Godorik, el magnífico · Página 99

Godorik volvió a abrir los ojos después de haber soñado con un extraño bloque de tres pisos, en el que los ascensores paraban siempre en lugares aleatorios, y todo el mundo en el segundo piso se asomaba por las ventanas y saludaba a la calle. Inmerso todavía en esa dinámica, no se dio cuenta al principio de dónde estaba, y tardó medio minuto en conseguir separar el sueño de la realidad.

—¿Dónde estoy? —farfulló, mirando a su alrededor. Se encontraba tumbado en una cama en un dormitorio de paredes grisáceas, según la moda de décadas atrás, y una ventana redonda enmarcada por cortinas de flores igualmente anticuadas. Las sábanas estaban igualmente plagadas de dibujos de florecillas y pájaros cantarines; y los únicos muebles en la habitación aparte de la cama eran un armario y una cómoda cubierta por marcos electrónicos que iban mostrando diversas fotos de niños jugando, celebrando su cumpleaños y presentándose a su primer Examen de Conocimiento Computacional.

Como estaba solo en la habitación, nadie le respondió. Godorik se incorporó un poco en la cama, y la cabeza le dio vueltas. Eso le trajo malos recuerdos; la última vez que se había despertado en esa clase de circunstancias, la mitad de él había sido sustituida por piezas metálicas. Albergando de repente la peregrina idea de que ahora podían haber sustituido también lo que aún quedaba de él, se llevó las manos a la cara; pero, para su gran alivio, esta seguía siendo de carne y hueso.

Una vez tranquilizado respecto a este punto, se sentó sobre la cama. Se sentía cansado, y no le apetecía nada moverse; al contrario, lo único que quería era volver a tumbarse y dormir la mona durante una semana.

Herodes y la Estrella · X

ESCENA 12

(El Astrónomo y el Aprendiz entran por la derecha, caminan al centro. Están aliviados y un tanto cansados.)

Aprendiz Estoy contento de estar de vuelta en casa. Pero algo ha cambiado. Los colores son más brillantes: el amarillo brilla; el rojo destella; el verde da esperanza. Y las sombras son profundas. No puedo esperar a ver las estrellas esta noche.

Astrónomo Para nosotros las estrellas nunca serán lo mismo. La nueva luz estará ahí para guiarnos. Y pregunto: ¿cuánto les tardará al resto de los mortales para ver lo que nosotros hemos visto, y seguir el camino? ¿Cuánto tiempo, cuánto?

 

(Cantante canta A Christmas Carol, o cualquier villancico alegre que celebre el nacimiento o la esperanza que la fiesta representa.)

 

Gracias por vuestra atención

 

Los autores

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 68

68

Esto tomó por sorpresa a todos los benignos contendientes, tanto a los de Aguascristalinas como los de Valleamor. Barbacristal, Sanvinto, Marinina, Veritas, y los demás miembros de la compañía volvieron las cabezas y contemplaron atónitos cómo la masa de capitanía y generalidad y comandancia rodaba hacia ellos, con un intervalo de colisión esperado de no mucho más de quince minutos.

—¿Qué es esto? —bramó Sanvinto, que fue el primero en recuperar la voz—. ¿Cómo han podido adelantarse a nosotros? ¡La ventaja era nuestra!

—¡La ventaja habría sido nuestra si no te hubieras desviado con la intención de ir a sospechar de las narices de tus compatriotas! —vociferó Barbacristal, en respuesta—. Sin duda los vigías del Mal han avistado los movimientos de tropas, y han preparado rápidamente una contraofensiva.

—¡Barbacristal, no estoy de humor para tus insultos! —chilló rápidamente Sanvinto—. ¡Yo solo he hecho lo que era mejor para el Bien!

—Uhm… —trató de interrumpir Canca Veritas, sin quitar los ojos del ejército que se acercaba—, ¿qué hacemos ahora? Estarán aquí en diez minutos.

Los Sumos Sacerdotes se miraron fastidiados, y parecieron entender que la situación era un tanto urgente.

—¡Dad la vuelta! —empezó a gritar Sanvinto, gesticulando exageradamente y señalando a su columna de combatientes, que estaba vuelta hacia Valleamor y ofreciendo la espalda al enemigo—. ¡Todos los milicianos, dad la vuelta! ¡Y nosotros, retrocedamos; tenemos que llegar a la retaguardia… a la nueva vanguardia, quiero decir!

