Godorik, el magnífico · Página 127

—Realmente eres muy inofensivo, ¿eh? —se burló—. Con eso podías haberme amenazado antes de contarme tus tejemanejes; no después.

Keriv reflexionó por un momento, y después hizo un gesto de fastidio.

—¿Y qué te trae por aquí, jefe? —rezongó. Godorik se echó a reír.

—Algo más importante que eso —dijo—. Tranquilo, muchacho. No es que me parezca bien lo que estás haciendo, pero tu secreto está a salvo conmigo… aunque solo sea porque estoy hasta las narices de que últimamente todo el mundo me llame «defensor de la justicia».

—¿Eres un defensor de la justicia? —Keriv abrió unos ojos como platos—. ¿De verdad?

—No —se molestó Godorik—. Si lo fuera, tendría que denunciarte, ¿no?

—Ah, pero jefe, yo solo hago esto porque la sociedad es muy injusta con los pobres diablos como nosotros… Si todo fuese más justo, y pudiésemos ganarnos la vida honradamente…

puedes ganarte la vida honradamente, Keriv.

—Bueno, bueno —resopló el conserje—. Tampoco es que lo que paguen sea una maravilla, y…

—Lo que sea —lo cortó Godorik, cansado—. Escucha, tengo cosas que hacer.

—Eso es. ¿A qué has venido?

—Bien… ¿te acuerdas del día en que me avisaste sobre los tipos esos del patio de atrás?

—¿El día antes de que desaparecieras? Claro, jefe. Ya te he dicho que sí.

—¿Sabes, por casualidad, qué hacían allí?

—No. Por eso te llamé.

—¿Estás seguro? —gruñó Godorik, mirando al conserje a través de los párpados entrecerrados.

Una bala para el príncipe · Capítulo XX

Capítulo XX

A la mañana siguiente, Ludovico Pravano, María Lucero y la viuda Perquin se metían en el carruaje principesco conducido por el muy insigne, y de nuevo muy confuso, señor Eleuterio Piñones.

—Eduardo —había pedido Ludovico a su hermano el día anterior, con tono de corderillo que llevan al matadero—, ¿puedo usar el coche mañana?

—¿El coche? —se sorprendió Eduardo, porque su hermano nunca quería ir a ningún sitio—. ¿Para ir a dónde? Tenemos que asistir a las conferencias, ya sabes.

—No, mañana no voy —tosió Ludovico—. De todas maneras no hago nada allí, así que puedes decirles que estoy enfermo o algo.

Eduardo miró a su hermano como si se preguntase si de verdad estaba enfermo. Ludovico no solía hacer esa clase de cosas.

—Pero ¿a dónde quieres ir? —preguntó.

—Cosas mías —escurrió el bulto su hermano pequeño—. Pero es importante.

—Bueno… —dudó Eduardo—, haz lo que veas, supongo.

—Después de toda la tabarra que me das a mí sobre responsabilidades y blablablá, ¿y a él lo dejas hacer lo que quiera? —se quejó de improviso Carlos, que andaba cerca.

—Carlos, Ludovico ha demostrado todo este tiempo que se comporta como una persona responsable —protestó el primer príncipe—. Si dice que tiene algo importante que hacer…

Carlos no quiso escuchar el resto, y se alejó gruñendo.

Así que, al día siguiente, muy temprano, Ludovico se sentó en el coche y dio indicaciones al chófer para que fueran a recoger a María y a la viuda en el lugar que habían convenido, que era la esquina de una calle relativamente concurrida, aunque a esas horas bastante vacía. El señor Eleuterio Piñones, al ver que se subían al carruaje dos señoras, empezó a pensar que Navaseca estaba trastornando a todos los príncipes.

«¡Primero el príncipe Eduardo con una señorita, y ahora Ludovico con dos!», murmuró para sí, muy divertido por todo aquello. «Del príncipe Carlos aún lo esperaría, pero ¿del tercer príncipe?».

