El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 66

66

El ejército de Aguascristalinas había, en efecto, salido de esta ciudad hacía ya varias horas. Como Ícaro Xerxes había visto, había abandonado la ciudad marchando ordenadamente por el camino que llevaba a Kil-Kanan; y después, como solo habían visto los guardias, había cogido un desvío y se había dirigido hacia la vecina ciudad de Valleamor, que estaba muy cerca.

Arole Sanvinto y Marinina encabezaban esta comitiva, junto con el muy benévolo y experimentado líder de los servicios sociales de Aguascristalinas, Canca Veritas. Este último, así como Maricrís y varios de los entusiastas miembros de la recién constituida milicia antioscuridad de Aguascristalinas, no las tenían todas consigo.

—Entonces, ¿por qué exactamente tenemos que pasar por Valleamor? —volvió a preguntar Canca Veritas, que no había asistido a la reunión de líderes benignos que se había celebrado en las Bellas Planicies, y que por tanto no había presenciado el gran revuelo que se había montado allí—. No está de camino a Kil-Kanan.

—Solo es para asegurarnos de que todo va bien, querido Canca —repitió Sanvinto, muy fastidiado. No había desfruncido el ceño desde la pelea que había tenido con Barbacristal delante de todo el mundo, días atrás.

—¿Asegurarnos de que qué va bien? —siguió escamado Veritas, oteando la distancia—. Mirad, mirad; el ejército de Valleamor ya ha salido también, y viene hacia aquí.

—Asegurarnos de que todo va bien con el ejército de Valleamor —bufó Sanvinto—. Todo el mundo sabe que mi querido colega, el Sumo Sacerdote de Valleamor, es muy dado a las… ideas originales. No querríamos que sus sin duda bienintencionadas pero seguramente nada acertadas ideas originales arruinaran nuestro cuidado plan, ¿verdad?

—¿Vamos a escoltar al ejército de Valleamor para asegurarnos de que no hacen nada raro? —lo comprendió al fin Veritas, muy extrañado.

Sanvinto le aseguró enseguida que no se trataba de eso, e intentó a continuación tranquilizarlo afirmando que tenía plena confianza en la bondad y juicio de los líderes de Valleamor, pero Veritas no dejó de mirarlo con una expresión un tanto insegura. Marinina, mientras tanto, subida en el tándem que seguía conduciendo Aragad, radiaba luz y esperanza en todas las direcciones, como corresponde a una buena cabecilla honoraria de los servicios sociales; pero, en realidad, escuchaba la conversación recordando los acontecimientos de las Bellas Planicies, y se sentía cada vez más angustiada contemplando cómo la también recién constituida milicia de Valleamor se acercaba a ellos cada vez más.

Godorik, el magnífico · Página 95

—¡No puedo! —dijo Mendolina, pisando el freno; el quad siguió resbalando por la cuesta casi a la misma velocidad que antes—. ¡Estamos embalados!

—¡Vamos a chocarnos! —gritó Ran, viendo cómo aquella barricada humana se acercaba vertiginosamente—. ¡Pare! ¡Pare! ¡Dé la vuelta!

—¡No, siga adelante! —bramó Godorik—. ¡No se detenga!

—¡Vamos a atropellar a todo el mundo, y nos van a disparar! —apreció la anciana, mientras el vehículo daba un bote en un pequeño bache. Una lechuga salió volando por los aires—. ¡Mis verduras!

—¡Usted siga conduciendo! —tronó Godorik, e inclinándose por encima de la mujer pulsó repetidamente el botón de la bocina. Los pocos pandilleros que todavía no se habían enterado de que un cacharro rodante se acercaba a ellos a toda velocidad levantaron la vista por fin. Se escucharon algunos tiros, y un par de balas pasaron silbando por encima del quad; pero ninguna acertó.

—¡Pare! ¡Pare! —chilló Edri.

—¡Acelere! —gritó Godorik.

Visto que no podía parar, Mendolina Rodríguez decidió hacerle caso a Godorik, y aceleró. Los pandilleros, viendo que el vehículo no se detenía, se apartaron apresuradamente. El quad siguió bajando, dando violentas sacudidas, y se aproximó al grupo de gente que ahora se dispersaba para que no los atropellaran.