—¡Valleamorosos, avanzad! —tronaba mientras tanto Barbacristal, en dirección a los suyos—. ¡Tenemos que reunirnos con los aguacristalinos, y ofrecer un frente unido!

Así que los dos ejércitos comenzaron a moverse, y maniobraron confusamente para colocarse en posición y ofrecer una cara digna al enemigo. Para cuando los siervos del Mal se acercaron a pocos centenares de metros de ellos, habían logrado organizarse medianamente; y Sanvinto, Barbacristal, Marinina, Veritas, el jefe de los servicios sociales de Valleamor, y sus acompañantes en los tándems estaban al frente y vigilaban el avance del enemigo con expresión dignificada.

—¡El Mal! ¡Ellos lo representan! —sollozó Maricrís—. ¡Ahí los tenemos por fin!

—¡No sufráis, hermosa doncella! —trató de animarla Aragad—. ¡Les venceremos!

Pero Marinina no le escuchaba; y, en su lugar, observaba con detenimiento las filas enemigas, buscando a alguien.

—¡Allí! —exclamó al fin, sin poderse contener—. ¡Allí está él!

Godorik, el magnífico · Página 98

Mendolina ya estaba pisando el acelerador con todas sus fuerzas, pero, por si hacía algún efecto, hundió el pie en el pedal cuanto pudo. Godorik, que aún observaba fijamente al hombre del arpón (que empequeñecía rápidamente en la distancia), vio que este se movía un poco, señal de que aún no estaba muerto del todo. Los otros pandilleros, a los que habían dejado ya bien atrás, se acercaban corriendo a él; pero ya no tenían posibilidad de alcanzarles, y aunque se escucharon algunos disparos la mayoría de ellos parecía más preocupada por atender a su compañero herido que por vengarse de los ocupantes del quad.

—¿Lo hemos conseguido? —preguntó Mendolina, que aún no veía gran cosa con tantos pasajeros entre ella y la acción—. ¡Lo hemos conseguido!

—¡Eso les enseñará a no meterse con nosotros! —decía en ese momento Edri, triunfante, levantando el puño contra ellos—. ¡Mequetrefes!

—Eh, eso ha estado genial… otra vez —comentó Ran a Godorik, con una sonrisa de triunfo solo un poco más comedida que la de Edri—. Se ve que no hay que tocarle las narices a un opositor, ¿eh?

Godorik, no obstante, no contestó. De repente se sentía muy pesado, y le costaba mantener los ojos abiertos. Al cabo de un momento, se desplomó fláccido como una damisela, y Ran y Edri tuvieron que sujetarlo para que no se cayera del vehículo.

Herodes y la Estrella · IX

ESCENA 11

(El pianista toca Sinfonía Pastoral de Handel. El pastor, acompañado del niño, entra por la izquierda, lleva su gallado. Camina despacio, pero no está cansado o enfermo, como al principio. Cuando llega al centro se para por un momento, se pone en cuclillas, acaricia un cordero imaginario en la cabeza y lo toma en brazos. El hijo, Rafael, mira a la distancia, hacia la derecha.)

Rafael Nunca he subido tan alto.

Pastor Cuando las ovejas se comen la hierba que hay abajo, empiezan a subir la montaña en busca de pasto. Cuando la hierba crece otra vez, ¡a bajar se ha dicho!

Rafael ¡Nunca había visto nada tan de lejos!

Pastor Parece que está lejos.

Rafael No quiero irme de aquí nunca. Quiero ser un pastor.

Pastor Es una vida dura.

(El chico se vuelve a mirar al pastor.)

Rafael Lo sé, pero es una vida cercana a la tierra. No quiero pasar mi vida peleándome con otros hombres por dinero.

Pastor ¡Eres tan sabio, y tan joven!

(El piano toca el acorde que representa al Ángel, quien entra por la derecha. El Pastor, que ha estado ocupado con el cordero, no se entera que el Ángel ha llegado hasta que empieza a hablar.)

Ángel ¡Alégrate, amigo…

(El chico se vuelve a mirar al recién llegado, y con temor se abraza a la cintura de su padre. El Pastor escucha al Ángel con calma.)

