El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 71

71

En efecto, a través de los corredores por los que habían venido se escuchaba algo: un suave tintineo metálico. Orosc, Adda y Cori salieron al pasillo precipitadamente, y aguzaron el oído para detectar de dónde procedía aquel sonido.

—¡Está cerca! —farfulló Vlendgeron, echando a andar—. ¡En marcha!

Avanzaron hasta el final de la galería. El tintineo se hizo cada vez más y más notorio, hasta que estuvieron lo suficientemente cerca como para comprobar que venía de los conductos de cobre del fondo… y que algo se movía tras ellas.

—¿Quién hay ahí? —tronó el Gran Emperador.

Una un tanto sucia cabeza asomó por encima de las tuberías junto con una llave inglesa y unos alicates. Pertenecía a Mario Cirr, el fontanero-Consejero Imperial.

—¡Oh, hey, jefe! —exclamó alegremente—. ¿Qué pasa?

—¡Cirr! —lo saludó Vlendgeron, aliviado—. ¿Qué haces aquí?

—¿Cómo que qué hago aquí, jefe? —se extrañó el fontanero, sacando un pañuelo y limpiándose un poco la cara—. Arreglo tuberías.

—¿Dónde está todo el mundo?

—¿Eh? ¿Dónde? No sé; por aquí no ha pasado nadie en un rato.

—Ya lo sé; la fortaleza está vacía —se impacientó Orosc—. ¿Sabes qué ha pasado?

—¿Cómo que la fortaleza está vacía? —repitió Cirr, sorprendido, y escaló fuera de las tuberías—. Eso no puede ser. ¿Qué queréis decir?

—Eso: que no queda nadie en todo el fuerte excepto estas señoritas, tú, y yo —bufó Vlendgeron—. ¿Tú tampoco te has enterado de nada?

—No, yo llevo cuarenta y cinco minutos con esta juntura que no cierra ni a la de tres, y… pero ¿dónde ha ido todo el mundo?

—No lo sabemos, y estamos buscando a alguien que nos lo explique —frunció el ceño Cori Malroves.

—Pues ese alguien no soy yo —se rascó la cabeza Cirr—. Jefe. ¿Os acordáis de cuando desapareció la Sin Ojos? ¿Así, sin hacer siquiera «puff»?

—Sí… oh, no —Vlendgeron se llevó las manos a la cabeza—. ¿Crees que eso es lo que le ha pasado a todo el fuerte?

—Todo esto es muy extraño —remarcó Adda.

—Pero ¿cómo desapareció la Sin Ojos? —se alarmó Cori—. ¿Es que acaso el fuerte se está tragando a gente?

—No lo sé, y no suena muy plausible —concedió el Gran Emperador—, pero hasta que lo averigüemos, no es la mejor idea quedarse aquí dentro. Vamos; todos fuera.

Godorik, el magnífico · Página 103

—Sí, ya —farfulló Godorik, dejando caer sus posaderas sobre el sofá.

—Eres un cyborg, ¿verdad? —preguntó Ran.

Godorik pasó la vista de uno a otro, con expresión de fastidio.

—Sí —contestó.

Ran entrecerró los ojos.

—¿Uno legal?

—No… no exactamente —carraspeó Godorik.

—¿Tú también eres miembro de una banda? —intervino Ran—. Los miembros de las bandas a veces se implantan brazos mecánicos, u otras cosas. Como ese tipo que casi nos tira del quad…

—No, no —negó Godorik—. Lo que ocurre es que sufrí un accidente.

—¿Qué clase de accidente?

—Me pegaron un tiro y luego me caí por el Hoyo —explicó Godorik, incómodo—. Un… conocido me operó para salvarme la vida.

—Qué historia más extraña —acusó Ran, que parecía nervioso; seguía mirando por la ventana como si esperase ver aparecer una tropa por la calle de un momento a otro.

—Ya —gruñó Godorik. En ese momento volvió a entrar Mendolina Rodríguez, llevando un plato de revuelto de pescado, que estampó sobre la mesa.

—Cómete eso —ordenó—. ¿Cómo decías que te llamabas?

—Soy Godorik Díaz —contestó este, contemplando el revuelto de pescado con un suspiro. Pero seguía teniendo hambre, así que se sentó a la mesa y comenzó a comer.

—Bien, Godorik, pues he de decirte, como ya le he dicho a estos muchachos, que has tenido mucha suerte de que yo pasara por la zona ocho en ese momento. Estar en la calle cuando se declara un altercado es muy peligroso, y…

—Ya se lo hemos explicado varias veces —se lamentó Ran—. No ha sido culpa nuestra.

—Culpa o no culpa, podríais estar muertos ahora mismo —continuó regañándoles Mendolina—. Esos Beligerantes…

Una bala para el príncipe · Capítulo XII

Capítulo XII

El magnífico tiempo que hacía aquel día no solo había impelido a Ludovico Pravano a salir de casa e ir a enterrarse entre el fango, sino que también su hermano mayor, Eduardo, había aprovechado la tarde para ir a tomar el fresco. Un poco más convencional que Ludovico, sin embargo, había preferido dar un paseo por el parque de Navaseca, el que estaba junto al río; y librarse por un rato de todos aquellos compromisos y obligaciones sociales que llevaban atenazándolo desde que había llegado a la ciudad.

