Una bala para el príncipe · Capítulo XIV

Capítulo XIV

Después de que el príncipe Carlos, y tras él media barca de borrachos, cayesen al río como una estampida de cebras desorientadas que intentan cruzar todas una vaguada por el mismo lugar inconveniente, se había producido mucha confusión. Algunos de los escasos transeúntes que en ese momento se exponían a los mosquitos del paseo fueron a socorrer a los jóvenes, y todos los que no salieron prontamente del río por su propio pie fueron finalmente auxiliados y puestos a salvo del agua, que no del ridículo. En medio del lío, alguien había sacado también a Carlos; pero ese alguien, a quien la casa real tenía que agradecer tan gran servicio, había permanecido anónimo, para gran alivio de los nervios de Eduardo.

Gracias a las circunstancias y a lo poco concurrido del lugar, la situación se salvó sin mucho más alboroto. Pero, como no paraba de recordar con horror el príncipe heredero, aquello podía haber sido un desastre. Ahora que su hermano estaba a salvo, podía permitirse pasar por encima de lo preocupado que había estado por su seguridad por un momento, y centrarse únicamente en la deshonra y la humillación pública que aquello significaba para el ilustre apellido Pravano.

Carlos lo escuchaba en silencio, con expresión cada vez más disgustada, pero sin decir una palabra. Estaba mojado hasta los tuétanos y envuelto en una manta (mojada ya también), y sentado en una esquina del carruaje oía hablar a su hermano desde la otra. Eduardo, acalorado, no parecía siquiera preocuparse de si Carlos lo escuchaba o no; soltaba su sermón a todo trapo, con mucha más elocuencia de la que utilizaba en los discursos de las conferencias internacionales de comercio. El pobre segundo príncipe solo parecía querer que lo dejaran en paz.

En medio de ambos (es un decir, porque estaba sentada en la tercera esquina; y la situación era tan extraña que no le daba ni para fingir que miraba por la ventanilla y no atendía a lo que pasaba, sino que paseaba la vista de uno a otro preguntándose obviamente cómo acabaría aquello) estaba Leonor Calet. Cuando el carruaje principesco había recogido a Carlos y Eduardo, no había aparecido todavía ni rastro de los hermanos de esta; y a aquel último le había parecido muy poco caballeroso dejarla allí sola esperando a unos señores que, o al menos esa impresión daba la cosa, no tenían intenciones de volver por allí pronto, o de volver en absoluto.

—Hermanos, ya sabe usted —los había disculpado ella, sonrojada como un tomate, cuando el príncipe heredero le había ofrecido acercarla a su casa. Había terminado por aceptar esa proposición, pero no sin antes casi morirse de la vergüenza.

—Vaya si lo sé —masculló Eduardo entre dientes, echando un vistazo a su propio hermano, que envuelto en una gruesa manta multicolor parecía… parecía una monja-bandolero embutida en su poncho—. Suba usted, Leonor, y no se preocupe, que sus hermanos ya imaginarán que se ha ido usted a casa.

Así que ahora el principesco carruaje, conducido por el enlibreado señor Eleuterio Piñones, que como cochero y chófer muy de confianza de sus altezas reales se había quedado de piedra al ver al segundo príncipe aparecer hecho una sopa y al primero acompañado por una dama, y que ahora se reía por lo bajo en el pescante; el principesco carruaje había tomado un desvío, y se dirigía hacia la casa de los señores Calet, que era un caserón grande, viejo y feo en el centro de la ciudad. Desde que los tres se habían montado no había cesado aún la perorata de Eduardo; y Carlos, muy contra su costumbre, no contestaba una palabra. Estaba tan lacónico que Eduardo empezaba a preocuparse, y eso lo hacía irritarse y hablar aún más. Pese a que sabía perfectamente que no estaba siendo ni muy cortés ni muy decoroso él mismo, se dirigió en todo el trayecto solo una vez a Leonor, para disculparse por la escena que se desarrollaba ante sus ojos; y después siguió abroncando a Carlos y no volvió a decirle nada. Leonor, un poco intimidada, no contestó, y como ya hemos dicho no hizo ni el esfuerzo de fingir que no escuchaba.

Cuando el coche se paró frente a la casa de los Calet, Eduardo ayudó a Leonor a bajar, y volvió a disculparse. La chica le aseguró de que no tenía de que preocuparse, mientras se decía para sus adentros que cuanto menos hablase de lo que había pasado aquella tarde sería, probablemente, mejor para todos.