—¡¿Qué es eso?! —gritó alguien, en medio de otras voces. Para entonces, se había creado ya un hueco lo suficientemente grande como para que el carricoche y sus apretados ocupantes pudieran pasar; y Mendolina, girando bruscamente el manillar, lo dirigió hacia allí. Dieron un derrape, pero consiguieron pasar, y continuaron avanzando por la calle como un cohete.

Edri respiró por fin.

—¡Corra! —gritó Ran, viendo que los pandilleros comenzaban a recuperarse, y a echar mano a sus armas—. ¡Ahora sí! ¡Acelere!

Herodes y la Estrella · VII

ESCENA 9

(Un hombre de unos cincuenta años, vestido con el manto de un oficial del ejército romano, entra por la derecha, camina al centro con dignidad.)

Centurión Avancé con las tropas. Se me ha distinguido por valentía. Serví bien en la conquista de Judea. He visto más derrame de sangre que la que ningún mortal debería haber visto, también he matado más de lo que debería. Bien que me he ganado el rango que tengo: ya no lucho—ahora doy órdenes. Siempre he obedecido las órdenes del gobernador, que me ha recompensado tanto como le permite su poder. Si sobrevivo unos años más, tendré una buena pensión y podré dedicarme los últimos días de mi vida a labrar la tierra tranquilamente en una casita de campo. Pero ahora no estoy tan seguro de esto. Lo que me acaba de mandar hacer el gobernador me hiela el corazón. Sé lo que me espera si fracaso. Y también sé que lo que me dicta mi deber de soldado romano es elegir la muerte sobre el deshonor. Nunca, ¡nunca!, les he dicho a mis hombres que hicieran lo que yo no me atrevía a hacer. La voluntad de ejecutar esta orden es todavía más cruel que el corazón que la concibió—y a pesar de eso, se llevará a cabo. Se jactará de lo que se hizo… Algunos hasta disfrutarán. Y yo…Soy lo suficientemente cobarde como para dar la orden.

(El Centurión sale por la derecha. Coro canta “Out of the Depths” u otra canción/villancico que exprese desesperación y súplica.)

 

Autores: Charles Frink & Resurrección Espinosa

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 65

65

El ejército del Mal había salido de Kil-Kyron apenas quince minutos antes. Aún empujando entusiásticamente a Ícaro Xerxes, la masa de generalidad, capitanía y comandancia había barrido la fortaleza, arrastrando a su paso a todos los siervos de la Oscuridad que encontró. Y no solo a los soldados y guerreros, que, enfundados en sus oxidadas y malignas armaduras y cascos decorados con cuernos y plumas de animales en peligro de extinción, se habían unido alegremente a la multitud con la intención de masacrar a los ejércitos del Bien; también a los conserjes, limpiadoras, mascotas tenebrosas y siniestras ancianitas que hacían calceta sentadas en sus chirriantes mecedoras. La masa se lo había tragado todo, y ahora bajaba la montaña con frenética fogosidad, con sus miembros saltando los riscos como si fueran cabras mientras aullaban consignas malvadas y se tropezaban con raíces venenosas.

A la cabeza de todo esto iban Ícaro Xerxes y los malignos generales, que se habían convencido de que era imperativo atacar de inmediato, y no se habían parado a pensar en ningún plan o estrategia o ni siquiera en una ruta para llegar a las tierras del Bien. Ícaro Xerxes, tras los primeros momentos de desconcierto, había conseguido sobreponerse, y ahora dirigía toda aquella tropa; y la encaminaba hacia donde había visto salir, desde la atalaya de vigilancia, al ejército de Aguascristalinas.

Sin detenerse a considerar que quizás les resultaría más conveniente esquivar las aldeúchas que había en su camino, aquella rugiente multitud las inundó como un maremoto, destruyendo involuntariamente todo cuanto había a su paso que no fuera capaz de resistir el embate de unos cuantos miles de pies enfundados en botas, escarpes y zapatillas de estar por casa. Primero arrasaron Malavaric, llevándose consigo al ilusionista inútil, y sin que ninguno de ellos se enterara de que un momento antes había fallecido violentamente allí uno de los clones de Pati Zanzorn; después pasaron por Ulf, Kensterspensten y Arracar, devastando igualmente todo a su paso, y arramblando con los desconcertados magos ilusionistas y Pati Zanzorns que trataban inútilmente de ponerse a salvo agarrándose a cualquier cosa sólida que tuvieran cerca. Las demás aldeas se libraron, porque no estaban en la cara de la montaña que yacía en la línea recta que unía la puerta del Fuerte Oscuro con la ciudad de Aguascristalinas; pero, aún así, los Pati Zanzorns e ilusionistas correspondientes a ellas observaron atónitos desde la distancia cómo el ejército del Mal surgía de la nada y prácticamente rodaba monte abajo. (Todo esto con la notable excepción de Golinas, que estaba en el lado diametralmente opuesto de Kil-Kanan, y cuyo equipo distractor no se enteró de nada de lo que había ocurrido hasta un tiempo después; al contrario, pasaron una muy agradable tarde mirando las nubes y preguntándose cuándo demonios atacarían las fuerzas del Bien.)