Sin embargo, como era un profesional, no hizo ningún comentario. La viuda Perquin, que en aquellos pocos días había hecho buen uso de sus redes y había averiguado prácticamente todo lo que había que averiguar sobre el orfanato del que les había hablado Ana Martín, le informó con todo detalle del lugar exacto del camino de San Pancracio al que tenían que ir, y cómo llegar hasta allí.

—¡Qué práctico es esto de ser un príncipe! —comentó Lucero, una vez que se hubieron puesto en marcha, haciendo que la viuda Perquin quisiera morirse de la vergüenza—. Vaya un coche más lujoso.

—Sí, es bastante práctico —contestó Ludovico, sin que el comentario le pareciera extraño—. Lástima de las conferencias y los discursos.

—¡Ja! Eso sí tiene que ser incómodo.

La viuda, refugiada en la misma esquina en la que en la ocasión anterior se había sentado Leonor Calet, carraspeó sonoramente.

—Cuéntenos lo que ha averiguado sobre ese orfanato, señora Perquin —pidió entonces el príncipe.

—No había demasiado que averiguar —concedió esta—. Es un convento de monjas que está a mitad del camino de San Pancracio, cerca del pueblo de Moralena, como ya nos dijo esa señora. Pertenece a la orden de los Sagrados Corazones Descalzos, y, por lo que he podido escuchar, no tiene ninguna relación con el conde Nor.

—¿Ninguna? —se extrañó Ludovico—. ¿No es un benefactor del convento, o algo por el estilo?

—No, parece que no —negó la viuda—. Al menos, no lo es públicamente.

El viaje tardó varias horas, durante las que todos los pasajeros tuvieron tiempo de aburrirse soberanamente. Por suerte, la información que la viuda había obtenido era acertada, y Eleuterio Piñones era un buen conductor, así que encontraron el sitio a la primera, y se salvaron de dar vueltas estúpidas. Llegaron así al fin frente a un antiguo convento de piedra, algo feo pero con un campanario bastante decente, que se alzaba en medio de un paraje de pinos junto al desvío a Moralena.

Ludovico no se lo pensó dos veces, y llamó a la campana de la puerta. Tuvieron que esperar unos minutos antes de que se abriera la mirilla, y una voz femenina les preguntase por lo que deseaban.

—Este es el convento de los Sagrados Corazones Descalzos, ¿verdad? —preguntó Ludovico.

—Estamos buscando a un muchacho, del que nos han dicho que se encuentra aquí —dijo la viuda Perquin.

La monja, aunque con expresión algo confusa, abrió la puerta y los dejó pasar; y los dejó esperando en un patio que hacía las veces de antesala, mientras llamaba a la madre superiora. María Lucero, que había estado preocupada por ver en qué clase de lugar se había criado su pobre hijito, empezó a husmear a su alrededor; y terminó por decidir que no estaba tan mal.

—Parece estar en buenas condiciones —resumió, y añadió con un amago de sollozo—. Ahora, si solo Nicolasito estuviera aún aquí…

En ese momento apareció la madre superiora, que se distinguía porque era grande y robusta como un muro, y que en cierto modo parecía una montaña a la que habían vestido con un hábito.

—¿Qué desean? —preguntó.

—¿Está aquí…? —empezó María Lucero, pero la viuda Perquin la cortó rápidamente:

—Esta señora se llama María Lucero —la presentó—. Hace ya tiempo que, por tristes circunstancias, fue separada de su hijo, que puede tener ahora unos quince años. Algunas fuentes nos han dicho que su hijo se encuentra aquí.

La madre superiora midió a Lucero con la mirada.

—¿Cómo se llama su hijo?

—Nicolás.

—¡Ah! —a la monja pareció iluminársele la cara—. ¿Nicolasito Lucero?

—¡Así es! —casi gritó María.

—¡Nicolasito Lucero! Un muchacho excelente —asintió la madre superiora.

—Entonces, ¿está aquí? —exclamó María—. ¿Puedo verlo?

—Lo siento —dijo la monja—. Llega usted un poco tarde. Hace ya casi un año que no está con nosotras.