Observó cómo la portezuela se cerraba de nuevo, y cómo el carruaje se alejaba con su preciada carga: dos muy malhumorados príncipes. Esperó hasta que torció la esquina, y entró en casa… y fue recibida casi de inmediato por una algo alerta señora Calet, que había estado viéndolo todo desde la ventana.

—¡Leonor, hija mía! ¿Y tus hermanos? —exclamó; y preguntó, a pesar de que sabía perfectamente la respuesta—. ¿De quién era ese coche?

—De los príncipes —reconoció ella tras un momento, cohibida.

—¡De los príncipes! Leonor, pero ¿qué hacías en el carruaje de los príncipes?

Leonor explicó a su madre, y también a su padre, que había bajado del piso de arriba y escuchaba desde la escalera con expresión de quien se teme malas noticias, que sus hermanos se habían encontrado con unos conocidos y que ella, por no molestar, se había quedado atrás.

—Los príncipes estaban dando un paseo por el parque, y se ofrecieron amablemente a traerme de vuelta a casa —carraspeó.

Sus padres no sospecharon nada.

—Hija mía, los príncipes son sin duda muy atentos, pero… quizás no haya sido una buena idea el acceder a esa invitación —sugirió la señora Calet, algo desconcertada.

—¿Por qué no?

—Porque bien, son los príncipes de la nación… y el que te vean bajando de su carruaje, da igual lo inocente que sea la cosa, podría dar lugar a… rumores, ¿sabes?

—Es algo que sería mejor evitar —asintió el señor Calet—. No queremos que se vaya por ahí diciendo lo que no es.

Leonor se sintió súbitamente algo decepcionada. Echó la vista atrás a toda la tarde, y a los últimos tiempos; y de repente se dio cuenta de que sí, de que subirse al coche del príncipe heredero no era algo tan normal como le había parecido en un principio… y de que quizás había estado haciéndose ilusiones un poco irrazonables.

«Al fin y al cabo, él es un príncipe», se dijo. «Una cosa es que sea simpático y agradable y hasta que parezca disfrutar de mi compañía; pero, después de todo lo que ha dicho de su hermano esta tarde… sobre esa princesa… no va a casarse con alguien como yo.»

Desanimada, se sentó en un sofá, y no contestó nada por un momento. Sus padres, creyendo que se había molestado, se inquietaron.

—Ten en cuenta que no lo decimos por ti —aclaró el señor Calet, mesándose el bigote.

Leonor recuperó el habla y les aseguró a ambos que no estaba disgustada. Les dio la razón y dijo que sería más cuidadosa en adelante; y resolvió para sí misma no volver a acercarse tanto al príncipe Eduardo.

Godorik, el magnífico · Página 108

—Pero ¿qué te crees que soy? —gruñó Godorik—. ¿Una metralleta sobre dos piernas?

—¡Santo Beneke! —estalló de repente Mendolina, que hasta entonces había estado escuchando con atención—. ¡Cargarse a todos los Beligerantes! ¡Esto ya está yendo demasiado lejos!

—Pero, señora…

—¿No veis que la mitad de los chicos del nivel se meten en una banda u otra? ¿Qué queréis, despoblarlo todo? ¡Si hasta yo tengo un bisnieto que está con los Beligerantes!

—¿Tiene un bisnieto? ¿Y está con los Beligerantes? —se sorprendió Edri.

—Sí, sí —bufó Mendolina con impaciencia—. En el fondo es un buen chico. ¡Pero esa no es la cuestión! No podéis simplemente matar a todos los Beligerantes; además, si desaparecieran, lo único que pasaría sería que otra banda ocuparía su lugar. No, lo que este muchacho tiene que hacer…

—Este «muchacho» ni es un superhéroe ni tiene tiempo para esto —protestó Godorik—. Lo siento, pero estoy en medio de algo muy importante.

—Iba a decir que lo que este muchacho tiene que hacer es desafiar al líder de la banda —siguió Mendolina, sin prestarle atención—, y derrotarlo y convertirse en el nuevo líder. Así, todos los miembros de la banda lo seguirán a él, y podrá utilizar sus poderes para el bien y no para el mal.

Godorik, que hasta ese momento había tomado a Mendolina por alguien medianamente razonable, se llevó las manos a la cabeza.

—¿Es eso cierto? —preguntó Edri—. ¿Funcionan así las bandas?

—Sí —asintió la señora—. Cuando yo era más joven, y estuve saliendo con el líder de una banda de la sección 12…

—¿Cuando usted qué? —saltó Edri.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 74

74

Vlendgeron, Cirr, Cori y Adda salieron al paso de Kronne el ilusionista. Este no los vio acercarse, y se llevó un susto de muerte cuando de repente aparecieron por la esquina del fuerte.