Godorik, el magnífico · Página 94

Y se puso a reír como una loca. Después quiso saber cómo se llamaban sus nuevos acompañantes, con lo cual siguió una ronda de presentaciones realizadas a voz en grito sobre el ruido del quad, en la que Godorik se enteró de que los dos jovencitos a los que llevaba un rato siguiendo se llamaban Ranomán Tinel y Edri Levorlín, y que se dedicaban profesionalmente al robo de teledatáfonos en niveles superiores.

—Encantado de conoceros a todos —dijo Godorik, no sin sarcasmo.

—Y tú nos has salvado la vida —recordó Ran, impresionado—. ¿Dónde aprendiste a luchar así?

—Uh… soy opositor —explicó Godorik—, y de la generación del 25.

—¡Santo Esponderfes! —exclamó Edri, y se echó a reír—. ¿Esa en la que la Computadora instauró cursos de lucha libre en todas las escuelas?

—Esa misma —asintió Godorik, y se volvió hacia la ancianita—. Señora, ¿dónde vamos?

—¡A casa! —exclamó la entusiasta señora—. ¡Directos a la sección diez! ¡No dejaremos que esos bandidos nos atrapen!

—¡Va usted muy lejos para hacer la compra! —observó Edri, a gritos.

—¡Al lado de mi casa no tienen los cereales que me gustan! —contestó Mendolina, volviendo la cabeza.

—¡Señora! —gritó Godorik, alarmado, avistando algo al frente—. ¡Mire hacia delante y conduzca!

La anciana se giró de nuevo hacia el manillar, y advirtió también lo que había visto Godorik. Rodaban ahora por una rambla en pendiente, cuesta abajo; y al final de la calle había un nutrido grupo de hombres, casi todos embozados con pañuelos como el que se habían encontrado antes, bloqueándoles el paso por completo.

—¡Maldición! —vociferó la anciana—. ¡No podemos pasar!

—¡Pare! —chilló Edri.

Una bala para el príncipe · Capítulo IX

Capítulo IX

El día siguiente amaneció borrascoso en casa de los Vaseli. Samanta Vaseli había acabado la noche anterior tan completamente convencida de que los sentimientos de Alejandro Sorés por ella eran genuinos e indomables, y le había costado tan poco persuadirse de que los suyos propios hacia él eran al menos igual de fuertes, que ya estaba firmemente decidida a aceptar la proposición de matrimonio que él formalmente aún no había hecho. Tanto, que hasta se lo declaró a sus padres sin tapujos, nada más levantarse y mientras Rodrigo Vaseli intentaba todavía disfrutar tranquilamente de su periódico, su café y su tostada.

Ni Rodrigo Vaseli ni Eleonora Martín, los amantísimos padres de Samanta, parecieron al principio muy entusiasmados por este plan. Conocían a Alejandro Sorés nada más que de vista, y no sabían mucho de él; y aquella súbita declaración de su niña adorada, de que quería casarse con el que para ellos era un completo desconocido, y del que nunca antes había dicho apenas una palabra, los descolocó un poco.

—¡Pero, hija mía! —decía Rodrigo Vaseli, agitando nerviosamente su periódico—. ¿A qué viene esto?

—¡Oh, papá! ¿No te lo he dicho ya? Es el amor de mi vida; yo le amo y él me ama, y solo puedo ser feliz con él.

—¿Por qué nunca antes nos has hablado de esto? —se extrañó Eleonora.

—Eso no importa —sollozó Samanta, sintiéndose incomprendida.

—¿Cuándo lo conociste?

Samanta admitió que no lo conocía desde hacía mucho, pero volvió a jurar su imperecedero amor por él. Eleonora, escandalizada, tuvo que esconder un momento la cara detrás de su pañuelo.