Ese había sido, al menos, su plan. Resultó un poco más difícil de cumplir de lo que había esperado, puesto que debido al buen tiempo media Navaseca había salido a pasear; y siendo aquel el parque más grande, por no decir el único, que había en la localidad, casi toda la gente a la que habría preferido evitar estaba concentrada allí. Eduardo consiguió rehuir al grueso de ellos, pero no se libró de tener que saludar a unas cuantas personas, cuando lo que en realidad querría haber hecho era olvidarse de todos ellos por una tarde.

Al cabo de un rato de internarse por todos los caminitos del parque para intentar eludir a gente, y acabar cada vez saliendo a terreno abierto justo delante de otro personaje al que quería ver aún menos, Eduardo se decidió por fin a aventurarse por el paseo que flanqueba el río. Para su sorpresa, pues él habría creído justo lo contrario, este estaba mucho menos concurrido; aunque no tardó en averiguar la razón, y es que al estar cerca del agua había, aún en aquella época del año, en sus inmediaciones una considerable cantidad de mosquitos.

Sin embargo, hasta los mosquitos podían resultar menos molestos que los ministros y embajadores, y el príncipe prefirió probar suerte por aquel camino. Tras avanzar unos cien metros, se percató de que no era el único intrépido; en uno de los bancos al lado del camino estaba sentada Leonor Calet, abanicándose a la sombra de un ciprés. Leonor Calet no entraba en la lista de personas que Eduardo quería evitar, ni siquiera aquella tarde, así que, en lugar de intentar perderse otra vez por un atajo, se adelantó hasta llegar a su altura.

—Buenas tardes —la saludó.

La señorita Calet, que estaba mirando las musarañas, se sobresaltó. Volvió la cabeza, y al ver de quién se trataba, enrojeció como un tomate.

—¡Buenas tardes, su Alteza! —respondió, incorporándose de un salto.

—Por favor, no se levante —la detuvo Eduardo—. ¿Le importa que me siente a su lado?

—¡Por supuesto que no! —aseguró Leonor, volviendo a sentarse y haciendo lugar para Eduardo en el banco—. Aunque… no es este el banco más principesco del mundo.

—¿Qué insinúa? —Eduardo se sentó también, con una sonrisa—. ¿Que, como no es un banco principesco, no tengo derecho a sentarme?

Ella se escondió detrás del abanico para disimular otra sonrisa.

—¡Por favor! Yo nunca insinuaría algo así.

Eduardo la miró con mal fingido sarcasmo.

—¿Qué insinuaría entonces?

—Nada en absoluto —carraspeó ella—. Las personas bien educadas, como yo, no insinúan cosas.

Ambos se rieron por lo bajo, y se hizo el silencio por un instante. Al cabo de un momento, Eduardo dijo:

—Hace un día muy bueno, ¿no es cierto?

—Sí, un día precioso —asintió Leonor, y luego añadió—. Me ha sorprendido un poco verle por aquí, pero imagino que haciendo un tiempo tan espléndido sería un desperdicio no salir a pasear.

—Así es, y supongo que lo mismo vale para usted. Pero, si no es indiscreción, ¿cómo es que ha venido usted aquí sola?

—¡Oh!, no estoy sola —aseguró Leonor—. He salido a dar una vuelta con mis hermanos; pero se han encontrado con unos conocidos, y se han adelantado.

—¿No la han esperado a usted?

—Bueno… tampoco quería inmiscuirme entre ellos y sus amistades —se ruborizó Leonor—. Quizás debería haberme quedado en casa con mis padres, pero me apetecía salir.

—Entiendo. ¿Cuántos hermanos tiene usted?

—Cinco.

—¿Todos varones? ¿Es usted la única hija?

—Así es, y la menor.

—¡Vaya! Entonces, se ve que usted y yo compartimos la misma experiencia: la de no tener ninguna hermana —sugirió el príncipe, con una risita.

—Es cierto: también su Alteza tiene nada más que dos hermanos —coincidió Leonor.

—Sí, eso es —contestó Eduardo, y de repente pareció algo abatido. No dijo nada más, pero a Leonor no se le escapó su imprevisto cambio de humor.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Sí, sí —aseguró el príncipe—. No es nada; es solo que… no, no es nada.

Leonor, que era muy delicada, no quiso insistir.

—¿Sabe? —añadió entonces Eduardo—. En realidad, he salido a dar un paseo esta tarde para no encontrarme con nadie.

—Y ha tenido que encontrarse conmigo, y arruinar su tarde —completó Leonor, algo sorprendida.