Ángel …el primero de los fieles seguidores, el primero que aprendió a entender el corazón del Salvador—que no tendrá una vida fácil, como se podría esperar. Será despreciado, rechazado, un hombre con penas, que conoce muy bien el dolor. No hará a Sus hijos libres por su destreza con lanzas y espadas en el campo de batalla. Su naturaleza es la de un luchador del espíritu, un maestro, una voz que clama en el desierto: “¡Preparad el camino del señor!” Será el camino del arrepentimiento, del perdón, de la compasión, de la humildad, de la curación, de la piedad, del sacrificio. Reconfortará a los que se lamentan, consolará a los que son insultados y perseguidos. Abrirá los ojos de los ciegos, destapará los oídos de los sordos. Dará de comer a su rebaño como un pastor, tomará a los corderos en sus brazos y los abrazará contra su pecho. Para los que creen, Su nombre será Maravilloso, Consejero, Rey de reyes, Señor de señores, Príncipe de la paz. ¡Adiós, amigos…por ahora!

(El Ángel se va.)

Rafael Creo que entendí muy poco.

Pastor Ya te llegará la hora. Vamos más arriba a ver lo lejos que podemos ver.

(El Pastor pone en tierra al cordero imaginario. Rafael toma el cayado. Mientras el coro canta Angels We Have Heard on High, el Pastor y su hijo miran hacia arriba, entonces salen por la izquierda.)

 

Autores: Charles Frink & Resurrección Espinosa

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 67

67

La delegación de cabecillas de la milicia de Valleamor se apresuró en avanzar, para llegar hasta ellos lo antes posible. Barbacristal, que dirigía un tándem cuyo asiento trasero estaba ocupado por un jovencito trompetista con aspecto de despistado, parecía furioso.

—Arole, ¿qué significa esto? —tronó nada más llegar, deteniendo su tándem con un derrape. Sus demás acompañantes, que incluían al jefe de los servicios sociales de Valleamor y a un par de sacerdotes de menor rango, tampoco estaban muy contentos.

—Mi querido Barbacristal, no te sulfures —le exhortó Sanvinto—. Estamos aquí únicamente para ayudaros, como una prueba de la amistad entre Valleamor y Aguascristalinas.

—¡Prueba de amistad!, ¡prueba de amistad! —farfulló Barbacristal—. ¿Es una prueba de amistad el acercarse a nuestra ciudad con un ejército? ¿Qué pretendes, Arole?

—Me hiere, mi querido amigo, que confíes tan poco en mí —declamó Sanvinto teatralmente—. Como ya he dicho, únicamente queremos acompañaros, para asegurarnos de que podemos luchar a vuestro lado en esta vital batalla contra el Mal.

—¿Qué te hace pensar que necesitamos que nos acompañen? —bramó Barbacristal—. Nos ves saliendo de Valleamor, y ¿a dónde crees que vamos a ir? ¿Qué te imaginas, que vamos a dar media vuelta y marchar a atacar algún otro sitio?

—No hay necesidad de ponerse desagradable —frunció el ceño Sanvinto—. No entiendo cómo puedes siquiera insinuar esas cosas, tan impropias del pensamiento de un seguidor del Bien…

Barbacristal hizo sonar el claxon de su tándem, iracundo. El trompetista, que miraba a su alrededor como si estuviera en Babia, se sobresaltó.

—¿Insinuar? —respondió Barbacristal, al que le centelleaban rayos metafóricos sobre la cabeza—. Yo no insinúo nada, Sanvinto. Al contrario: afirmo que crees que puedes cometer los actos más inapropiados, y que solo necesitas maquillarlos un poco con palabras rimbombantes que suenen remotamente a bondad…

—Mi querido Barbacristal, no pienso tolerar esta clase de lenguaje… —interrumpió Sanvinto, casi escupiendo. Pero Barbacristal no dejó de hablar, con lo que ambos empezaron a gritar al mismo tiempo.

—… y que nos conformaremos con eso, pero tengo noticias para ti: no todos somos tan estúpidos…

—… ni estas indecentes calumnias, pues yo no deseo otra cosa que el triunfo definitivo del Bien y la paz duradera…

Aragad volvió la cabeza para consultar con la mirada a Marinina, y se encontró a esta contemplando la escena con ojos muy abiertos y asustados.

—Hermosa doncella… —musitó, preocupado. Maricrís no contestó, así que terminó—. Esto va a acabar mal. Si se pelean otra vez como en las Bellas Planicies…

—¿Cómo puede estar pasando esto? —se lamentó Marinina.