—¿Qué…? —empezó, echándose hacia atrás. Entonces reconoció al Gran Emperador, y se sobresaltó aún más.

—¡Eh, tú! —llamó inmediatamente Cirr, temiendo que se largara antes de que pudieran sonsacarle nada—. ¿Qué ha pasado aquí?

—¿Qué ha pasado dónde? —preguntó Kronne, confuso.

—¿Dónde está todo el mundo? —interrumpió Orosc, impaciente—. ¿Por qué han abandonado todos el fuerte?

Kronne siguó confuso por un momento; pero como no solo era un gran mentiroso sino que además tenía una mente ágil, sumó dos y dos y conectó rápidamente el ataque prematuro del Bien, el lío resultante, y la avalancha que había bajado de Kil-Kyron.

—Ah —respondió, mirando a Vlendgeron directamente y dándose importancia—, ¿no sabéis que los ejércitos del Bien ya han comenzado el ataque?

Vlendgeron frunció el ceño, disgustado.

—Me lo imaginaba —contestó—. ¿Cuándo?

—Hace unas horas. Los vigías informaron de que los ejércitos de Aguascristalinas habían salido de su ciudad… y se habían dirigido a Valleamor.

—¿A Valleamor? —se extrañó Cirr—. ¿Por qué?

—¿Qué sé yo? —el ilusionista se encogió de hombros—. Alguien dijo que era alguna maniobra de trabajo en equipo.

—¿Dónde está todo el fuerte? —gruñó Vlendgeron.

—Hace un rato cruzó la aldea de Malavaric una multitud procedente del fuerte; supongo que eran los que estáis buscando —le contestó el hombre, con otro gruñido—. Entonces, ¿no queda nadie en Kil-Kyron?

—Nadie —confirmó Vlendgeron—. ¿Dónde se dirigía esa multitud?

—A atacar a los ejércitos del Bien, o eso supongo —dijo Kronne, arrancando a los demás una mirada de asombro—. ¿Y animales? ¿Queda alguno?

—¿Han ido a atacar al enemigo directamente? —se extrañó Cirr—. ¡Esa valentía no es propia de soldados del Mal!

—Esto tiene algo que ver con ese Tzu-Tang, estoy seguro —musitó el Gran Emperador para sí, y se volvió de nuevo hacia el hechicero—. ¿Para qué quieres los animales?

Kronne lo miró divertido.

—Para huir de aquí, por supuesto —dijo—. Lo siento, Majestad Imperial, pero no pienso quedarme por aquí a esperar a que me masacren. Iré a las tierras del Bien y me haré pasar por uno de ellos… hasta que consiga encontrar algún otro lugar al que ir.

—De eso nada —tronó Vlendgeron, de inmediato—. No estamos como para prescindir de gente. Vas a venir con nosotros, y ayudarnos a arreglar esta catástrofe.

—¡Ja! Qué irónico —rió Kronne entre dientes—. ¿A cuántos líderes del Mal tendré que explicarles hoy que lo de sacrificarse por los demás no es lo mío?

El Gran Emperador avanzó un paso, amenazante.

—¿Sacrificarse por los demás? Aquí nadie va a sacrificarse por los demás —bramó—. Aquí vas a obedecer mis órdenes; y sin rechistar.

Kronne dio un paso atrás y alzó las manos, aún sin dejar de sonreír.

—Me temo que no —replicó.

De sus manos surgió un resplandor violeta, que se esparció en dirección a sus oponentes, a la entrada del fuerte, y a las cuadras. Orosc, Cirr, Adda y Cori retrocedieron, intentando esquivarlo; pero era demasiado tarde.

Godorik, el magnífico · Página 107

—Bien, si averigua el código y sabe que el aparato lo tienes tú, claro que puede escuchar tus llamadas —explicó Edri—. Hasta podría localizarte, aunque le hemos sacado el pin, así que le costaría bastante trabajo. Pero hay miles y miles de teledatáfonos modificados realizando llamadas y operaciones todos los días, así que entre esa maraña es prácticamente imposible que la Computadora te detecte a ti.

—Bien, si estáis seguros de esto… —dudó Godorik, volviendo a mirar el cacharro.

—Confía en los profesionales —asintió Edri.

Godorik se lo pensó durante un momento más, observando el teledatáfono con desconfianza; pero luego se lo guardó.

—Está bien; gracias —dijo.

—De nada —Edri se encogió de hombros—. Y no te preocupes; te llamaré si oigo algo raro.