—¿Qué? No, no —dijo rápidamente Eduardo—. No era eso lo que quería decir. Con quien no quería encontrarme era con todos esos embajadores y otros señores que participan en las conferencias, y a los que hay que saludar con tanta ceremonia. Bueno, y a los habituales del hotel, que también… en fin. En realidad, no, no quería encontrarme con nadie; pero usted es una notable excepción.

—¿De verdad? —se asombró Leonor.

—Claro —aseguró Eduardo—. Tengo que decirle que… disfruto mucho su compañía, señorita Calet.

Leonor enrojeció todavía más. Intentó ocultarse otra vez tras su abanico, pero este no era lo suficientemente grande como para taparla entera, así que al final no le quedó más remedio que contestar.

—Me siento muy honrada —respondió al fin—. Yo también disfruto mucho en su compañía, su Alteza.

—Llámeme Eduardo; es mi nombre, al fin y al cabo, y a veces parece que nadie lo usa.

—Llámeme Leonor, entonces —musitó tímidamente la chica—. Dígame, ¿por qué está tan mustio?

—¡Oh, no! No estoy mustio; no se deje engañar. Es solo que… —Eduardo se mordió el labio, fastidiado—, bien, a veces las obligaciones principescas son algo desagradables.

Leonor volvió a parecer sorprendida.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, hay que estar todo el día haciendo cosas que a uno no le interesan, y tratando con personas con las que no tiene mucho que ver —suspiró el príncipe—. Si le soy sincero… las conferencias, por ejemplo, no son ningún tema que me apasione; pero aquí estoy, y tengo que asistir, me guste o no. Y luego está el asunto de mi hermano… pero no quiero aburrirla a usted con estas cosas.

—Eduardo, sin duda ya se habrá dado usted cuenta de que a mí me interesan muchas cosas que los demás consideran aburridas —contestó Leonor.

—Es cierto; y esa es una de las razones por las que aprecio su compañía —concedió el príncipe—. Esa, y su buen sentido e inteligencia.

—Me hagala usted —dijo Leonor—. Pero, descuide: no me aburre.

Eduardo sonrió.

—En realidad, quizás no debería hablarle de esto —caviló—, aunque es posible que ya haya llegado a usted de todas maneras por otras vías. ¿Ha oído hablar del compromiso que el difunto rey de Menisana proyectó entre mi hermano Carlos y la princesa Aletna de San-Wick?

Leonor manifestó que algo había oído de ello.

—Se trata de un asunto bastante importante —reconoció Eduardo—, por diversos problemas fronterizos con otros territorios. Para la corona sería vital que Carlos se convirtiese en rey de Menisana. Sin embargo, Carlos… bien, ya ha conocido usted a mi hermano. Las responsabilidades políticas no son su mayor preocupación, y no desea casarse con la princesa Aletna.

—Sin embargo, tratándose de un tema tan importante… —aventuró Leonor.

—Mi hermano no ve, o no quiere ver, su importancia —refunfuñó Eduardo—, y mi padre es incapaz de presionarle. Así que yo intento a menudo convencerle de que, aunque le disguste, debe atender a sus responsabilidades, como hacemos también los demás. Pero reconozco que soy un poco insistente, y… bien, se lo ha tomado muy a mal.

A lo lejos se escuchó una bocina. Una pequeña barcaza se acercaba por el río.

—Pero ¿es que no quiere convertirse en rey de Menisana? —preguntó Leonor.

—No, aunque eso le trae más bien sin cuidado; creo que a lo que más objeta es al matrimonio con esta princesa, aunque aún no la conoce. Yo lo lamento; es mi hermano pequeño, y no querría obligarlo a hacer nada que no quisiera, pero me temo que no tengo elección. El comportamiento de Carlos es perjudicial para el reino, a mi modo de ver… y perjudicial para él mismo, en otros aspectos.

—Eso es terrible —dijo Leonor—, pero ¿no hay forma de hacerle cambiar de opinión?

—Espero que la haya; pero… —Eduardo miró al río, donde la barca que había dado el bocinazo se acercaba cada vez más. De repente, algo le llamó la atención; se levantó de un salto—. Un momento. Ahí…

De un par de zancadas, se asomó por la baranda que daba al río. La barcaza, que era más bien un pequeño barco de recreo, estaba llena de gente hasta los topes; un montón de jóvenes parecía haber aprovechado el buen día para ir a navegar y emborracharse, o quizás más bien para emborracharse y después ir a navegar. Armaban mucho jaleo, y no dejaban de dar bocinazos, y de arrojar objetos contra los patos desprevenidos que la barca se encontraba en el agua a su paso.

Leonor se levantó también, y fue a ver qué pasaba. En uno de los lados de la barcaza, el que daba hacia ellos, distinguió a Carlos Pravano, bebido como una cuba y cantando y gritando aún más alto que los demás.

—Oh —se le escapó a la chica; pero Eduardo ya se había llevado la mano a la frente, y exhibía una expresión tan desesperada como furibunda.

—¡Eh! ¡Pero si está ahí mi hermano! —gritó de repente Carlos, localizándolos con la vista. Sonriente, como si nunca en la vida hubiese estado enfadado con Eduardo, se volvió hacia ellos—. ¡Eh, Eduardo! ¡Hola, querido hermano!