—¡Tan poco tiempo! —exclamó—. Samanta, hija mía, ¿no te parece un poco pronto para querer casarte con él?

—¿Te ha pedido él ya matrimonio? —intervino Rodrigo.

—Aún no —confesó Samanta—. Pero no hay duda de que lo hará pronto. ¡Papá, si hubieras podido verlo anoche! ¡Está tan enamorado de mí!

—Samanta, cariño… ¡apenas conocemos a ese hombre! ¿Estás segura de que es de fiar? —dijo Eleonora.

Esta insinuación arrancó a Samanta una nueva serie de sollozos y lamentos desconsolados. Su padre, sin embargo, acudió en su ayuda:

—Bueno, querida, no hay que ser injustos —dijo a su mujer—. Al fin y al cabo, el señor Sorés pertenece al círculo de la buena sociedad; no hay duda de que es un caballero respetable. Si fuese un cualquiera… pero no lo es.

—¡Oh, papá, cuánta razón tienes! —se alegró Samanta.

—También es un hombre apuesto, y de muy buena fortuna —siguió Rodrigo—. ¿No es así, hija? ¿No es considerablemente rico?

Samanta asintió.

—A mí no me parece tan mal partido —sentenció entonces el señor Vaseli.

—¡Pero todo esto es tan precipitado! —insistió Eleonora.

—Eso sí —concedió Rodrigo.

—¡No es precipitado! —gritó Samanta—. Él me ama con locura, y yo le correspondo. ¿Qué precipitación puede haber, si no podemos vivir el uno sin el otro?

Y se echó a llorar. Los señores Vaseli, que eran ya mayores y apenas soportaban que una lagrimita asomase a los ojos de su querida niña, intercambiaron una mirada.

—No llores, no llores —dijo Rodrigo—. Escucha, Samanta. Sabes que, si de verdad eso es lo que quieres, no diremos que no.

—A mí tanta prisa sigue sin parecerme buena idea —murmuró Eleonora.

Samanta se sorbió ruidosamente los mocos.

—No digas eso, querida; son las cosas de la juventud —le contestó Rodrigo—. Recuerda cuando nosotros nos casamos: también tuvimos mucha prisa.

La señora Vaseli aún no pareció convencida del todo, pero se resignó.

—Hija, yo solo quiero lo mejor para ti —repuso.

—Lo sé, mamá —dijo Samanta—. Pero también sé lo que es mejor para mí; y es el señor Sorés. ¡Mamá, créeme! ¡Lo sé!

—Está bien, está bien —suspiró Eleonora—. No querría poner ningún obstáculo a tu felicidad.

—Nosotros ya somos viejos, y las cosas del amor pertenecen a los jóvenes —gruñó Rodrigo—. Yo ya estoy deseando retirarme también; y quizás esta sea mi oportunidad. Cuando Samanta se case, por fin podré dejar el negocio en sus manos y las de su marido, y disfrutar de mi jubilación.

A Samanta se le iluminó el rostro.

—Entonces, ¿lo aprobáis? —exclamó—. ¿Me dejaréis casarme con él?

—Lo que sea mejor para ti, hija mía —dijo Eleonora.

—¡Oh, gracias! —chilló Samanta, tirándose al cuello de su madre primero, y de su padre después, y abrazándolos a ambos fuertemente—. ¡Gracias, gracias!

En cuanto la viuda Perquin apareció por allí aquella tarde, le dio la buena noticia disimuladamente a través de la reja. La viuda la felicitó, le aseguró que no tardaría en ver sus anhelos satisfechos, y se marchó a informar a Alejandro Sorés, con expresión no del todo satisfecha.

Herodes y la Estrella · VI

ESCENA 7

(Caminando, el Aprendiz se va parando para expresar en voz alta su pensamiento.)

APRENDIZ El lenguaje ha sido creado para compartir pensamientos—y hechos, sentimientos, deseos, miedos. Pero el lenguaje también crea fronteras, que son difíciles de cruzar—para muchos de nosotros. Así que explicaré algo muy importante sobre mi maestro. Él dice que sabe leer las estrellas, eso ya lo oísteis. Es verdad, pero no es toda la verdad. Hay más, y a veces me da miedo. Mi maestro lee en los corazones. Sabe que el corazón del gobernador, su ansia de poder, no reparará en esfuerzos para conseguir lo que quiere. No hay nada, por terrible que sea, que él no se atreva a hacer. Así que no volveremos a pasar por la capital. Iremos directamente a casa, sin parar en ningún sitio. Estoy agradecido de poder volver a casa, pero tengo miedo. Miedo por lo que le pueda pasar al Niño, y a su madre. Tengo miedo por lo que acecha a todos los inocentes de este mundo.