—¿Y qué pasa con los Beligerantes? —saltó de repente Ran—. ¿Vas a hacer algo con ellos?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Godorik, confundido.

—Tú… eres una especie de héroe, ¿no? —musitó Ran—. Los héroes están para ayudar a la gente. ¿No puedes hacer algo para librar al nivel de esos desgraciados?

—Creo que tú has visto demasiadas holofilmaciones —farfulló Godorik.

—No, no, pero tiene razón —exclamó Edri—. ¿Qué has dicho que eras? ¿Investigador independiente? De ahí a héroe solo a

hay un paso, te lo digo yo. ¿No quieres hacer algo por este pobre nivel?

—¿Y qué queréis que haga? —gruñó Godorik, sorprendido ante la ligereza con la que la gente parecía creer que uno se convertía en un héroe; si por ellos fuera, uno pensaría que los implantes metálicos venían directamente con el heroísmo incorporado. Eso era sin duda culpa de las holofilmaciones, que no paraban de contar historias fantásticas sobre superhéroes cyborg.

—¿No puedes cargártelos a todos? —sugirió la chica, con más entusiasmo de la cuenta.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 73

73

Las cuadras de Kil-Kyron estaban adosadas a uno de los lados de la torre, y consistían en un gran edificio de piedra que sin embargo tenía un cierto aire de choza, y que despedía un olor horrible. Allí se guardaban todas las monturas y animales de tiro de Kil-Kyron: las hienas matapersonas; las tortugas gigantes agresivas; los caballos de ojos rojos, que descendían de los caballos normales que habían sido modificados genéticamente para que fueran más malignos, durante la época dorada del Mal; los grandes lagartos azules y verdes con pinchos en la espalda, sobre los que se habían marchado Ícaro Xerxes y los generales, y de los que quedaban muy pocos porque necesitaban mucho espacio y Kil-Kanan no era el mejor hábitat para ellos, y que por eso se usaban últimamente solo en ocasiones especiales. Estos últimos habrían sido los más apropiados para este momento, pero al llegar a las cuadras, Orosc Vlendgeron y compañía se encontraron con que las puertas estaban abiertas de par en par, que muchos animales habían huido también o estaban peleándose unos con otros, y que no quedaba ni uno solo de los lagartos.

—¡Qué catástrofe! —se lamentó Cirr—. ¿Quién ha dejado esto así?

Por suerte, quedaban otros animales. Las tortugas estaban intentando largarse casi todas, aunque eran tan lentas que la mayoría todavía ni se había alejado cien metros del establo; los caballos, que no por ser más malignos se habían convertido en más listos, seguían prácticamente todos allí, paciendo y pegando coces a bichos más pequeños. Las alimañas más grandes que quedaban eran varios osos gigantes, que eran los que estaban en su gran mayoría enzarzándose entre sí y azuzando a otros, prueba de que eran bestias del Mal a más no poder.

Las dos limpiadoras, viendo caca de hiena por todas partes, fruncieron el ceño. Orosc también le echó una ojeada a los alrededores; pero, cuando iba a sentenciar que se llevarían los osos porque todo lo demás no era que digamos muy vistoso, Cirr avistó algo de repente.

—¡Jefe! —gritó—. ¡Se acerca alguien al fuerte!

—¿Qué? —exclamó Vlendgeron, mirando a la lejanía. Efectivamente, por el camino que llevaba a la puerta de Kil-Kyron estaba subiendo alguien: una imitación casi perfecta de Maderico el Viejo y Sordo, cubierto de los pies a la cabeza por purpurina color bronce.

—¿Qué es eso? —exclamó Cori.

—Parece una estatua andante —comentó Adda—. ¿Será una trampa del Bien?

El fontanero se rascó la cabeza.

—Jefe, creo que es uno de los ilusionistas —aventuró—. ¿No había uno que se había intentado hacer pasar por una estatua?

—Pues ha hecho un trabajo bastante convincente —gruñó Vlendgeron—. No sé de dónde viene, pero vamos a su encuentro.

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—Eso está hecho, jefe —exclamó Edri, con entusiasmo—. Dame el código de tu teledatáfono.

—Eh… —dudó Godorik—. No tengo.

—¿No tienes? ¿Quién no tiene un teledatáfono hoy en día?

—Lo perdí —bufó él.

—¿Y ya está? ¿Por esto estás sin teledatáfono? —la chica soltó una carcajada—. ¿Cómo te comunicas?

Godorik farfulló algo.