Saludándolo con entusiasmo, asomó medio cuerpo fuera por el borde de la embarcación. Pero la barca, que no solo cargaba más peso de la cuenta sino que además llevaba este mal distribuido, se inclinó un poco; y Carlos, que iba bastante ebrio, no mantuvo el equilibrio y fue de cabeza al agua.

Godorik, el magnífico · Página 102

Godorik cerró los ojos, y durmió otras muchas horas. Al despertar, se encontraba mucho mejor. El plato de pastel de coliflor seguía en la mesilla de noche, ya completamente frío. Lo olisqueó un poco, y resultó que no olía tan mal; al final, probó una cucharilla, y le supo bien, así que terminó por comérselo. Después, se levantó, y salió por fin de aquella habitación.

La casa de Mendolina Rodríguez era un piso pequeño, lleno de cortinas, manteles estampados y encajes de plástico por todas partes. Exploró un poco dos habitaciones, que no tenían una pinta muy distinta del dormitorio en el que él se había despertado, antes de llegar al salón; y allí se encontró con Mendolina, que pulsaba botones afanosamente en la máquina de hacer punto, y a Edri y Ran. La primera estaba sentada a la mesa, y el segundo miraba ansioso a través de la ventana.

—Hola —saludó Godorik, con voz ronca.

—¿Ya estás despierto? —se sobresaltó Mendolina, pulsando sin querer una ristra de botones equivocada. Pasó la vista de Godorik de nuevo hacia la pantalla, fastidiada, y pulsó repetidas veces el botón de deshacer, con furia. Después, se levantó—. Tendrás hambre; te voy a buscar algo de cenar.

—¿Cómo estás? —preguntó Edri, mientras Mendolina desaparecía por el pasillo, y ella saltaba rápidamente hacia la máquina de hacer punto y pulsaba el botón de pausa, que a la anciana se le había olvidado—. ¡Menudo susto nos diste!

—Estoy bien. ¿Qué pasó? —preguntó Godorik, aún algo confuso.

—Cuando dejamos atrás a los Beligerantes, te caíste redondo —gruñó Ran, que seguía oteando la calle—. Por suerte, no nos encontramos a ningún grupo más.

—Conseguimos llegar a casa de Mendolina sin problemas —rió Edri, que seguía de muy buen humor—, pero luego nos diste mucho trabajo, ¿sabes? Fue casi imposible subirte hasta aquí. Pesas como una vaca obesa.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 70

70

Mientras tanto, en Kil-Kyron se desarrollaba una escena bien distinta. Orosc Vlendgeron, que al volver del baño se había encontrado con un salón de estrategia vacío y desolado, y que al dar una vuelta por los pasillos buscando a sus generales había comprobado que el resto del fuerte estaba igual de vacío e igual de desolado, peinaba ahora una planta tras otra en busca de alguien que pudiera explicarle qué acababa de ocurrir. Lo más que había encontrado hasta el momento, sin embargo, habían sido un par de limpiadoras que al comienzo de la avalancha estaban fregando la Alacena Imperial, y que tampoco se habían enterado de nada y al salir de la alacena se habían visto envueltas por el mismo silencio sepulcral que el Gran Emperador. Ahora acompañaban a Orosc, y los tres subían y bajaban escaleras sin atreverse a separarse demasiado, por si acaso un monstruo devorahombres había tomado la fortaleza y se dedicaba a atacar a sus víctimas de una en una.

—Pero, entonces —insistía Vlendgeron, estupefacto—, ¿no habéis escuchado nada?

—Nada de nada, Vuestra Majestad Imperial —decía Cori Malroves, una de las limpiadoras—. Claro que estábamos en la alacena, que está muy recogida, y allí casi no llega el ruido.

—Pero ¿qué ha podido pasar? —siguió preguntándose Vlendgeron—. ¡Solo he ido a mear cinco minutos!

—Quizás ha habido una alarma de ataque aéreo —sugirió Adda Rojasangre—, y han evacuado el fuerte.

—Sea lo que sea, ¿es que nadie se podía tomar treinta segundos para ir a avisarme? —rugió Orosc; pero, preocupado por esa posibilidad, indicó a Cori—. Mira por la ventana, a ver si ves algo.

—No, no veo nada —contestó Cori, asomándose por uno de los ventanales—. Por este lado, al menos.

—Lo mejor será ir a ver si alguien ha hecho sonar las campanas —dijo Adda—. Es la única forma en la que han podido avisar a todo el mundo tan rápido.

—Pero no hemos escuchado las campanas —discutió Cori.

—Bueno, estábamos en la alacena —Adda se encogió de hombros.

—No, yo tampoco he escuchado nada —gruñó Orosc—, y el servicio al que fui no estaba tan retirado.

—¿Qué puedo decir? Tal vez estemos todos sordos —dijo Adda—. Pero no está de más ir a comprobar las campanas.