—¡Tenéis que detenerlos! —la exhortó Aragad—. Vos podéis hacerlo: os escucharán.

—Pero… yo… —protestó Maricrís, y volvió a mirar a los dos Sumos Sacerdotes, que en ese momento se escupían ya las palabras más hirientes el uno al otro de voz en grito. Sí, Aragad tenía razón; solo ella podía detener aquello, y por tanto debía hacerlo. Reuniendo fuerzas, se puso en pie sobre los pedales del tándem y se aclaró un poco la voz, preparándose para pedirles a ambos que olvidaran sus diferencias y volvieran al camino de la armonía y la amistad, que todos tanto deseaban; pero aún no había podido decir nada cuando un miembro de los servicios sociales llegó a toda pastilla y frenó su bicicleta apresuradamente frente a ellos. (Los exploradores y los de la avanzadilla, que tenían que moverse más rápidamente, iban en bicicletas en vez de en tándems; el trabajo en equipo estaba muy bien, pero todo tenía sus límites.) Aunque casi sin aliento, gritó tan alto que consiguió acaparar la atención de los dos benignos y vociferantes líderes.

—¡Sumos Sacerdotes! —chilló, y señaló el camino que llevaba a Kil-Kanan, por el que una gran masa de hombres vestidos con siniestras y oscuras armaduras avanzaba rápidamente hacia ellos—. ¡Los ejércitos del Mal vienen hacia aquí!

Godorik, el magnífico · Página 97

Edri, más expeditiva, se retorció como pudo y comenzó a pegarle patadas a la mano metálica del hombre. Sin embargo, esto sirvió de poco; el hombre (que era otro joven con la cara tapada, y que llevaba a la espalda una serie de cachivaches electrónicos) no se inmutó, y en su lugar se aferró al quad también con su mano derecha, esta sí de carne y hueso.

—¡Ah, no, no! —exclamó Edri, y le dio una patada en esta. Eso sí fue efectivo, y el hombre volvió a soltarla de repente; pero siguió sujetándolos con su mano-arpón. Godorik, mientras tanto, consiguió por fin abrirse paso entre sus dos jóvenes compañeros, y se abalanzó sobre la mano metálica de su atacante.

—¡Suéltese! —ladró, intentando obligarle a desasirse.

El hombre, sin embargo, cerró el puño derecho, y echándose hacia delante le dio a Godorik un puñetazo en plena cara. Godorik, sorprendido, no reaccionó a tiempo para apartarse, y lo encajó de lleno. Se vio impulsado hacia atrás, y se dio un golpe contra Ran.

—¡Ay! —exclamó este. Por suerte, estaba bien sujeto al vehículo, y pese a lo inestable de este ni él ni Godorik cayeron al suelo.

—Brbfff… cabrón —gruñó Godorik, frotándose la mandíbula, un tanto desorientado por un momento. Pero enseguida volvió en sí; y se tiró de nuevo contra el hombre, que pese a los mejores esfuerzos (y las mejores patadas) de Edri ya había conseguido escalar la parte trasera del quad. Por suerte, esto quería decir también que había soltado su arpón. Sin contenerse, Godorik le devolvió otro puñetazo con todas sus fuerzas, y con su propia mano cibernética; el hombre perdió asidero y salió despedido hacia atrás, volando varios metros antes de estrellarse contra el suelo.

—¡Ahora! ¡Acelere! —gritó Edri a Mendolina.

Una bala para el príncipe · Capítulo X

Capítulo X

Ese día empezaban por fin las ya tan esperadas conferencias internacionales. Eduardo Pravano dio un magnífico y muy aburrido discurso inaugural, y el duque Onerspiquer hizo otro tanto; y después le tocó el turno a varios otros ministros y embajadores, que fueron un poco menos magníficos pero por desgracia no menos aburridos. Hacia media mañana, la mitad del auditorio estaba ya dormida o a punto de dormirse; los insignes barones y marqueses daban cabezadas, y hasta a los organizadores se los podía atrapar de vez en cuando mirando por la ventana con expresión ausente.

El único que parecía estar bien entretenido era el conde Federico Nor, que estaba sentado en la penúltima fila garabateando cosas sobre un papel; y este interés se debía más que nada a que no estaba escuchando apenas una palabra de lo que se decía en las conferencias, que no le interesaba en absoluto. No, el conde Nor estaba allí con un solo objetivo: el de acabar con la vida del príncipe heredero, el hijo mayor del rey Alfonso Pravano.