—Espera, anda —dijo Edri, y se levantó. Cogió su bolso, que estaba colgado de un perchero, y rebuscó en él; sacó un pequeño bulto negro, y se lo lanzó a Godorik—. Toma, para ti.

Él lo atrapó en el aire, y le echó un vistazo. Era un teledatáfono penúltimo modelo, un poco gastado pero al parecer funcional.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó.

—¿Y a ti qué te importa? —dijo Edri, con una risita—. Te llamaré a ese si me entero de algo.

—No, espera —repuso Godorik, alargando la mano para devolvérselo. Pero Edri no lo cogió—. La Computadora puede rastrearme con esto; no puedo llevarlo encima.

—Problemas con la policía, ¿eh? —rechinó Mendolina. A Ran, que seguía junto a la ventana, pareció iluminársele un poco la cara, y miró a Godorik como si de repente pensase que se encontraba frente a un aliado.

—Tranquilo, hombre, tranquilo —contestó Edri, rechazando de nuevo el aparato—. ¿Crees que le birlo a la gente los teledatáfonos y los meto en el bolso y los llevo por ahí sin más complicación? ¿Cuánto crees que tardarían en meterme en la cárcel? Ese cacharro está perfectamente reprogramado para no devolverle las señales a la Computadora; opera en el circuito extraoficial.

—¿Eso existe? —se extrañó Godorik.

—Pues claro —barbotó Ran—. A eso nos dedicamos. No seas tonto; no se pueden simplemente revender teledatáfonos sin más.

—Entonces, ¿la Computadora no puede localizarme con esto? —insistió Godorik.

Una bala para el príncipe · Capítulo XIII

Capítulo XIII

María Lucero y Ludovico Pravano, acompañados por una renqueante y quejumbrosa viuda Perquin, tardaron poco en llegar al barrio que les habían señalado en el cuartel. Necesitaron algo más, eso sí, para dar con la dirección que les habían proporcionado; y cuando entraron por la puerta del establecimiento en concreto, una taberna de aspecto destartalado y cristales muy sucios, ya casi estaba anocheciendo. El local, que no era muy grande ni muy acogedor, no tenía tampoco mejor pinta por dentro que por fuera; a esas horas había ya unos cuantos parroquianos, que sin duda se contaban entre los habituales de la casa, la mayoría de los cuales bebían, fumaban, jugaban a los dados o se ocupaban de sus asuntos sin tener cara de querer que nadie los interrumpiese. Los más ruidosos eran un grupo de jóvenes que, arremolinados en torno a la mesa más grande, gritaban sin parar y coreaban consignas antimonárquicas. Los lideraba Andrés Salazar, y esta era exactamente la taberna en la que le conde Nor había entrado a intrigar no hacía mucho.

Al escuchar lo que vociferaban aquellos jóvenes, la viuda Perquin se sobresaltó, y miró ansiosamente al príncipe Ludovico. Lo último que quería era que se produjese un altercado, y mucho menos en su presencia; si ocurría algo desagradable, habría después muchas preguntas, que no le convenían a ella ni a María, ni, probablemente, a ninguno de los que estaban allí. Pero sus peores temores no llegaron a realizarse. Andrés Salazar, que debido (y pese) a su postura no tenía mucho que ver con nadie relacionado con la corona, habría podido quizás reconocer al rey, o con suerte incluso al príncipe heredero; pero no había manera de que conociese al tercer príncipe, que además se dejaba ver en público en tan pocas ocasiones como podía permitirse; y menos aún bajo la tenue luz con la que empezaba a estar iluminada aquella taberna. De hecho, ni siquiera se fijó en el individuo rubio y bien vestido, aunque cubierto de barro, que acababa de entrar en el establecimiento acompañado por dos señoras; y Ludovico, por su parte, si se dio cuenta de que Salazar existía fue por casualidad, y no dio muestra alguna de ello.

—¡Ese es! —susurró de repente María, señalando disimuladamente en dirección al hombre que, detrás del mostrador, fregaba jarras con parsimonia—. Ese es el anterior comandante. ¡Estoy segura de que es él!

—Prudencia —consiguió intercalar la viuda Perquin.

—Vamos —la ignoró Ludovico, y se dirigió directamente a la barra. María lo siguió con tanto ímpetu como si ardiera la calle.

—¿Qué desean? —les preguntó el hombre, después de echarles una ojeada.

—Es… —empezó el príncipe; pero María lo interrumpió un instante después, situando un dedo acusador frente a la cara de su interlocutor:

—¡Usted, desalmado! ¡Alimaña robaniños! ¿Dónde está mi hijo?

