Cualquier otro lugar · Página 34

—¡El dueño de la caravana! —Capuleto se echó a reír—. ¿Así es como me presentas, tunante? ¿Eso es lo que soy, el dueño de la caravana?

—Ejem —carraspeó Ray, disimulando una sonrisa—. Perdona. Nina, este es Capuleto, funambulista del circo, y gruñón profesional; y Rosa, la pobre mujer que hace que ni él ni yo nos muramos de hambre o tengamos que subsistir únicamente a base de sopas de sobre.

Nina también reprimió una risilla, pero Capuleto siguió riéndose sonoramente. Rosa sonrió, y fue a pasar al baño.

—Ray, hijo —llamó al cabo de un momento—, ¿qué es esto?

—¡Oh! —saltó Nina, rápidamente—. Disculpe; eso es mío. De todas maneras, creo que es hora de que me vaya, Ray.

—¿No quieres quedarte a cenar? —preguntó él.

—No, no —se negó ella, a punto de ruborizarse de nuevo—, gracias. Lo mejor será que me vaya ya, y no me arriesgue a quedarme otra vez sin metro.

—Como veas —suspiró él, y se levantó—. Te acompaño a la estación.

—No hace falta.

Pero él insistió. Rosa les dio una bolsa, para que Nina pudiera meter su ropa mojada; Capuleto, mientras tanto, sacó una cerveza y se sentó en el sofá, y se dedicó con aire distraído a cambiar de sitio las piezas de la partida de Monopoly que ya no iban a terminar.

Cuando salieron, había dejado de llover. Ray quitó la cadena de la cancela, y la abrió con aire de chambelán de palacio, apartándose para que Nina pudiera pasar.

—Así es como se hace, señorita —se burló de ella—. Para eso se inventaron las puertas.

—Oh, deja ya de reírte de mí —protestó Nina.

Godorik, el magnífico · Página 160

—Pero ¡eso es estupendo! —exclamó Ciforentes—. Cuanta más gente se entere de lo que ocurre, mejor. Gidolet cuenta con que sus planes sigan siendo secretos. Si de verdad ese hombre es famoso, y hay posibilidades de que un gran número de gente vea este vídeo…

—No estoy yo tan seguro —gruñó Godorik por lo bajo. Pero enseguida añadió:—. Si de verdad es así, ¿por qué no han intentado ustedes ya hacer pública toda esta historia?

—¿No se lo he dicho ya? Porque la policía está comprada, y no seríamos los primeros a los que hacen desaparecer silenciosamente…

—Qué exageración —bufó Mariana.

Godorik exhaló un suspiro. A pesar de su propia experiencia con la policía, no podía dejar de estar de acuerdo con Mariana; el que toda la policía estuviese en manos de Gidolet le parecía imposible. Además, en su caso, aunque el Comisario había actuado de forma muy sospechosa, tanto el Subcomisario como el Vicecomisario le habían tomado en serio, y la actuación de su jefe parecía haberles extrañado tanto como a él.

No obstante, si resultaba que aquella gente tenía razón…

—Espere; entonces, ¿qué puede pasarle a este hombre? —preguntó, señalando la pantalla—. ¿Creen ustedes que está en peligro?

—Godorik, no empieces tú también —lo regañó Mariana—. Todo eso son cuentos de paranoides.

—Sí, Mariana, pero preferiría no arriesgarme —contestó él—. Al fin y al cabo, he sido yo el que ha metido a Merricat en todo esto. Si al final le pasa algo a causa de ello…

—Bien… no lo sé —dudó Ciforentes—. Quizás, siendo alguien tan público… y sabiendo todo el mundo que acababa de subir este vídeo… pues no sé. De todas maneras, lo que ha contado parecía más bien un cuento de hadas…

—Sí, se ha inventado la mitad —farfulló Godorik—. En fin, si Merricat no está en peligro inmediato, no pasa nada. Volvamos al tema. Conocen ustedes los planes de Gidolet y, por lo que veo, han conseguido organizarse escapando a su radar. ¿Qué exactamente están haciendo para detenerlo?