El conde Nor tenía ciertos problemas con la monarquía; o quizás sería mejor decir que tenía ciertos problemas personales con el rey. Este conde era un personaje no muy luminoso, al que nadie que lo conociera en profundidad apreciaba demasiado; y sin embargo, años atrás había sido un personaje ilustre en la corte real, y se había codeado con los más altos cargos y con los propios monarcas. Había gozado de muchas dignidades e influencias, pero él mismo se había labrado el camino al infortunio con su participación en numerosos asuntos de honorabilidad dudosa, incluido un duelo de honor que había terminado por hacerlo caer en desgracia ante los egregios cortesanos. El conde Nor había entonces hecho todo lo posible por recuperar su reputación; y al cabo de un tiempo había conseguido limpiar ligeramente su nombre. Llegó a aspirar otra vez a ser nombrado general del ejército, una distinción que lo habría restablecido con todo su honor y privilegios ante la alta sociedad; pero ese nombramiento dependía del rey Alfonso XI, que ya por ese entonces, a pesar de que aún era bastante más joven y alocado (casi tan joven y alocado como ahora su hijo Carlos), no tenía al conde Nor en muy alta estima. Alfonso le había denegado esa posición, esgrimiendo argumentos de poco peso que no ocultaban el disgusto que sentía hacia la persona del conde; y este había visto, también por otros motivos pero principalmente debido a esto, cómo sus esperanzas de recuperar su posición se esfumaban frente a sus ojos. Había acabado recluyéndose en sus dominios, no muy lejos de Navaseca, y llevaba años rumiando su rencor y fantaseando con vengarse del rey Alfonso, al que echaba la culpa de todas sus desgracias.

Y ahora, la oportunidad parecía presentársele en bandeja de plata. El imbécil de Onerspiquer había organizado unas conferencias con una seguridad más que deficiente, y el hijo mayor de Alfonso se encontraba allí, ajeno a cualquier animadversión que los invitados pudieran sentir hacia él. ¡Qué gran golpe sería para el anciano monarca perder a su heredero, y más aún, según los rumores, el único de sus hijos que servía para algo! ¡Qué desastre, quizás, también para el reino! Al conde Nor no le importaba; la dinastía Pravano no le gustaba, y no le importaría ver cómo caía y se extinguía. Por su parte, había planeado su actuación de forma que no levantaría sospechas en torno a su persona, y así esperaba lograr llevar a cabo sus funestas intenciones sin sufrir ninguna consecuencia.

El día de las inauguraciones, el conde Nor permaneció en el palacio de congresos hasta altas horas de la tarde, hasta que prácticamente todos los asistentes y también sus Altezas Reales se hubieron marchado ya. Al día siguiente, sin embargo, se fue un poco más temprano; y al salir del palacio de congresos se dirigió a los bajos fondos de la ciudad, a una taberna en concreto que ya conocía.

Pidió algo de beber y se sentó junto a la ventana. No tardó en llamar su atención un grupo de jóvenes estudiantes, que, todos a la misma mesa, juraban y bebían y gritaban obscenidades. Uno de ellos, especialmente ruidoso, golpeaba la mesa con su cerveza y hacía comentarios burlones sobre el Estado en general, y la corona en particular; y los otros parecían seguirle.

El conde Nor se acercó a ellos, y, como sabía tratar con la gente y cuando quería podía resultar muy agradable, se hizo rápidamente un hueco en su compañía. Estuvo conversando con el que llevaba la voz cantante, que se llamaba Andrés Salazar, y era un estudiante de Derecho pobre como una rata y antimonárquico a más no poder.

—Ah, sí, la arrogancia de la corona es tremenda —entró en su juego el conde—. ¿Y qué hay de todo ese derroche de dinero y recursos, que podrían dedicarse a asuntos más útiles?

—Exactamente —se acaloró Salazar—. Como esa nueva ley que pretende aumentar la recaudación… y ¿a dónde va después toda esa recaudación, digo yo? ¿Eh? ¿Lo sabe usted?