El hombre se echó un poco hacia atrás, sorprendido; no parecía saber de qué iba aquello. Pero Ludovico levantó una mano e hizo a María bajar el brazo.

—¿Es usted el señor Codrenques, el antiguo comandante del cuartel? —quiso saber.

El dueño del local pareció fastidiado.

—Sí —bufó—. ¿Qué quieren?

—¡Maravilloso! —se felicitó el príncipe, y tras ahogar otro par de exclamaciones de María Lucero, explicó—. Quizás reconozca usted a esta señorita, que entró en prisión mientras usted todavía era comandante.

El señor Codrenques entrecerró los ojos y escudriñó el rostro de la mujer, pero no dio muestras de reconocerla.

—No —dijo—. ¿Quién es?

—Se llama María Lucero —le dio otra pista el príncipe.

El antiguo comandante pensó por un instante más, y de repente le llegó la inspiración.

—¡María Lucero! —exclamó, y torció el gesto con disgusto—. Sí, sí que me acuerdo. Mal negocio aquel, que… ¿es usted aquella señorita?

—Sí, caballero, yo soy aquella señorita —gruñó María, y volvió a inclinarse hacia delante con expresión amenazadora—. Usted, siguiendo las órdenes de ese desgraciado del conde Nor, me metió en la cárcel y me separó de mi pobre hijito. Y ahora quiero saber: ¿dónde está mi hijo?

El hombre retrocedió otro poco, pero se recompuso enseguida; y esbozó una expresión de circunstancias.

—Un mal negocio, como ya he dicho —carraspeó—. No fue aquello muy acertado; le pido disculpas…

—¡Disculpas! —barbotó Lucero.

—Sí, sí, obré mal; pero ya ve usted que he recibido mi justa recompensa. Mire cómo he de verme ahora, y todo por haber entrado en su momento en los tejemanejes del conde…

—¿Qué tejemanejes eran esos? —preguntó Ludovico.

—Muchos, y muy diversos —el señor Codrenques se encogió de hombros—. Lo de esta señorita no es más que la punta del iceberg. Pero ve usted: yo, que nunca fui más que, como mucho, su ayudante, que hice poco más que cerrar algún que otro ojo alguna vez… a mí me han investigado, y expulsado del cuerpo, y me veo aquí; mientras que el conde… ¡a ese no le ha pasado nada!

—No me da usted pena —intervino por primera vez la viuda Perquin—. Usted sabía bien que lo que hacía estaba mal, y lo lamenta ahora solo porque le ha acarreado consecuencias desagradables.

—No, no —contestó rápidamente el hombre—. Le aseguro que me arrepiento de lo que hice.

La viuda Perquin alzó las cejas, y dio a entender con su expresión que le resultaba muy difícil creerle.

—¿Se acuerda usted de esta señorita? —insistió, sin embargo—. ¿Y de su hijo?

—Sí, me acuerdo —carraspeó el señor Codrenques, y se volvió hacia Lucero—. Si no me equivoco, el hijo de usted es también el hijo del conde.

A María pareció disgustarle que se lo recordaran, pero asintió con la cabeza.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Qué hizo usted con él?

—No sé dónde está —dijo él—. Después de aquello, yo lo entregué al conde Nor.

A las dos señoras se les cayó el alma a los pies.

—¿Y después? —preguntaron—. ¿Qué hizo el conde con él?

—No lo sé —repitió el antiguo comandante—. Yo solo hice lo que me pidieron… no supe después…

—¡No es posible! —exclamó María, que había visto sus repentinas esperanzas igual de repentinamente truncadas, y que estaba a punto de prorrumpir en llanto—. Querida señora Perquin, no es posible que ese monstruo tenga todavía a mi hijo… pero cómo podemos ir a preguntarle a él…

—Tranquila, hija mía; sosiégate —musitó la viuda.

—Si les sirve de algo —dijo el señor Codrenques, un tanto desconcertado—, conozco a alguien que podría saber algo más del asunto.

—¿Quién es? —saltó María.

—¿Quién es? —repitió la viuda.

—Es la antigua ama de llaves del conde… la señora Ana Martín —contestó él—. Estuvo al servicio del conde hasta no hace tanto, y es posible que recuerde algo de todo esto. Aún vive en Navaseca, así que quizás puedan preguntarle.

María Lucero volvió a animarse tan rápidamente como antes se había descorazonado, y pidió y recibió sin perder un segundo las señas de esta señora Ana Martín. En su momentáneamente recuperado entusiasmo, quiso casi salir corriendo a buscar la dirección que el antiguo comandante les había proporcionado; pero Ludovico aún tenía algo más que preguntar al señor Codrenques.

