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Hacia ya muchos, muchos años que el Bien reinaba en el mundo. A lo ancho y largo de los continentes, las florecillas crecían en los campos, los niños nacían sin malformaciones, y una eterna primavera alegraba el corazón de las gentes, que vivían alegremente ayudándose unos a otros en paz y armonía.
Solo en un lugar quedaba, como un faro de oscuridad, un bastión del Mal. La montaña de Kil-Kanan, situada en el centro del continente del Sur, resistía desde hacía siglos los embates de benignidad que se cernían sobre ella. Sin embargo, cada año parecía perder terreno, lenta, imperceptiblemente; en los últimos cien años, dos aldeas situadas en la falda de Kil-Kanan, que antes eran fieles pueblos oprimidos por el Mal, se habían entregado a las fuerzas del Bien. Con eso, no quedaban más que siete poblados desperdigados por los riscos del monte, además de la fortificación en lo más alto de este: el Fuerte Oscuro de Kil-Kyron.
Sin embargo, lejos de abandonarse a su destino, las fuerzas del Mal luchaban contra este con cada vez más ahínco y tesón. El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron se había convertido en un templo de entrenamiento de las fuerzas de la malignidad, al que acudían clandestinamente jóvenes de todo el mundo que sentían agitarse la maldad dentro de sus corazones, en medio de la sofocante bondad que reinaba en los cuatro continentes. Cuando no podían soportar ver más florecillas, ni escuchar a los sabios y benevolentes bardos de sus aldeas hablar pacientemente sobre el amor, escapaban de sus casas y se encaminaban hacia el Kil-Kanan, que podía verse desde muy lejos; era una montaña muy alta, y su cumbre la negrura se enroscaba sobre sí misma, en la forma de una sombra amenazadora que deseaba devorar sus alrededores.
Algunos llegaban completamente traumatizados. Relataban historias horrendas sobre actos de amistad y compasión, y despertaban en mitad de la noche oyendo aún las risas de niños inocentes. Pero el Fuerte Oscuro de Kil-Kyron los acogía a todos, y los amamantaba de nuevo con su asfixiante negrura y su despiadad maldad, hasta que sus heridas sanaban.
El señor de Kil-Kyron contemplaba todo esto con rabia y frustración. Orosc Vlendgeron, Gran Emperador de los Ejércitos Malignos, gobernaba sobre Kil-Kyron desde hacía ya casi treinta años, y era el más respetado (el único) de los Señores del Mal que aún vagaban sobre la tierra. Decíase de él que era un genio táctico impresionante, y que su mera presencia, por desagradable, ya espantaba a sus enemigos. Lo cierto es que Orosc Vlendgeron jamás había tenido la oportunidad de probarse en una batalla, puesto que los enemigos a su alrededor eran tímidos adoradores del Bien que, por no sesgar vidas sin motivo, nunca empezarían una lucha por su propia voluntad; y él, que realmente tenía algo de buen estratega, había tenido que refrenarse de hacerlo, pues veía que sus posibilidades eran escasas, y que iniciando una guerra solo conseguiría diezmar sus fuerzas y arruinar aún más su causa.
Un comienzo prometedor…