—Sí, o estas conferencias internacionales que se están celebrando ahora en la ciudad —siguió Nor, ignorándole—. ¡Qué cosa más absurda! Un gasto enorme para organizarlas y traer aquí a todos esos peces gordos de dentro y de fuera, y luego ¿para qué? ¿Qué va a salir de ello? Yo se lo diré: nada, porque no van a tratar temas importantes… todo lo que se va a decir allí es pura tontería…

—Es una vergüenza —sentenció Salazar, dando un puñetazo sobre la mesa.

—Lo es —coincidió el conde, dando un sorbo a su bebida; y luego añadió, como si se le acabara de ocurrir—. ¿Y si pudiésemos darles un buen susto a todos esos aristócratas que viven en sus torres de cristal?

—¿Cómo? —se extrañó Salazar.

—Podríamos gastarles una broma —sugirió el conde—. Algo que les llamase a la realidad, y demostrase a todos esos príncipes y ministros y embajadores que no están tan lejos de morder el polvo como se imaginan.

—Eso sería hilarante —se rió Salazar, que ya estaba ligeramente borracho—. Pero ¿cómo lo haríamos?

—Se me ocurre una cosa —el conde Nor alzó un dedo; el resto de los jóvenes se inclinaron hacia delante para prestarle atención—: un aviso de bomba.

—¡Un aviso de bomba! —exclamó uno, asustado.

—No sé yo si… —dudó Salazar.

—No me refiero, por supuesto, a poner una bomba de verdad —aclaró Nor—. No hay que ir tan lejos; al fin y al cabo, solo queremos gastar una broma. Me refiero a dar un aviso falso, y dejar que las conferencias se revolucionen. Será divertido ver a los conferenciantes salir huyendo del palacio de congresos como una estampida de cucarachas.

Salazar, y varios otros, estallaron en carcajadas.

—¡Esa es una gran idea! —exclamó uno de ellos—. Sería desternillante.

—¡Tenemos que hacerlo! —rugió Salazar—. Eso les enseñaría a no creerse tan importantes.

Nor sonrió, y pareció un gran gato ronroneante y satisfecho.

—Sería aún mejor si pudiésemos asegurarnos de que este falso aviso llega a los mandamases, y no lo descarta la policía por el camino. Quizás hasta yo pueda ayudaros; conozco a uno que trabaja en la seguridad…

Eso entusiasmó aún más a los jóvenes, que poco más y quisieron levantarse e ir a dar aquel falso aviso en aquel mismo momento. El conde Nor tuvo que calmarlos, y asegurarles que aquella tarde las conferencias ya habían terminado, y que tardaría un tiempo en contactar con su amigo y conseguir que le ayudase.

—Pero no os preocupéis —terminó diciendo—. Yo os diré cuándo estará todo listo, y cuándo podremos gastar la broma.

Herodes y la Estrella · VIII

ESCENA 10

(Hannah se sienta en un taburete, moliendo vigorosamente cereal imaginario con utensilios que solamente podemos visualizar por sus movimientos. Su hijo, Rafael, está a su lado sujetando la imaginaria bolsa donde su madre pone el cereal que ha molido. Hannah se para un momento para pasarse la mano con la frente y suspirar, entonces continúa.

Entra el Pastor por la izquierda, y se queda mirando a Hannah. Rafael lo ve, deposita su saco imaginario en el suelo, y corre a abrazar a su padre, agarrándolo con fuerza por la cintura.

Rafael — ¡Papá! Creí que te habías ido para siempre. Intentaba no llorar cuando lo pensaba, pero la verdad es que no podía parar.

(Hannah ni siquiera los mira. Sigue moliendo como si nada.)

Hannah — Así que ¿has terminado ya de adorar al Mesías?

Pastor — Lo adoraré mientras viva.

Hannah — ¡Qué gran idea! Y esperas que en veinticinco años o lo que sea, cuando el niño esté crecidito y se haya hecho un gran guerrero, él nos liberará de nuestros opresores. ¿Eso piensas?

Pastor — De alguna manera, lo hará.

Hannah — ¿Nos librará de nuestra pobreza? ¿Del hambre? Debes saber que tuve que ir al vecino y pedirle un puñado de mijo para hacer un poquito de pan. ¡Tuve que mendigar! ¡MENDIGAR! ¿Qué clase de hombre eres? ¿Qué clase de esposo? ¿No tienes orgullo?

Pastor — Nunca he sentido orgullo.

Hannah — Ya veo. Ni una pizca se te ve. Te quedas ahí sentado con toda tranquilidad mientras yo me desvivo por alimentar a la familia.