A María Lucero se le cayó el alma a los pies. Ludovico tuvo que sostenerla para que no se tambaleara.

—¿Ha muerto? —chilló.

—¿Qué? ¡No! —dijo rápidamente la monja, dándose cuenta de que su elección de palabras había sido desafortunada—. No, para nada. Estuvo aquí hasta hace un año, pero, como era un jovencito muy activo y agradable, encontró un trabajo como botones en Navaseca. Se fue hacia allá, y, por lo que tengo entendido, le va bien.

—¡Santa Higinia! —barbotó la viuda—. ¡Esto no acaba nunca!

—¿Perdón? —preguntó la monja, desconcertada.

—No, nada, nada —le respondió Perquin, y para sí musitó—. ¿Vamos a dar más vueltas todavía?

María, mientras tanto, se había dejado caer en los brazos del príncipe, y se abanicaba con un aire tan teatral que este dudaba de si su sofoco era real o fingido.

—Sin embargo, ¿sabe usted que se encuentra bien? —quiso saber, al cabo de un momento—. ¿Cómo estuvo aquí?

La madre superiora les aseguró que no había oído que a Nicolasito Lucero le hubiese ocurrido nada malo, y que mientras estuvo con ellas siempre fue un joven muy alegre y muy sano.

—No sabrá usted, por casualidad, para quién trabaja en Navaseca —las cortó a ambas el príncipe, impacientado, tras varios minutos de elogio de las virtudes de Nicolasito por ambas partes y el relato de un par de reconfortantes anécdotas.

—Oh, sí, sí lo sé —asintió la monja.

—Bien —respiró para sí la viuda.

—Es la compañía del señor Marregalia e hijos, que por lo que se ve es bastante grande.

—Sí —corroboró la viuda Perquin—. Es bastante conocida.

—Entonces, ¡podremos encontrarle! —respiró aliviada María Lucero—. ¡Esto es maravilloso!

—Sí, excepto que seguro que cuando preguntemos allí nos dirán que no, que ha cambiado de trabajo y ahora se ha ido con unos prospectores a los golfos del sur —gruñó la viuda.

Los tres se marcharon poco después, dejando al señor Eleuterio Piñones aún más confundido respecto a lo que habían ido a hacer allí. María, que tanto en sus ánimos como en sus desalientos era indomable, volvía a estar completamente convencida de que no les faltaba nada para encontrar a su hijo, y que sería llegar a Navaseca y dar con él. Ludovico y la viuda Perquin, que mostraban más tendencia a aprender de sus experiencias, no estaban tan seguros, y la viuda se pasó la mitad del de nuevo largo viaje refunfuñando para sus adentros.

—Cuando lleguemos, iremos inmediatamente a la sede de esa compañía —hacía planes María, muy entusiasta—. Ha dicho usted que tiene que ver con hoteles y con celebraciones, ¿no es así, mi querida señora Perquin? Así que no puede importarles que una llame a sus puertas un poco más tarde de la cuenta.

La lógica de este argumento era difícil de seguir, tanto más cuando según lo previsto no llegarían a Navaseca tan tarde, ya que habían salido muy temprano por la mañana. No obstante, como ya era habitual, sus planes tuvieron que torcerse nada más entrar en la ciudad.

Al llegar a Navaseca, el señor Eleuterio Piñones notó enseguida que algo no iba bien. Había mucha gente en la calle, y el ambiente estaba muy caldeado. La viuda Perquin, mirando por la ventanilla, también se percató inmediatamente de que algo raro estaba ocurriendo, y así se lo dijo a María (que estaba demasiado perdida en sus ensoñaciones para darse cuenta de nada) y a Ludovico (que vivía distraído).

—¿Que pasa algo? —contestó este, confuso—. ¿Qué es lo que pasa?

Pero el señor Piñones ya había decidido tomar precauciones, y había detenido el coche y se había bajado a preguntar a un transeúnte a qué se debía aquella conmoción.