—Usted sabe como funciona la ley —dijo—. Dígame, ¿sería posible denunciar al conde Nor por estos hechos con el testimonio de la señorita Lucero y la confesión de usted?

El antiguo comandante, al oír algo referido a una confesión suya, agrió el gesto inmediatamente. Ya iba a replicar que había esperado que todo lo que allí se había dicho fuese estrictamente no oficial, pero María lo sacó del apuro, gritando rápidamente:

—¡Ah, no, no, no! ¡Ni hablar! Por mucho que deteste al conde, y que quiera verlo entre rejas, no pienso hacer una cosa así. ¡Meterme en más problemas, ahora que parece que estoy saliendo de ellos! ¡Y con lo taimado que es ese maldito conde, seguro que consigue hacerme encerrar otra vez! No señor: yo quiero encontrar a mi hijo, pero por lo demás, no quiero que esto vaya a la ley, o que el conde se vuelva a acordar de mí para nada.

Ludovico pareció decepcionado. Para él todo aquello era un misterio como los que se leían en las historias de criminales y de aventuras, y en su planteamiento la cosa no podía acabar bien si no era con todos los malvados en la cárcel y los honrados restituidos en todos sus plenos derechos. Pero no hubo forma de hacer que María cambiase de opinión. Lo único que ella quería, en aquel momento, era ir a buscar a Ana Martín, y solo con grandes esfuerzos pudo convencerla la viuda Perquin (a ella y a Ludovico, que tampoco tenía un gran respeto por la convención social) de que ya era demasiado tarde para andar por barrios desconocidos y más aún para llamar a la casa de nadie, y de que tendrían que esperar al día siguiente para continuar su investigación. No obstante, no consiguió con esto, como había esperado, librarse de la compañía del príncipe, que pese a la pequeña desilusión que le había supuesto el que María Lucero se negase a colaborar en la completa resolución de la aventura seguía dispuesto a llegar al final del misterio del paradero de Nicolasito; y que insistió en volver a brindarles su ayuda a la mañana siguiente.

—Una última cosa —murmuró el señor Codrenques, inclinándose hacia Ludovico, cuando los tres ya se disponían a marcharse.

—¿Qué es? —preguntó Ludovico.

—Mucho me equivoco si no es usted el tercer príncipe de la nación, ¿no es así? —susurró el excomandante, haciendo que la viuda Perquin volviese a sobresaltarse—. Escuche, le digo esto de buena fe, y porque de verdad quiero reparar algo del mal que he hecho. Aquí, en una taberna, oye uno muchas cosas… y han llegado a mis oídos ciertos rumores; ciertos rumores de que el hermano de usted, el príncipe heredero, no está a salvo en Navaseca… de que alguien intenta atentar contra su vida. Diga usted esto a su hermano, porque tengo la certeza de que no son rumores infundados.

Ludovico pareció muy confuso por un momento.

—Lo haré —afirmó al fin.

Godorik, el magnífico · Página 105

—Yo escuché el otro día una cosa de unos implantes —rememoró Edri, como quien no quiere la cosa—. A un tipo al que le birlé el teledatáfono; iba hablando sobre la fabricación de unos implantes, que no avanzaba lo suficiente…

—¿Dónde escuchaste eso? —preguntó Godorik, con la mosca detrás de la oreja—. ¿Y a quién?

—Creo que fue en el nivel 17 —murmuró Edri—. Era un tipo que iba hablando por el teledatáfono, y parecía muy alterado. Decía algo así, que no se estaban fabricando suficientes implantes y que a ese ritmo no podrían avanzar con el plan… me acuerdo porque me llamó la atención; no pensaba que en la ciudad hicieran falta tantos implantes como para tener que fabricar muchos. ¡Si conseguir una licencia de cyborgización es imposible!

Godorik frunció el ceño, muy interesado.

—¿Qué más escuchaste? —quiso saber.

—Nada más, porque después de eso le di el tirón al aparato —se rió la chica.

—¿Lo tienes todavía?

—No, qué va. Ya lo vendí.

Él resopló, decepcionado.

—¿Por qué? —preguntó Edri—. ¿Es importante?

—Escucha —dijo a eso Godorik—, vosotros os movéis por muchos niveles diferentes, ¿verdad?

—Sí. Pero ¿qué es lo que pasa?

—Os he dicho que estoy investigando un complot relacionado con unos implantes —explicó Godorik—. Necesito todas las pistas posibles. Si volvéis a escuchar algo por el estilo, ¿podríais informarme?