Cualquier otro lugar · Página 33

—Supongo que no debería ni nombrarte el parchís, ¿verdad? —siguió ignorándola él deliberadamente. Volvió hacia la cómoda, y de otro cajón sacó varias cajas. Tenía el Risk, el Monopoly, unos Juegos Reunidos en versión compacta, y varios otros que Nina no conocía—. ¿Cuál te gusta más?

—Eh… coge el que quieras —contestó Nina, confusa—. Tampoco tengo nada contra el parchís.

—¿Una universitaria, jugando al parchís? —se divirtió Ray a su costa—. ¿Qué quieres, que te quiten la licencia de intelectual? Mejor un poco de Monopoly.

Así que pasaron el resto de la tarde inmersos en la compraventa de paseos y casas y hoteles. Nina era muy competitiva, cuando se picaba, y Ray resultó no ser menos. La partida se les alargó mucho, y estuvieron a punto de pelearse en un par de ocasiones; pero se lo pasaron muy bien. Ray iba ganando por un amplio margen, tanto que empezaba a parecer que no merecía la pena terminar, y fuera había oscurecido ya, cuando de repente se abrió la puerta de la caravana.

Entró un hombre de unos cuarenta y cinco años, que tenía aspecto de haber sido muy atlético hasta no hacía mucho, pero que ya empezaba a quedarse calvo y a ponerse un tanto gordo; y una mujer de aproximadamente la misma edad, rechoncha y no muy hermosa, pero de cara agradable. Ambos pasaron al interior de la estancia aún en medio de una conversación; el hombre hablaba, con un volumen de voz muy alto, sobre motores de motocicletas.

—¿Qué tenemos aquí? —exclamó, en cuanto se percató de que tenían compañía, y se dirigió a Ray—. ¿Tienes una invitada?

—Sí —contestó Ray, repantigándose sobre el sofá—. Esta es Nina Mercier. Nina… estos son Capuleto, el dueño de la caravana, y Rosa, su novia.

—Es un placer —dijo Nina, preguntándose en su fuero interno si había visto a alguno de los dos en algún número del circo. No le sonaban, pero durante la función todo el mundo iba tan maquillado que era casi irreconocible.

Godorik, el magnífico · Página 159

—Esto también es importante —aseguró Nermis—. Estaba navegando por la interred cuando me dije, hace tiempo que no consulto las videobitácoras…

Godorik se llevó la mano a la frente, y se acercó al ordenador. Nermis, mientras tanto, había puesto a reproducir un vídeo, en el que se veía a Edomiro Merricat con una gorra muy extraña y haciendo grandes aspavientos.

—¿Y esta es esa videobitácora de la que está tan orgulloso? —murmuró Godorik para sí.

—Pssst —le chistó Nermis—. Ahora veréis lo que dice.

Lo que decía tenía que ver, por supuesto, con la conspiración gidoletiana, versión Godorik, aunque aderezada con toda clase de efectos dramáticos y detalles absurdos que parecían obra del propio Merricat. Para crédito de este, había cumplido su palabra, y no mencionaba sus fuentes ni ningún nombre propio que pudiera delatarlas; por no decir, no daba ni el nombre de Gidolet, lo que a Godorik le parecía que podría haber hecho. Pero probablemente eso podría haber metido en problemas al propio Merricat, y no lo culpaba por querer evitar tal cosa.

—¡Vaya! —Ciforentes se rascó la cabeza, confundido, en cuando el vídeo terminó—. Si esta historia se está extendiendo ya tanto que hasta un tipo en la interred sabe de ella…

—Pero lo que ha contado parecía más bien una novela —se quejó Garvelto.

—Sí, pero indudablemente se está refiriendo a Gidolet, así que alguna base real tendrá… Pero ¿cómo ha podido filtrarse toda esta información? Hasta ahora, todos los que la sabían…

Godorik tosió.