Así que subieron al penúltimo piso (en el último estaba la cantina, pero las campanas y el puesto de vigía estaban situados en un saliente justo debajo de esta) y fueron a ver si había indicios de que alguien hubiese hecho sonar las alarmas. No encontraron tales indicios, y los banderines que señalaban peligro inminente tampoco estaban alzados; pero sí parecía que el puesto de vígia hubiese sido abandonado con gran precipitación.

—¡Qué extraño es todo esto! —se sorprendió Cori, que al igual que los demás no conseguía explicarse aquel misterio. Pero en ese momento Vlendgeron alzó una mano, pidiendo silencio.

—¡Callad! —exclamó—. ¡He oído algo!

Godorik, el magnífico · Página 101

Gruñó algo, y la puerta se abrió. Entró Mendolina Rodríguez, con una bandeja de horno cubierta de algo verde y humeante.

—¿Ya estás despierto? —preguntó—. ¡Qué bien! Justo a tiempo para probar mi pastel de coliflor, que ha salido de rechupete; tus dos amigos ya han dado buena fe de ello. ¿Cómo te encuentras?

—Cansado —barbotó Godorik.

—Muchacho, tenías que estar muy agotado para desmayarte de esa manera —le recriminó Mendolina—. Los jóvenes no pensáis más que en vivir la vida, y no os dais cuenta de que el cuerpo no puede seguir todas esas tonterías…

—Estoy haciendo algo importante —bufó Godorik—. ¿Dónde estamos?

—¡En mi casa, por supuesto! —exclamó la anciana, haciendo algo de sitio en la cómoda y dejando la bandeja sobre ella—. En mi casa, en la zona 10.

—¿En qué nivel? —farfulló Godorik.

—En el nivel 25 —confirmó Mendolina, extrañada—. ¿De qué nivel eres tú?

—En este momento, estoy un poco… desnivelado —dijo él, que en ese instante lo único que quería era volver a tumbarse.

—¡Santo Petrofio! —chilló la ancianita—. ¡Ese chiste ya era malo cuando yo era niña! Joven, lo mejor será que te tumbes, pruebes un poco de mi pastel de coliflor, y te eches a dormir otra vez. Se ve que no te encuentras bien.

Godorik no se encontró con ganas de protestar, y acabó por hacerle caso. Se tumbó otra vez sobre la cama, y observó cómo Mendolina le servía un plato de pastel de coliflor, que tenía una pinta asquerosa. Por suerte, no tuvo que probarlo, porque Mendolina se lo dejó encima de la mesilla de noche, y después salió inmediatamente con su bandeja.

—Descansa —fue lo último que dijo.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 69

69

Al fin, la masa de generalidad y capitanía y comandancia se detuvo, a poca distancia de la milicia de Aguascristalinas. Ícaro Xerxes y los generales Vonagorre y Bursagas se adelantaron, montados en unos lagartos malignos y malolientes del tamaño de caballos que se guardaban en Kil-Kyron para las ocasiones especiales. Con las prisas, habían estado a punto de no tener tiempo de llevárselos, y de bajar la colina a pie como todo el mundo; pero el capitán Dorotil, que tenía muy buen ojo para esos detalles, había logrado convencerlos de que se parasen un momento antes de salir, con el argumento de que el que los líderes llegaran al campo de batalla a pie dejaría muy mala (y en este caso mala quería decir buena) impresión.

Ícaro Xerxes, que cabalgando sobre su lagarto era la más imponente visión de la fuerza y la maldad y la juventud, se adelantó aún un poco más a los dos generales.

—¿Quién es vuestro líder? —exigió saber, con un gesto grandilocuente hacia las masas benignas.

—¡Soy Arole Sanvinto, y te hablo en nombre de esta delegación de ciudades del Bien! —ladró rápidamente Sanvinto, antes de que Barbacristal pudiera adelantársele y decir nada. Su colega le dirigió una mirada envenenada—. Te digo, siervo del…

—¡Ícaro Xerxes Tzu-Tang! —la voz límpida y cristalina de Maricrís lo interrumpió, y se alzó sobre todas las demás. A pesar de que solo había escuchado el nombre de Ícaro Xerxes una vez, y de pasada, lo recordaba perfectamente. Su grito sobresaltó incluso al mismo Aragad, que, viendo de repente todas las miradas fijas en ellos, se encogió un poco. Pero luego comprendió que como conductor del tándem de la miembro honoraria de los servicios sociales tenía que hacer su parte, y sacó pecho y pedaleó un poco, hasta que su bicicleta pasó de su posición más retraída a una que se adelantaba incluso a la de Sanvinto… que, todo sea dicho, no pareció nada complacido.

—¡Marinina Crysalia Amaranta Belladona! —correspondió Ícaro Xerxes, mirando asombrado a Maricrís. En el asiento trasero del tándem, al igual que sobre su montura Ícaro Xerxes era un portento de malignidad y poderío, Marinina parecía la criatura más bella, bondadosa y resplandeciente que jamás había existido.