Ran gruñó algo incomprensible.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 72

72

Descendieron hasta la planta baja, y cruzaron el portón de la fortaleza, que estaba abierto de par en par. Restos de mecedoras desfondadas y astilladas yacían por el suelo, igual que si la hubiese atravesado un vendaval.

—Mucha gente ha salido por esta puerta —sentenció Cori, agachándose a examinar los restos—. No creo que Kil-Kyron se haya tragado a sus habitantes; han huido.

—¿Estás leyendo las huellas del suelo, o qué? —se extrañó Cirr.

—¿Hola? —saltó Cori, ofendida—. Soy una limpiadora; sé lo que digo.

El Gran Emperador los acalló con un gesto, concentrado observando los rastros sobre los que Cori había llamado su atención. Sí; era evidente que mucha gente había salido de allí a toda prisa, lo que eliminaba la posibilidad (por otra parte, muy inquietante) de que el fuerte de Kil-Kyron hubiese decidido tragarse a sus habitantes.

—Tendremos que seguir el rastro —decidió—. Quedarnos aquí preguntándonos qué ha pasado no nos llevará a nada.

—Pero, jefe —protestó Cirr—, eso es muy arriesgado; estamos rodeados por todas partes por territorios del Bien, y apuesto a que estarán más que contentos de echaros mano.

—Y bien, ¿qué alternativa propones? —gruñó Vlendgeron—. Por todo lo que sabemos, también la gente del Bien puede haber salido huyendo de repente; y quedarse aquí no es un plan mucho más seguro, puesto que ahora la fortaleza está desprotegida frente a cualquier ataque. Tenemos que llegar al fondo de esto, hagamos lo que hagamos.

—Puede ir alguno de nosotros —sugirió Adda—, y así su Majestad Imperial no tendrá que exponerse al Bien en persona. Pese a todo quedarse en el fuerte sigue siendo lo más seguro.

—Estoy hasta las narices de dejar que otros lo hagan todo por mí —se negó Orosc—, y de no salir nunca de Kil-Kyron. No, vamos a ir todos; y si nos encontramos a los siervos del Bien (porque, siendo realistas, lo más probable es que el Bien tenga algo que ver con todo esto) les plantaremos cara como si fuésemos los últimos hombres malignos sobre la tierra; e no es del todo imposible que lo seamos.

—¿¡He ido a arreglar una cañería, y mientras tanto se ha acabado el mundo!? —se horrorizó Cirr.

—Dímelo a mí; yo estaba en el baño —dijo Vlendgeron, y señaló hacia uno de los lados del fuerte—. Vamos. A los establos.

Godorik, el magnífico · Página 104

—Aclaradme una cosa —masculló Godorik, mientras masticaba—. ¿La policía interviene alguna vez cuando ocurren cosas de estas?

—De vez en cuando —respondió Edri—. Entonces hay tumultos, y es el caos en las calles. Pero a no ser que pase algo muy grave no suelen intervenir, porque el nivel 1 está muy lejos.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Godorik—. ¿Es que no hay policía en el nivel 25?

—Claro que hay, pero es poca. Y casi todos los agentes están corruptos… así que cuando se monta un escándalo muy grande traen a la policía de los niveles superiores. Pero es lo que dijimos antes: a la Computadora no le interesa demasiado lo pasa en los niveles bajos.

—No sabía que eso fuera así —murmuró Godorik.

—Pero ¿qué hacías tú en el nivel 25?

Godorik gruñó.

—Estaba de paso. Podrías decir que soy un investigador… tengo la sospecha de que hay un complot que pone en peligro la ciudad, y estoy intentando desenmascararlo. Pero la policía me ha ignorado y ha intentado detenerme, así que ahora estoy fuera de la ley.

—¿Qué clase de complot?

—No estoy seguro. Solo puedo deciros que si escucháis cualquier cosa que tenga que ver con implantes, desconfiéis… ¿de acuerdo?

—¡Implantes! —exclamó Mendolina, y se echó a reír—. Como si yo fuera a fiarme de los implantes modernos. En mis tiempos, los implantes todavía eran otra cosa… tenías la seguridad de que cuando te implantaban algo no podían leerte el cerebro…

—¿Leerte el cerebro? —se extrañó Godorik.

—Sí —asintió Mendolina—. Eso es lo que dicen que pasa con los implantes modernos. Léelo; lo sacan en todas las revistas…

—Señora, eso son tonterías de los editores, que no saben cómo vender —protestó Godorik—. Aunque…