—Yo se la conté —confesó.

Ciforentes se volvió hacia él con expresión sorprendida.

—Pero si ese tipo es súper famoso —dijo el Nermis, extrañado también.

—Es mi jefe —masculló Godorik—. Es una larga historia, pero para conseguir la patente tuve que contarle todo esto. En ese momento no sabía que pensaba largarlo todo públicamente.

Cualquier otro lugar · Página 32

Pese a todo, Nina insistió en cambiarse en el baño. La ropa que Ray le había dejado le estaba muy grande, y entre eso y que el maquillaje se le había corrido completamente, parecía una mezcla entre drag queen daltónica y jugador de baloncesto con enanismo. A base de agua y jabón, consiguió quitarse el rímel y el pintalabios, y pasar a parecer, de ambas cosas, solo lo último.

Salió del servicio un poco avergonzada.

—¿Dónde puedo dejar mi ropa? —preguntó—. No quiero llenarlo todo de tierra.

—Déjala en el lavabo —contestó Ray, que, sentado de nuevo en el sofá, la contemplaba con ojo crítico.

Sintiéndose observada, Nina dejó su ropa, su sombrero y su paraguas dentro del lavabo, y volvió a salir un tanto incómoda. Nina era una chica a la que le gustaba ir siempre bien arreglada, y se conjuntaba y pintaba siempre con cuidado. Esta era la primera ocasión en la que Ray la veía sin maquillaje; y el estar embutida en aquel traje como en un saco de patatas tampoco la favorecía mucho.

—Si eres tan amable de prestarme esta muda por un día, creo que lo mejor será que me vaya a casa —sugirió, un tanto nerviosa.

—Eres guapa de verdad —comentó él de improviso, sin escucharla.

—¿Qué? —preguntó ella, confundida.

Él arrugó la nariz.

—Las chicas lleváis a veces tanto maquillaje que uno nunca está seguro de si las que son guapas lo son de verdad, o si es todo pintura —observó él, mordiéndose el labio inferior—. Pero tú sigues siendo guapa, sin maquillar y con esas pintas. —dijo, como si fuera lo más natural del mundo; y después de eso se dio una palmada en los muslos, y se levantó—. ¡Bueno! Te prometí que te enseñaría mis juegos de mesa, y nadie podrá decir que Ray Sala es un mentiroso. ¿A qué quieres jugar?

—¿Me has oído? —se extrañó ella—. Decía que, si me dejas…

Godorik, el magnífico · Página 158

—En ese caso tendrían lo mismo que pretenden hacer ahora, pero más caro —se rascó la cabeza Ciforentes—, y, además, ¿qué harían con la población?

—¿Esclavizarla?

—No, no, no —el hombre negó con la cabeza—. ¿Es que no ve usted holofilmaciones? Eso siempre sale mal. Al final, un pequeño grupo de rebeldes…

—Esto no es una holofilmación, caballero —escupió Mariana.

—No, pero…

En ese instante llamaron a la puerta. Todos los presentes (en ese momento, Ciforentes, Garvelto, Mariana, Godorik, y la señora que seguía moqueando en un rincón, demasiado distraída hasta para interrumpir la conversación y pedirles que le contasen de una vez qué sabían sobre los cadáveres) dieron un bote en sus asientos; sobresaltados, intercambiaron un par de miradas, mientras volvían a llamar.

—¿Esperas a alguien, Isebio? —preguntó Ciforentes en voz baja.

—No —gruñó Garvelto—. Yo creo que…

—Soy yo, caray —se escuchó una voz detrás de la puerta—. Soy el Nermis. Tenéis que ver esto.

Ciforentes, repentinamente envarado, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Santo y seña —pidió.

—Que soy el Nermis, demonios —gruñó la voz, y exhaló un suspiro—. Tortitas de queso.

—Pasa —farfulló Ciforentes, abriendo la puerta.