—Su Alteza —volvió rápidamente a informar al príncipe Ludovico—. Dicen que ha habido un atentado en el palacio de congresos.

Ludovico se asustó.

—¡Carlos y Eduardo están allí! —se sobresaltó—. ¡Eleuterio, tenemos que ir hacia allá inmediatamente!

—Su Alteza, sin duda es peligroso acercarse a la zona —advirtió el cochero.

—Pero ¡tenemos que ir! —continuó exclamando Ludovico—. ¿Y si les ha pasado algo?

El chófer y las dos pasajeras convinieron en que podían al menos acercarse, y el carruaje se dirigió hacia la sede de las conferencias sin perder otro momento.

Godorik, el magnífico · Página 126

—¿Por qué no? Nadie los toca más que yo. De hecho, todo el mundo se queja siempre de que están muy a la vista.

—¿Y los robots de la limpieza?

—¿No ves que no llegan ni a las estanterías? Esos están solo para fregar el suelo.

A Godorik empezó a resultarle muy difícil procesar el absurdo de todo aquello. Bien, Keriv no llevaba tanto tiempo trabajando allí, y era concebible que aún nadie lo hubiera pillado, pero aún así resultaba arduo de creer.

—Sigue.

—Nada, eso es todo, jefe. Ellos me la dan, yo la subo del nivel 20… la guardo aquí… luego vienen otros y se la llevan más arriba.

—Pero ¿se puede saber qué ganas con eso?

—No es un mal negocio, jefe —frunció el ceño Keriv.

—Hasta el día en que venga la policía y te meta en la cárcel… o tengas problemas con las mismas bandas.

El pelirrojo cambió de expresión. De repente pareció que se sentía un poco amenazado.

—Ya, jefe, ya, pero… —farfulló—. De todas maneras, ya no lo puedo dejar.

Godorik se llevó una mano a la cabeza.

—Hasta hace poco, yo estaba convencido de que el mundo estaba bien ordenado y de que casi todo a mi alrededor era legal… o aceptablemente ilegal, en el peor de los casos —murmuró—. De repente, todo está patas arriba. Keriv, pero si tú eres la persona más inofensiva del mundo.

Si pretendía decir esto en voz alta o no ni él mismo lo supo, pero Keriv lo oyó; y se sintió un poco ofendido.

—No soy tan inofensivo como parezco —respondió, airado—. También podría llamar ahora a la policía y dejar que te detengan; ¿qué te parecería eso jefe?

Godorik lo miró con sarcasmo.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 86

86

El fuerte oscuro de Kil-Kyron había vuelto una vez más a su estado habitual. Empezando por Beredik la Sin Ojos, que volvía a ocupar su asiento de Consejera Imperial junto al trono del Gran Emperador; pasando por la legión de Pati Zanzorns que revoloteaba por la planta del servicio de inteligencia emprendiendo disparates; y terminando por las ancianitas que volvían a hacer calceta malignamente sentadas en sus desvencijadas mecedoras, todo parecía haber vuelto al orden.

Los momentos posteriores a la derrota de Marinina Crysalia Amaranta Belladona e Ícaro Xerxes Tzu-Tang habían sido de gran confusión. Los líderes benignos de Aguascristalinas y Valleamor, que tenían el cerebro casi frito, habían tardado mucho en volver en sí, y cuando lo habían hecho no habían podido balbucear más que tonterías. La llegada de los emisarios de los ejércitos de Río Feliz y Rabania, que se habían cansado de esperar en sus posiciones y querían saber qué pasaba, no contribuyó más que a aumentar el alboroto; durante casi una hora no se vio más que a gente corriendo de un lado a otro, preguntándose mutuamente si eran de la tropa de Mal o de la milicia del Bien (y en ese último caso de qué milicia del Bien), y se escucharon hasta a varias leguas los gritos furibundos de Orosc Vlendgeron, que discutía acaloradamente con los cabecillas de los servicios sociales que no estaban catatónicos (que eran los menos y casi todos de poco rango, y en consecuencia no sabían muy bien cómo manejar aquella situación). Los Neutrales, mientras tanto, permanecían ajenos a todo, y bajo la dirección de su jefe el de la corbata roja se dedicaban afanosamente a transportar los cuerpos inertes de Maricrís e Ícaro Xerxes a unos contenedores especiales, y estos al globo que los había traído hasta allí.