—¡Ícaro Xerxes! —repitió Marinina, alzándose sobre los pedales y dejando sus largos y dorados cabellos ondear al viento—. ¡Nos encontramos de nuevo! ¡Oh, y en qué terribles circunstancias!

—No son terribles —afirmó Ícaro Xerxes—, puesto que son las que van a posibilitar que el Mal cumpla por fin con su destino supremo.

—¡Cuán errados son tus caminos! —se lamentó Marinina—. El único destino que el Mal puede cumplir es desaparecer. ¡Escúchame, Ícaro Xerxes! Sé que hay bondad en tu corazón. ¡Mira a tu alrededor, y observa cuánto dolor y cuánta desgracia crea la existencia del Mal! Convéncete de que sus días están contados, y únete… ¡uníos, queridos amigos, a la senda del Bien!

—¡No, Marinina! —contestó a eso Ícaro Xerxes—. Eres tú la que yerra, puesto que no hay ni habrá nunca bondad en mi corazón. ¡Al contrario!, ¡mira tú a tu alrededor, observa qué mundo tan espantoso ha establecido el reinado del Bien! Sé que la oscuridad puede apoderarse de ti una vez más; tengo fe en que te darás cuenta de que te equivocaste, y volverás al lado del Mal. ¡Únete a mí, Marinina Crysalia Amaranta Belladona, y masacremos juntos a esos bondadosos mequetrefes que se hacen llamar benignos!

Y, tanto por una parte como por la otra, la atmósfera comenzó a enrarecerse, con Marinina e Ícaro Xerxes cada uno emitiendo respectivamente sobre todos los presentes sus irresistibles efluvios luminosos u oscuros.

Godorik, el magnífico · Página 100

«¿Me habrán drogado?», se preguntó, confuso. Sus alrededores no parecían la clase de lugar amenazante en la que los científicos locos de las holofilmaciones se dedicaban a retener y a drogar a gente. (La vivienda de Manni y el doctor Agarandino, por su parte, sí que tenía más aspecto de ello.) Continuó sentado en el borde de la cama durante unos momentos, cavilando, cuando de repente se escuchó un pitido procedente del cuarto de al lado.

—¡El horno! —escuchó la voz de Mendolina Rodríguez, a la vez que una sucesión de pasos apresurados que se acercaban por delante de su puerta y luego volvían a alejarse—. ¡Se me quema el pastel de coliflor!

Godorik se frotó los ojos, soñoliento. Recordó que había ido a visitar a Nicodémaco Gidolet, solo para encontrar una vivienda vacía y un extraño mensaje sobre no-sé-qué iniciativa; que después había bajado hasta el nivel 25, se había encontrado con aquellos dos muchachos, Edri y Ran; que después habían empezado a aparecer hombres armados por todas partes, y luego una ancianita con un quad, y que se habían subido al quad y un cyborg había intentado asaltarles y… ya no se acordaba de mucho más.

—¡No, no se ha quemado! —volvió a escuchar la voz de Mendolina—. ¡Edri, querida! Prueba mi pastel de coliflor.

En cualquier caso, parecía que ahora estaba en casa de aquella anciana tan extrema, o al menos en su compañía. Godorik se dijo que eso de despertarse en casa de algún chiflado extravagante empezaba a parecer una costumbre; pero no supo qué conclusión extraer de ello. Apoyó el codo en la cabecera de la cama, y estuvo a punto de quedarse dormido allí sentado; pero alguien llamó a la puerta, y lo despertó de nuevo.

Una bala para el príncipe · Capítulo XI

Capítulo XI

Las artes de la viuda Perquin habían dado su fruto, y Alejandro Sorés y Samanta Vaseli, para gran desconcierto tanto de la familia de esta como de los conocidos de aquel, se casaron poco después. Casi de inmediato se marcharon de luna de miel, dejando a todo el mundo igual de sorprendido que cuando anunciaron su súbito compromiso, y que el día en el que efectivamente se casaron.

Por lo demás, la vida siguió adelante, relativamente monótona para todo el mundo… excepto para dos personas, que eran las que más se habían beneficiado de la boda de Sorés: la viuda Perquin y María Lucero.

Sorés había cumplido su palabra, y había movido un par de asuntos y hecho gala de su influencia ante algunas personas; y gracias a ello, María Lucero había salido por fin de la prisión, después de años de injusto encarcelamiento. Deleitándose en su nueva libertad, los pensamientos de Lucero habían ido sin embargo desde el principio en una sola dirección: encontrar a su hijo, Nicolasito, del que la habían separado al detenerla, y del que no había vuelto a saber nada.

Y a este empeño dedicaron ella y la viuda de inmediato todos sus esfuerzos, aunque con más entrega que eficiencia. No sabían ni por dónde empezar, y María tardó muy poco en verse frustrada de nuevo: no se había imaginado que encontrar a alguien en el gran mundo sería tan difícil.