Un tipo de mediana edad, que había estado antes en la reunión y se había ido después sin decir gran cosa, entró en la habitación. Traía bajo el brazo un ordenador plegable, que colocó sobre la mesa y abrió sin perder un momento.

—Tenéis que ver esto —repitió.

—¿El qué es, Nermis? —bufó Garvelto—. Estamos en medio de algo importante. Y yo quiero irme a la cama en algún momento.

Cualquier otro lugar · Página 31

—Sí, sí —masculló Nina—. Es lo que debería haber hecho. ¿Qué quieres? A veces una tiene esa clase de ideas absurdas.

Ray se rió un poco más.

—¿Te has hecho daño? —preguntó, no obstante.

—No; estoy bien.

—¿No te habrás torcido el tobillo? —sugirió, en tono de guasa—. Si te has torcido el tobillo, o si te apetece fingir que te lo has torcido para sentirte como una princesa, puedo llevarte a casa en brazos… como un príncipe azul.

—Mi casa está un poco lejos, gracias —se rió Nina para sus adentros.

—Hablando de eso —recordó Ray; y extendió teatralmente los brazos a su alrededor—, bienvenida a mi humilde hogar.

Ella se lo agradeció.

—Pensaba que no volverías —confesó él.

—¿Por qué pensabas eso? —se extrañó ella. Pero él se encogió de hombros, y no le respondió.

—Te resfriarás si sigues mucho rato con esa ropa mojada —dijo, en su lugar—. ¿Quieres cambiarte?

—No he traído más ropa —señaló Nina, frunciendo el ceño.

—No pasa nada. Puedo dejarte algo —ofreció Ray—. Por supuesto, sería mejor que te lo prestase Rosa, pero no está; Capuleto y ella han salido. —diciendo esto, se levantó, y se acercó a la cómoda; abrió uno de los cajones, y empezó a sacar cosas—. Pero no importa. Puedo dejarte… a ver, pantalones, una camiseta, un jersey. Supongo que te estarán algo grandes, pero ese no es el mayor problema ahora mismo, ¿no?

—Gracias —dijo Nina; porque, la verdad, empezaba a tener algo de frío.

—No hay de qué. Toma —Ray le entregó las prendas—. Cámbiate; no miraré.

—Me cambiaré en el baño —respondió ella.

—Es un poco estrecho. Ya te he dicho que no voy a mirar.

Godorik, el magnífico · Página 157

—Eso es imposible. Ninguna persona sería capaz de gobernar esta ciudad; es demasiado compleja. Esa es la razón por la que la Computadora está al mando, todo el mundo lo sabe.

—¿Está usted segura de eso? En otras etapas de la historia, las ciudades han sido gobernadas por medios humanos y no cibernéticos… e incluso hace poco se escuchó que en una ciudad de la costa, una de las pequeñas, un grupo de conspiradores derrocó al gobierno computerizado.

—Eso es una tontería —bostezó Mariana—. Si de verdad se cree usted esas historias de los tabloides, no me extraña que se tome tan en serio todas estas teorías conspiratorias. Casi todas las noticias del exterior se las inventan las agencias para entretener al público; ¿es que ni siquiera sabe usted eso?

—En cualquier caso, esa no es la cuestión —carraspeó Isebio Garvelto, interviniendo justo cuando Ciforentes empezaba a hincharse y a ponerse rojo—. Gidolet y los suyos han planeado cyborgizar a la población justamente para evitar ese problema.

—¿Cómo?

—Sí; ¿no es obvio? —se vengó Ciforentes—. Quizás solo una máquina puede gobernar una ciudad de humanos, pero un humano puede gobernar una ciudad de máquinas.

—¿Y qué ganarían con eso? —preguntó Godorik.

—De eso aún no estamos tan seguros —admitió Ciforentes—, pero, si lo consiguieran, tendrían un poder increíble. ¡Tendrían un auténtico ejército a su disposición! Podrían hacer casi cualquier cosa.