—¿La han palmado? —se acercó a preguntar Cori, aunque con algo de recelo, como si no estuviera segura de si hacía bien en hablar a aquellos extraños tipos. Pero aquel al que se había dirigido le contestó sin problema; y, para sorpresa de la limpiadora, lo hizo él solo, y no le contestaron todos a la vez y moviendo los labios al unísono, como (casi) había esperado.

—No, solo están en estado de hibernación —dijo el trajeado, que pese a su aspecto amenazador tras su corbata amarilla y sus gafas de sol tenía una voz muy jovial y alegre—. Por eso tenemos que meterlos en estos contenedores, para que si despiertan no puedan controlarnos a todos con sus efluvios.

—¿Qué es exactamente lo que les habéis hecho? —quiso saber Adda.

—¿Ves ese cacharro? —el Neutral señaló el toldo-paracaídas, que ya habían descargado con unos generadores y que ahora yacía abandonado en el suelo formando un aburrido montón—. Con eso hemos absorbido sus poderes. Ahora mismo, y hasta que los regeneren, son personas perfectamente normales.

—Pensaba que sus poderes eran infinitos —bufó Cori, confundida—. ¿Cómo los habéis absorbido todos?

—Sí, sí, sus poderes son infinitos, pero —carraspeó el hombre, haciéndose el interesante—, su ritmo de regeneración no lo es. Es decir, que si los absorbes con una velocidad mayor que aquella a la que pueden generarlos…

—… llegará un momento en que se quedarán temporalmente sin ninguno —completó Adda, asintiendo con la cabeza—. Muy ingenioso.

—Por supuesto. Está todo calculado.

—¿Y ahora qué vais a hacer con ellos?

—Los enviaremos a nuestro cuartel general… para que estudien qué se puede hacer con su anomalía.

—¡Oh, sí, claro! —farfulló Cori, nada satisfecha con aquel arreglo—. Claro, y que se escapen y vuelvan a armar una de estas. ¡Nada de eso! Deberíamos cargárnoslos aquí mismo.

—Ah ah ah, no —respondió el Neutral, mesándose la corbata—. Lo siento, pero no podemos permitir eso… como neutrales estrictos, tenemos que cumplir con las regulaciones.

Cori Malroves frunció el ceño, pensándose si merecía la pena, por el bien (y eso era un decir) de la Malignidad, atacar a aquellos Neutrales y abrirse paso hasta las cajas que contenían a Marinina e Ícaro Xerxes, que ya se estaban llevando hacia la cabina del globo. Pero Adda, adivinando las ideas peregrinas de su compañera, la detuvo a tiempo de intentar aquella maniobra insensata y probablemente bastante suicida.

Por fin, el Gran Emperador y los pobres cabecillas temporales de los servicios sociales (que, todo hay que decirlo, unas horas antes eran los últimos monos de la cadena de mando, y ahora estaban bastante impresionados por el hecho de que el Señor del Mal en persona los estuviese abroncando) consiguieron acordar una nueva tregua temporal, para que cada bando pudiera retirarse a su terreno, llevarse a sus afectados con el cerebro frito y lamerse las heridas hasta que estuvieran en condiciones de recomenzar las hostilidades.

Godorik, el magnífico · Página 125

Godorik fue a recoger su teledatáfono, y se lo guardó.

—Y ahora explícate. ¿De dónde sale esa droga, y desde cuándo estás haciendo esto?

—Te explico, jefe —dijo Keriv, con aire sumiso—, pero no me denunciarás, ¿verdad?

—¿Denunciarte? Si voy a denunciarte, me detienen a mí —bufó Godorik.

Eso devolvió la confianza al conserje. Y también le recordó algo.

—¿Qué estás haciendo aquí, jefe?