(Sigue caminando, sale.)

(Coro canta “A Coventry Carol”. U otra canción que exprese dolor.)

 

ESCENA 8

(Herodes se presenta como lo vimos antes. Al principio no sonríe.)

HERODES Así que…he sido informado por mi concienzudo centurión que los astrólogos no son tan estúpidos como yo pensaba. Ya se han marchado. Y el Niño, y su madre, y el esposo de ésta, se han esfumado en la noche.

(Pausa.)

Dos años. Los astrónomos no dijeron que el Niño nació cuando apareció la estrella. Podría haber nacido antes. ¿Antes, por cuánto tiempo? ¿Antes de que los astrónomos adivinaran la llegada de la estrella nueva? Creí entender que pensaba que el Niño había sido un elegido de los dioses. Siendo así, ¿lo habrían dejado sin protección, sin preparar antes en el cielo las señales de su llegada? ¿Cuántas vidas inocentes dependen de la respuesta a esa pregunta? Tengo mi respuesta. Daré inmediatamente la orden que todos los varones menores de dos años, residentes en Belén y sus alrededores, sean sacrificados.

(Esboza una sonrisa visible a través de sus labios cerrados.)

Mis legionarios harán el trabajo sucio, y sin saberlo, harán méritos para condenarse conmigo. Son leales, lo que significa que tienen miedo.

(Se esfuma la sonrisa forzada, grita a sus subordinados.)

¡CENTURIÓN!

(Herodes sale.)

 

Autores: Charles Frink & Resurrección Espinosa

Godorik, el magnífico · Página 93

Godorik volvió la cabeza, con lo cual estuvo a punto de perderse justo lo que pretendía ver. Un quad motorizado, con un carrito de la compra repleto hasta los topes de verduras anudado en la parte posterior, los pasó por la izquierda a toda velocidad. Iba conducido por una escuchimizada ancianita de pelo blanco, embutida en un vestido de estampado floral.

—Pero qué… —barbotó Godorik, estupefacto.

El quad siguió avanzando ruidosamente unos diez metros más, antes de detenerse con brusquedad. La ancianita dio un bote en su asiento, y volvió la cabeza hacia ellos.

—¿Qué hacéis aquí? —chilló, colérica—. ¡Ya están a dos calles! Rápido, ¡subid!

Edri, Ran y Godorik se miraron unos a otros, desconcertados; pero no tardaron en echar a correr hacia el quad.

—Gracias por recogernos, buena señora —exclamó Edri, mientras los tres se montaban en la parte trasera.

La vieja le dirigió una sonrisa de satisfacción, y se volvió de nuevo hacia el manillar.

—¡Agarraos fuerte! —gritó—. ¡En marcha!

Y arrancó a toda pastilla. El quad siguió traqueteando velozmente por la calle, haciendo un ruido de mil demonios; y sus tres nuevos pasajeros tuvieron que sujetarse como pudieron para no caerse.

—¡Vamos! ¡Vamos! —vociferó la ancianita, tan emocionada como una adolescente—. ¡Tenemos que salir de la zona ocho antes de que nos atrapen! ¡Adelante!

—Esto es… este está siendo el día más extraño de mi vida —musitó Godorik; lo cual no era poco, teniendo en cuenta que poco antes se había despertado convertido en un cyborg—. Señora, ¿quién es usted?

—¡Me llamo Mendolina Rodríguez! —proclamó la ancianita, inclinándose sobre su manillar como un ciclista de élite—. ¡Vengo de hacer la compra, y esos Beligerantes no podrán conmigo!

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 64

64

—¡Esto es un DE-SAS-TRE! —aulló Pati Zanzorn, saltando nerviosamente sobre el tejado—. ¿Cómo han podido subir tan alto sin que los viéramos? ¡Tenemos que avisar a los de las demás aldeas!