—Pero, si de verdad tienen tantos recursos —contraatacó Mariana, mosqueada—, ¿por qué no construyen directamente un ejército de robots, y se dejan de tantas complicaciones?

—Los robots son demasiado imprevisibles —intentó explicar Ciforentes, aunque a él tampoco se lo veía tan seguro. Godorik, sin embargo, se imaginó un ejército formado por Mannis… y casi tuvo que reconocer que algo de verdad había en esa afirmación.

—¿Y robots sin circuitos de personalidad? —sugirió.

Cualquier otro lugar · Página 30

Nina giró la manivela, y comprobó que la puerta estaba abierta. Pasó; se encontró en un pequeño salón de caravana color beige, con mantas de color burdeos cubriendo los asientos a modo de tapicería, y tazas usadas por todas partes. Sentado a la mesa, delante de un periódico, estaba Ray, que la contempló como quien ve una aparición.

—¿Qué te ha pasado? —exclamó, echándose a reír.

—He tenido un pequeño accidente —carraspeó Nina, preguntándose si las manchas de lodo en sus mejillas disimularían que se había puesto completamente roja—. ¿Puedo lavarme la cara?

Ray señaló hacia uno de los lados, hacia la puerta que llevaba a un minúsculo baño.

—Por supuesto —dijo—. Y sécate; hay toallas en el casillero encima del lavabo.

Nina se lavó la cara, se alisó un poco el pelo, y trató de secarse y de quitarse cuantas manchas de barro le fue posible. Cuando volvió a salir, aunque seguía hecha un desastre, ya parecía otra vez una persona.

—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar Ray, acercándole una silla.

Nina dudó por un momento si decir la verdad o no, porque al fin y al cabo había hecho un ridículo espantoso; pero terminó por contarle que se había encontrado la cancela cerrada, y su ingeniosa idea de entrar haciendo equilibrios sobre la baranda del río. Ray estalló en carcajadas, y no dejó de reírse hasta un buen rato después.

—Pero ¿por qué no has quitado la cadena? —quiso saber—. Solo la han puesto porque no paraba de pasar gente que no debía entrar aquí, pero es fácil de quitar y poner.

Godorik, el magnífico · Página 156

—Bien, Gidolet, como usted ya parece saber, empezó a buscar otra forma de colar sus implantes a la población —tosió Ciforentes—. Lleva muchos años desarrollando implantes que pueden pasar por normales, pero que incluyen un dispositivo altamente sofisticado para acoplarse al cerebro de quien los lleva.

—¡Qué tontería! —estalló Mariana.

—¿Cómo saben eso? —preguntó Godorik—. ¿No han dicho que nunca han visto uno?

—Hemos estado en contacto con varios antiguos empleados de Gidolet, incluyendo uno de sus desarrolladores principales, que sufrieron escrúpulos de conciencia y quisieron desertar —suspiró Ciforentes—. Lamentablemente, todos han sido… liquidados.

—Mire —intervino Mariana, exasperada—. Se está montando usted aquí una película digna de ser llevada al cine, pero todo esto está muy lejos de ser posible. ¿Cree usted de verdad que en esta ciudad, tan vigilada como está, es posible hacer desaparecer, o liquidar, a tanta gente sin que ello despierte sospechas? La policía intervendría mucho antes, y por muchos recursos que tenga ese Gidolet…

—Ah, aquí está el quid de la cuestión —dijo Ciforentes—. Los altos mandos de la policía son parte de esta conspiración.

—Eso es ridículo.

—Suena ridículo, pero es así —se ofendió el hombre—. Y voy a decirle por qué. ¿Sabe cuál es el auténtico objetivo de todo este demente plan?

—… no.

—Bien, pues es derrocar a la Computadora —soltó Ciforentes, cruzándose de brazos.

Godorik y Mariana intercambiaron una mirada.

—¿Para qué? —preguntó ella.

—Para colocarse ellos en su lugar, por supuesto —afirmó Ciforentes.