—Explicaciones, Keriv —gruñó Godorik, frunciendo el ceño. El pobre (y asustadizo) Keriv dio otro paso atrás.

—Yo no quería hacerlo —se atragantó—, pero verás, cuando empecé a trabajar aquí… Bueno, el salario no es muy bueno, y… La cuestión es que al poco tiempo se me acercaron unos tipos diciendo que tenían un negocio que podía dar mucho dinero.

—¿Quiénes eran?

—Unos tipos de una banda, ya sabes.

—¿Qué banda?

—Seguro que no la conoces —tosió Keriv.

—A no ser que se llamen los «Beligerantes», seguramente no, no la conozco —barbotó Godorik—. Pero ¿qué bandas hay en este nivel? No sabía que…

—¡Ah, no! No son de este nivel. Ya sabes, yo vivo en el nivel 20… todo esto pasó allí.

—Ajá.

—Cuando empecé a trabajar aquí, se les ocurrió que una oficina de patentes en el nivel 14 era el lugar ideal para ocultar cosas. Porque nadie nunca sospecharía de un sitio así, ¿sabes?

—¿Cómo se les ocurrió esa idea tan estúpida?

—Pues hasta ahora ha funcionado —se defendió Keriv.

—Pero… ¿de verdad estás escondiendo mercancías dentro de los cubos de la limpieza?

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 85

85

Beredik la Sin Ojos compuso una expresión de gatita ronroneante. La satisfacía mucho el saber cosas que los demás no sabían y revelarlas teatralmente, razón principal por la que el oficio de pitonisa le venía como anillo al dedo.

—¡Solo son indestructibles mientras tengan sus poderes! —declamó—. ¡Y eso es lo que los Neutrales están a punto de remediar!

El toldo-paracaídas, mientras tanto, ya estaba tan perfectamente tenso y cargado que a Cori Malroves empezaba a parecerle que emitía chispas por su cuenta, lo que la hizo retroceder un par de pasos y arrastrar a Adda con ella por la manga, como precaución por si a aquello le daba por explotar. El hombre de la corbata roja, que contemplaba su obra con ojo crítico, pareció decidir que estaba terminada; e hizo una nueva señal a sus hombres.

—¡Atención! —gritó—. ¡Entramos en fase crítica! ¡Palancas de seguridad!

Se oyó un «¡chac!» cuando todos los trajeados bajaron a la vez otra de las palancas de sus rifles.

—¡Mantened la posición! —voceó entonces el jefe— ¡Ignición en tres… dos… uno…!

Antes de que Orosc Vlendgeron pudiera oír al tipo aquel chillar «cero», el toldo se iluminó de repente en un estallido de luz. Todos los espectadores tuvieron que apartar la vista, además de clavar firmemente los pies en el suelo, porque a la vez se había levantado un viento tremendo que se dirigía hacia donde estaban Ícaro Xerxes y Marinina.

Vlendgeron, aunque deslumbrado, se obligó un instante después a volver a mirar hacia el toldo. Brillaba tanto que parecía una bombilla; y no solo eso, sino que empezaban a rodearlo llamaradas de colores fantásticos, que surgían y se consumían y volvían a surgir creando fantásticas formas.

—¡Beredik! —gritó, alarmado—. ¡Ese cacharro está ardiendo!

—¡No, no! —gritó a su vez la Sin Ojos, aunque esta vez con algo de inseguridad en la voz; y no explicó nada más.

Sin embargo, en cuanto los ojos de Orosc se hubieron acostumbrado un poco a aquella fabulosa luminosidad, vio que algo más estaba ocurriendo. De Marinina y de Ícaro Xerxes surgía un chorro de las mismas llamas coloridas que rodeaban el paracaídas, y que era absorbido con un zumbido por el centro de este. Los trajeados, aún en sus posiciones y haciendo buen uso de sus gafas de sol, se aferraban fuertemente a sus rifles, que se tambaleaban de vez en cuando y amenazaban con arrancarse del suelo y salir volando hacia arriba.