Una tarde no mucho después, las dos mujeres estaban paseando por la ribera del río de Navaseca, cavilando sobre el asunto. A fin de poder pensar con tranquilidad, habían evitado el paseo de adoquines de arenisca del parque que discurría al lado del río, por el que a esas horas se estaba aireando todo el mundo, y se habían bajado hasta la misma orilla; y ahora andaban por la tierra y el fango, reflexionando sobre qué hacer a continuación.

—¡Si solo supiera dónde buscar! —se lamentaba María—. Pero hemos preguntado ya en casi todos los orfanatos de la ciudad, y no han sabido decirnos nada. Y dice usted que entre sus círculos no ha podido conseguir ninguna información útil…

—Ninguna, aparte de que el conde Nor está ahora en Navaseca —rezongó la viuda—, pero lo mejor será que lo evitemos mientras sea posible. Sigue siendo un hombre rico y prominente, y no queremos buscarnos más problemas.

Al poco, y a pesar de que habían bajado allí para no encontrarse mucha compañía, se toparon con alguien. Un joven rubio, muy bien vestido pero de aspecto un tanto descuidado, estaba escarbando en el lodo a pocos metros de ellos; tenía a un lado un cubo y una pala, y se había llenado los pantalones de barro. Por su expresión, estaba muy concentrado; tanto, que ni siquiera volvió la cabeza cuando ellas se acercaron.

La viuda Perquin pareció reconocerlo, y quiso pasar de largo, pero María no le hizo caso; se aproximó y lo saludó animadamente.

—Buenas tardes —dijo—. ¿Qué está usted haciendo?

—Estoy catalogando la flora que hay aquí en el río —contestó distraídamente el hombre, aún sin mirarlas. En ese momento, estaba cavando alrededor de una florecilla violeta, y en cuanto consiguió desenterrar sus raíces la extrajo de la tierra y la arrojó dentro del cubo.

—¿Cómo es eso? —quiso saber Lucero, pese a la cara larga de la viuda.

—Quiero saber qué crece aquí y qué no, porque este tipo de tierra… —respondió el joven, mirando a un lado y a otro, buscando una nueva víctima vegetal. Localizó una con la vista, la señaló con el dedo, y levantándose movió su cubo hasta allí. María lo siguió—. Vea, vea; esta planta, que se conoce como…

Y empezó a soltar latinajos y a explicarle a su recién llegada interlocutora todo lo que la botánica (y él) encontraban interesante en aquella mata. Lucero, que no era muy brillante ni tenía una educación muy acusada, no entendió gran cosa; pero eso no le importó demasiado, porque de todas maneras rara vez ponía algún interés en lo que la gente decía, sino que se limitaba a sonreír y asentir con la cabeza mientras los ignoraba. Aquella no fue tampoco una excepción, y, aunque escuchó pacientemente todo lo que el desconocido tenía que decir, cuando terminó se quedó igual que si no hubiera dicho nada.

—¡Qué interesante! —dijo, sin embargo; y a continuación, y sin que nadie le hubiera preguntado, comenzó a narrarle al desconocido todos sus propios problemas, desgracias e historia de su vida.

El joven pareció ignorarla a ella como ella le había ignorado a él, y siguió a lo suyo; al menos, hasta que llegó a la parte de cómo había perdido a su hijo, y cómo no sabía qué hacer para recuperarlo. Súbitamente, el hombre volvió la vista hacia ella.

—Pero es evidente —replicó—. La solución es muy simple: buscar al hombre que se llevó a su hijo.

—¿Qué quiere usted decir? —se sorprendió María.

—Dice usted que la detuvieron y la llevaron al cuartel de Navaseca, y que allí el comandante se llevó a su hijo —resumió el joven—. Así que lo más lógico, para empezar, sería ir a buscar a ese comandante.

—Eso no es tan fácil —intervino de repente la viuda Perquin—. Ese comandante fue depuesto hace ya varios años, debido a un escándalo de corrupción. El que hay ahora es otro distinto; no sé dónde acabó el anterior.

—Bueno, pero quizás puedan decirnos eso mismo en el cuartel —dijo el hombre, como si fuera lo más evidente del mundo. Recogió su cubo y su pala, y se levantó—. ¿A qué esperamos?

—Pero… —barbotó María Lucero, sorprendida, ante esta inesperada oferta de colaboración.

Aunque más que una oferta pareció ser una imposición, porque el joven echó a andar sin decir nada más, y se dirigió hacia las escaleras que subían al parque. Las dos mujeres, confundidas, lo siguieron; a mitad de la subida, él se detuvo en seco y volvió a mirarlas.

—¿Dónde está el cuartel de Navaseca? —preguntó.

Así que la viuda Perquin y María Lucero tuvieron que guiarlo hasta el cuartel de policía, lo que implicaba cruzar un buen trecho de ciudad, y aquel tipo seguía con los pantalones completamente cubiertos de barro. Pero eso no pareció molestarle en absoluto; al contrario, durante todo el camino lo único que hizo fue inquirir sobre más detalles de la desgraciada aventura de María Lucero y su separación de Nicolasito, y se veía que se estaba tomando todo aquello como quien se empeña en resolver el misterio de una novela detectivesca.

