclaró un poco la voz, preparándose para pedirles a ambos que olvidaran sus diferencias y volvieran al camino de la armonía y la amistad, que todos tanto deseaban; pero aún no había podido decir nada cuando un miembro de los servicios sociales llegó a toda pastilla y frenó su bicicleta apresuradamente frente a ellos. (Los exploradores y los de la avanzadilla, que tenían que moverse más rápidamente, iban en bicicletas en vez de en tándems; el trabajo en equipo estaba muy bien, pero todo tenía sus límites.) Aunque casi sin aliento, gritó tan alto que consiguió acaparar la atención de los dos benignos y vociferantes líderes.
—¡Sumos Sacerdotes! —chilló, y señaló el camino que llevaba a Kil-Kanan, por el que una gran masa de hombres vestidos con siniestras y oscuras armaduras avanzaba rápidamente hacia ellos—. ¡Los ejércitos del Mal vienen hacia aquí!