Y empezó a tirarse de la capucha, como si echara en falta pelos para arrancarse; pero no era eso lo que pretendía, sino que un momento después sacó de su enorme y profunda capucha dos banderines, uno rojo y uno amarillo. Cogió uno con cada mano y se irguió de puntillas sobre el tejado, aún dando saltitos, como si pretendiera hacerse más alto; y comenzó a hacer señales en lenguaje barco en dirección a los poblados que estaban a menor altura. Contra todo pronóstico, a los pocos segundos avistó más banderas rojas y amarillas, manejadas por otros Pati Zanzorns que también se habían subido a los tejados de las casas de los respectivos caciques de cada pueblo.

—¡Todavía no está todo perdido! —gritó el Pati Zanzorn de Malavaric, gesticulando furiosamente con los banderines mientras hablaba a sus dos ilusionistas—. ¡Vosotros! Cambiad de posición y escondeos cerca de las entradas de la cara norte de…

Pero nunca llegó a terminar esa frase; se escuchó un silbido, y antes de que nadie pudiera parpadear un pequeño dardo se clavó en la frente del clon de Pati Zanzorn.

—… de… la… —barbotó, antes de soltar los banderines y caer desplomado sin vida. Su cuerpo inerte rodó por el tejado, que estaba inclinado, y cayó al suelo levantando una nube de polvo.

—¿Qué…? —exclamó el inútil, y su mirada fue del lugar donde un momento antes estaba Pati Zanzorn a su compañero el de la purpurina, que había abandonado su puesto en cuanto el jefe de inteligencia les había ordenado que cambiasen de posición; y que tenía todavía una pequeña cerbatana apoyada en los labios—. ¿Qué? ¿Qué has hecho?

Pero el de la purpurina, en lugar de contestarle, le dirigió una mirada colérica. La marea de soldados procedente de lo alto de Kil-Kanan acababa de llegar a las murallas del pueblo. El hombre de la cerbatana se dio la vuelta.

—¿Qué haces? —gritó el inútil, asustado—. ¡Purpurinas! ¿Dónde vas?

El tipo de la purpurina se detuvo en seco, y se volvió durante un segundo fugaz.

—Me llamo Kronne —graznó, y desapareció de la escena.

—¡No me dejes aquí! —lloró su compañero—. ¡Espera! ¡Espera!

Y trató de seguirlo; pero para entonces el ejército de guerreros que había llegado desde la montaña ya había inundado el poblado, y el ilusionista inútil se vio arrastrado por la multitud en una desvariante carrera colina abajo.

Godorik, el magnífico · Página 92

—Eso… ha estado cerca —musitó Ran.

—Vámonos de aquí, ¡rápido! —estalló Godorik, levantándose otra vez. Por un breve segundo se preguntó cómo había conseguido vivir durante treinta y dos años una vida tan tranquila; pues, por sus últimas experiencias, comenzaba a parecerle que tal cosa no era nada fácil.

Siguieron avanzando, esta vez por una calle más ancha que les ofrecía pocos lugares para esconderse, en el caso de que se toparan con más hombres armados. A lo lejos se oían cada vez más disparos, voces y ruidos de cristales rotos.

—¿Y la policía? —exclamó Godorik, que en ese momento no estaba en las mejores condiciones para recordar que no le convenía nada encontrarse con la policía—. ¿Dónde está?

—¡La policía no tiene mucho que decir en el nivel 25! —le contestó Ran—. ¿De dónde vienes?

—¡Pero esto es una locura! —protestó Godorik, que seguía sin explicarse el que la Computadora, que siempre quería controlarlo todo, no hubiese intervenido ya.

—¡Qué va, es bastante normal! —dijo Edri alegremente. Para haber estado a punto de morir hacía unos momentos, no parecía muy afectada—. La gente se encierra en sus casas, y ya está. Pero nosotros, hoy… ¡hemos tenido mala suerte!

Godorik pensó que, si a él le hubiese pasado algo así mientras aún vivía en su apartamento en el nivel 16, no lo habría considerado exactamente mala suerte. Al contrario, habría estado seguro de que había empezado la revolución, de que la Computadora estaba ardiendo en el nivel 1 y de que el mundo iba a hundirse de un momento a otro, si es que no lo había hecho ya. Pero no tuvo mucho tiempo para seguir quejándose, porque algo más urgente llamó su atención: tras ellos se escuchaba, acercándose rápidamente, el ruido de un motor.