Mirando a su alrededor, Vlendgeron comprobó sorprendido que la parte de los ejércitos malignos y benignos que aún seguía bajo el influjo de Marinina y de Ícaro Xerxes parecía despertar lentamente de su letargo. Medio minuto después, solo los más cercanos al epicentro (los líderes del Bien y los generales malignos) permanecían hipnotizados, mientras todas las demás tropas habían vuelto ya en sí, y después de recibir un susto de muerte se habían echado hacia atrás para alejarse de aquella fuente de fuego multicolor, casi provocando una estampida. Sin embargo, como la retaguardia había tenido más tiempo para alejarse, el desorden de la retirada no pasó de límites aceptables, y pronto todos los soldados del Mal y los milicianos del Bien estuvieron a salvo en las colinas bajas de Kil-Kanan o en las protuberancias del valle de Valleamor.

—¡Retirémonos! —vociferó Vlendgeron, dándose cuenta de que ahora ellos se encontraban entre los que quedaban más cerca del fenómeno, con la excepción de la compañía de Sanvinto y de los estúpidos generales malignos. Pero la suerte de sus generales le importaba bien poco (el Gran Emperador ya había decidido que, si alguno de ellos sobrevivía a aquella experiencia, lo degradaría a comida de caimán), así que tampoco le remordía la conciencia por abandonarlos en medio de lo que parecía ya una tormenta de llamas.

Sin embargo, ni siquiera habían llegado a darle la vuelta a sus monturas (y eso que estas estaban más que ansiosas por darse la vuelta y salir huyendo de allí) cuando el espectáculo terminó. El chorro procedente de Ícaro y Maricrís se apagó de repente; el toldo siguió brillando unos segundos más, antes de extinguirse también; y entonces los dos causantes de aquella catástrofe, Marinina e Ícaro Xerxes, cayeron y se dieron de bruces con el suelo como si se hubieran muerto de repente.

Godorik, el magnífico · Página 124

—¡Lo siento, jefe! —repitió este—. ¡Suéltame! ¡Ay!

—Cuando me digas qué pasa aquí, y qué hace esa droga en esos cubos —contestó Godorik.

Keriv intentó soltarse por un momento más, y después pareció resignarse a su suerte.

—¡Yo no quería hacerlo, jefe! —lloriqueó—. Pero ellos insistieron… las bandas dan mucho miedo… y en fin, hacía falta dinero y…

—¿Tú también estás metido en una banda? —se asombró Godorik—. Pero ¿qué pasa de repente con el mundo?

—¡No, no! ¡Yo no soy de ninguna banda! —protestó el conserje—. Ellos solo se acercaron a mí y me dijeron… yo en un principio no quería hacerlo, jefe, pero es que tenían razón, era el plan perfecto…

—Ve por partes. ¿Quiénes son ellos?

—¡Ay! ¡Me estás haciendo daño!

Godorik resopló, disgustado, y soltó por fin a Keriv. Este se apartó de un salto y se pegó contra la pared, sujetándose la cabeza con las manos. La linterna (es decir, el teledatáfono) había rodado por el suelo, y ahora ambos volvían a estar a oscuras. Por un momento, Godorik, cada vez más paranoide, dudó entre ir a cogerla o no, preguntándose si Keriv aprovecharía la oportunidad para atacarle otra vez.

—¿Podemos encender las luces? —preguntó al fin—. ¿O hay un contingente entero de policía rodeando el edificio, listo para atacar en cuanto vean moverse una mosca aquí dentro?

—¿Qué? —se sobresaltó Keriv—. ¿Está la policía fuera?

—Eso es lo que te estoy preguntando.

—¡No, no! No que yo sepa. Podemos encender la luz del cuarto de los trastos… esa no se ve desde fuera, y la lámpara está trucada para no comunicar al servicio central cuándo está encendida…

Diciendo eso, Keriv se acercó torpemente al cuarto de los trastos, y le dio al interruptor. Una luz amarillenta salió por la puerta, permitiéndoles por fin ver con algo de nitidez.