—Pero, oiga; ¿quién es usted? —quiso saber María, desconcertada.

—Soy Ludovico Pravano —se presentó el joven, sin más ceremonia. La viuda Perquin, que ya había creído reconocerlo, suspiró; pero María Lucero se asombró mucho.

—¡Cómo! —exclamó—. No puede ser. ¿Es usted el tercer príncipe?

—Sí, más o menos —refunfuñó Ludovico, un poco disgustado ante el hecho de que supiesen quién era. Pero el disgusto le duró poco, porque inmediatamente siguió haciendo preguntas sobre las desventuras de los Lucero, y las posibles opciones que podía haber para encontrar a Nicolasito.

Cuando irrumpieron en el cuartel, María estaba extasiada. Al principio toda aquella idea de ir a preguntar al mismo cuartel no la había convencido mucho, porque por supuesto temía que algo fuese mal, y que por la razón que fuera volviesen a detenerla; pero ahora, con un príncipe a su lado que se había interesado por su caso, se sentía dignificada y poderosa, y en perfectas facultades para exigir la verdad a aquellos matones que se hacían llamar policías. ¡Y que alguien se atreviera a toserle al tercer príncipe de la nación!

La viuda Perquin, más cauta, y que además conocía la reputación de completo despistado que tenía Ludovico Pravano, albergaba aún bastantes recelos sobre aquella excursión. Pero estos, aunque fundados, resultaron en vano; porque en cuanto llegaron al cuartel se formó allí un revuelo impresionante, con la mitad de los policías de servicio intentando organizarse para formar en honor a su Alteza Real, y la otra mitad intentando conducirlos de inmediato a la presencia del comandante. Al final, fue el comandante el que salió de su oficina, y saludó apropiadamente a Ludovico con expresión desconcertada.

Ludovico no se dejó distraer, y permaneció ajeno a todo el caos que se había armado por su culpa.

—¿Desde cuándo es usted comandante aquí? —preguntó de inmediato.

Extrañado, el comandante le informó de que llevaba siendo jefe de aquella estación desde hacía tres años y medio. Como la detención de Lucero había ocurrido hacía incluso aún más tiempo, Ludovico quiso saber dónde se encontraba el anterior comandante.

—No lo sé —respondió el comandante actual—. El anterior comandante fue acusado de cargos de corrupción, tráfico de influencias y asociaciones ilícitas, y depuesto de su cargo. No sé si llegó a pasar algún tiempo en prisión, pero no sé dónde está ahora.

María refunfuñó algo por lo bajo.

—Tantos años he estado yo en la cárcel siendo inocente de todo, ¿y este desalmado ni siquiera llegó a pisarla?

Pero a Ludovico el aspecto humano de aquel asunto le importaba un comino, así que se centró en la parte pragmática.

—¿Sabe dónde podríamos averiguar su paradero? —insistió.

El comandante comenzó a encogerse de hombros.

—Espere —intervino uno de los policías que contemplaban aquella extraña escena—. ¿Estamos hablando del antiguo comandante, el señor Codrenques?

—Ese es —dijo el comandante.

—Yo sé dónde está —anunció entonces el policía—. Desde que lo cesaron del servicio, lleva una taberna en el barrio de Calaspatas.

María Lucero dio un salto de alegría, mientras Ludovico le pedía al hombre las señas exactas del establecimiento. Salieron de allí muy poco después, dejando al comandante (y al resto del cuartel) perplejos, y el motivo de su visita algo oscuro.

—¿No os lo dije? —se vanaglorió Ludovico, con aire de suficiencia.

—¡Vamos! —les urgió Lucero—. ¡Tenemos que ir a visitar a ese ex-comandante!

—María, querida, ya es algo tarde —hizo notar la viuda, aunque más como un disimulado intento de librarse de Ludovico (del que aún desconfiaba) que porque la hora la molestase. Pero nadie la escuchó.

—Vamos hacia allá —anunció, más que sugirió, el príncipe, arrancando a andar.

—¡Vamos! —coreó Lucero; y la viuda Perquin tuvo que resignarse.

Herodes y la Estrella · Fuentes

Fuentes:

La Estrella de Belén: Vista por la astronomía, por Nick Strobel, Bakersfield College, California

La guerra judía (c. 70 de la era cristiana)

Antigüedad judía (c. 94 de la era cristiana)
Por Joseph Bess Matthies, también conocido como Flavius Josephus—historiador judío (c. 38-100 de la era cristiana).

Dinastía de Herodes—una dinastía judía, que dominó Judea desde el año 37 antes de Cristo hasta el 92 de la era cristiana.

El Evangelio según San Mateo

El Evangelio según San Lucas

Tácito (c. año 56 al 118 de la era cristiana): ANALES

 

Traducido del original en inglés por R. Espinosa.

Nota: Bienvenidos los comentarios y nueva información que el lector/público tenga. No dudéis en escribir. Muchas gracias.

New London, Connecticut

Julio de 2015

 

Autores: Charles Frink & Resurrección Espinosa