Pastor — Dios proveerá.

Hannah — ¡Oh! ¿Cuándo? ¿Cuando el viento se lleve lo que queda de nuestra casa? ¿Reparará Dios las ventanas? ¿Las paredes? ¿Nos dará refugio cuando estemos sin techo por la noche en una tormenta?

Pastor — Si las cosas llegan a eso, lo hará.

Hannah — ¡Envidio tu fe! Y ahora deberías ir a ver lo que queda de tu rebaño. He oído a los ladrones por la noche. Tu fiel perro intentó ahuyentarlos, pero volvió a casa con un buen rasguño sangriento. Seguro que está ahí todavía haciendo lo que puede.

Pastor — Todos hacemos lo que podemos, teniendo en cuenta nuestras limitaciones.

Hannah ¡Qué bien lo sé!

(Deja de moler y, por primera vez desde que volvió, lo mira.)

Hannah—Sí, nuestras limitaciones.

(Continúa moliendo, ahora con gentileza.)

Hannah — Lo sé.

Rafael —Papá, quiero subir contigo a la colina. ¡Llévame!

Hannah — Cuando volváis, habrá pan y leche para la cena.

Pastor Gracias.

Hannah Mi talento es para cosas de este mundo, no para el de los ángeles.

Pastor Ese talento de que hablas nos mantienes vivos.

Hannah Apenas, pero gracias por reconocerlo.

(El pastor y el niño se van. Ella los mira pensativa, y luego coge la fuente donde tenía la harina, y sale también, mientras la cantante canta las últimas líneas de la La esposa insatisfecha.)

LETRA: La esposa insatisfecha

“Una ventana rota,

Una alhacena sin pan.

¿Pensé yo en eso,

Aquél día en el cerro

Cuando de él me enamoré,

Cuando de él me enamoré?

Me decía que él sabía

Cuantos reales tiene un doblón,

Pero ahora el contar no se estila

Porque nunca hay bastantes chavos.

¿Pensé yo en eso

Aquél día en el cerro

Cuando de él me enamoré,

Cuando de él me enamoré?

Hoy me salió una cana—

¡Adiós, juventud,

Adiós esperanza,

Adiós, juventud!

¿Pensé yo en eso

Aquél día en el cerro

Cuando de él me enamoré

Cuando de él me enamoré?”

 

Autores: Charles Frink & Resurrección Espinosa

Godorik, el magnífico · Página 96

—¡Quietos! —escucharon, ya a su espalda. Godorik volvió la cabeza justo a tiempo para ver cómo uno de los hombres, que tenía implantado un brazo robótico, lanzaba este hacia ellos como si de un arpón se tratase.

—¡Cuidado! —gritó. La mano del brazo mecánico se aferró a la parte trasera del quad, haciendo que dieran otra sacudida. Edri y Ran estuvieron a punto de caerse, mientras Mendolina Rodríguez, aunque firmemente agarrada a su manillar, se veía proyectada hacia delante y conseguía apenas mantenerse sobre su asiento. A pesar de ello, y de que miró hacia detrás con confusión, no dejó de pisar el acelerador.

—¿Qué pasa? —exigió saber, pues sus pasajeros le bloqueaban la vista.

El quad seguía avanzando, aunque ahora un poco más lentamente. El hombre del brazo mecánico, que no tenía suficiente masa corporal como para detener el vehículo (aunque estaba haciendo un buen trabajo dificultando su avance, lo que hizo sospechar a Godorik que su implante era uno específicamente diseñado para situaciones parecidas; y, con un 99% de seguridad, tan ilegal como los suyos propios), se estaba viendo ahora arrastrado por este; no obstante, parecía llevar alguna especie de zapatos con ruedas, porque casi no rozaba contra el suelo. Además, estaba contrayendo el muelle de su brazo robótico, y se acercaba cada vez más.

Godorik emitió un exabrupto, y trató de escalar por encima de Ran y Edri para llegar hasta la parte posterior. Lo único bueno que tenía aquel asalto repentino era que los otros hombres, probablemente tomando precauciones para no herir a su compañero, no volvieron a disparar.

—¡Suéltese! —gritó Godorik a su polizón, que ya había devuelto su brazo izquierdo a una longitud normal, y se preparaba para abordarlos—. ¡Suéltese, se lo advierto!