Godorik, el magnífico · Página 75

—Sí que es un poco raro, sí —concedió el doctor, rascándose la barbilla.

Manni pareció sorprenderse, o al menos expresó tanta sorpresa como su cara metálica le permitía.

—¿Qué os parece tan extraño? —intervino—. Los seres biológicos, que estáis dotados con una capacidad de cómputo deficiente, sois más que propensos a no tener en cuenta las circunstancias y cometer toda clase de errores estúpidos.

—No te pases, Manni —bufó Godorik—. Vale que a veces los seres humanos no tengan en cuenta determinadas circunstancias, pero la estupidez tiene un límite. Y discutir tus planes en un lugar abierto y sin tener ningún motivo para no hacerlo en otra parte ya es muy estúpido.

—¿Quizás tuvieran un motivo para estar allí? —sugirió Agarandino—. Quizás vinieran de registrar una patente.

—¿Y no podían haber esperado a llegar a casa para empezar a exponer sus grandiosas intenciones? —respondió Godorik, aunque después de eso reflexionó un poco—. Si no encuentro nada en la casa de Nicodémaco Gidolet, quizás debiera ir a la oficina, y ver quién registró algo aquel día. Estoy seguro de que Keriv me ayudará si se lo pido; o, al menos, que no me delatará.

—Pero ¿no estabas tú allí trabajando ese día? —preguntó Agarandino—. ¿No te acuerdas de quién registró qué?

—Mi querido doctor, ¿sabe usted cuánta gente trabaja en esa oficina de patentes? —expuso Godorik—. No soy el único que está allí, detrás de su ventanilla, registrando las patentes de media ciudad. Yo solo me ocupo de una subsección.

El doctor emitió un gruñido.

—¿Y vas a ir a visitar a ese otro Gidolet antes de comprobar nada? —quiso saber.

—Sí. Ya que tengo sus datos…

—Pero tendrás que volver a entrar en otra casa, y te arriesgas cada vez que te mueves por la ciudad.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 52

52

Las Bellas Planicies eran, como su nombre indicaba, unas bellas planicies. Desde donde estaban, Marinina pudo ver una gran extensión de terreno, casi perfectamente plana, llena en sus extremos de exuberante vegetación y numerosos carteles que pedían encarecidamene que se respetase el medio ambiente. En el centro había un gran claro de césped, y en medio de este una pequeña pagoda de enrejado, cubierta de hiedra y flores, bajo la cual se habían instalado una serie de cómodos bancos y balancines.

Maricrís contempló aquello extasiada.

—¡Qué bonito! —exclamó. Aragad volvió a sonreír, y señaló hacia otro lugar, en esta ocasión la carretera.

—¡Mirad allí! Las otras delegaciones ya están llegando —anunció.

Marinina giró la cabeza. En efecto, otros grupos de sacerdotes de túnicas blancas, acompañados por bien pertrechados equipos de los servicios sociales, acababan de aparecer por el recodo del camino, también pedaleando afanosamente sobre sus tándems.

—¡Cuánta puntualidad! —admiró la chica. Aragad le aseguró que la puntualidad era uno de los valores más apreciados por el Bien, y después se apresuró en seguir al resto de su comitiva, y llegar cuanto antes al encuentro de los demás.

En cuanto los tándems se detuvieron, Sanvinto, que se había apeado rápidamente, fue a ofrecerle a Marinina una mano para ayudarla a bajar.

—Permitidme, querida, que os presente a mis apreciados colegas —dijo, en tono extremadamente cortés, y la condujo hacia el lugar donde ya se estaban reuniendo y saludando los peces gordos de las otras delegaciones. Allí, carraspeó sonoramente, hasta que todas las cabezas estuvieron vueltas hacia él—. ¡Ejem! Mis buenos amigos, voy a tomarme la libertad de presentaros a Marinina Crysalia Amaranta Belladona, la hermosa y valiente muchacha que nos ha inspirado a todos para estar aquí hoy.

Se produjo una exclamación de entusiasmo, y la mayor parte de los presentes se acercaron a Maricrís para estrecharle la mano, comunicarle su ferviente convicción y emocionarse cuanto les fue posible. Se encontraban allí los Sumos Sacerdotes de Valleamor, Río Feliz y Rabania, muchos otros sacerdotes de las tres ciudades que no eran tan sumos, y los alcaldes de Río Feliz y Valleamor solamente.

—Me temo que el alcalde de nuestra querida ciudad no ha podido venir —informó el Sumo Sacerdote de Rabania, Barsán (el mismo que había ido a visitar a Orosc Vlendgeron, y presenciado la profecía de Beredik la Sin Ojos)—, puesto que se encuentra indispuesto por el horror que le produce la existencia del Mal.

—Una dolencia cada vez más frecuente —comentó el Sumo Sacerdote de Valleamor, Barbacristal, sin excesiva sensibilidad. Recordando la conversación del día anterior, Marinina, Renoveres y Sanvinto alzaron la vista y la fijaron en él.

—Así es, Barbacristal, por desgracia —intervino Sanvinto, con algo de retintín. A Marinina la asaltó otro escalofrío.

Godorik, el magnífico · Página 74

Manx comenzó a reírse a pitidos. El doctor hizo un gesto despectivo.

—Búrlate de mí, pero bien que mis inventos funcionan —respondió, airado; pero el enfado no le duró demasiado, puesto que había a la vista una oportunidad de explayarse sobre el funcionamiento de uno de ellos. Así que enseguida volvió a su alegre y desenfadada actitud habitual, y pasó media hora detallando los mecanismos y principios físicos que convertían al AgaraCristal, versión 3.1 mejorada, en la maravilla tecnológica que era.

—Todo eso está muy bien —bostezó Godorik, al cabo de un rato. No había entendido nada más allá de las tres primeras frases, y, encasillado en un sillón con el tapizado lleno de agujeros pero aún así muy cómodo, empezaba a vencerlo la modorra—, pero a lo que íbamos: creo que definitivamente Severi Gidolet no es el Gidolet que buscamos.

—En ese caso, tiene que ser el otro —afirmó Agarandino, sin molestarse porque no le hubieran escuchado; con que le dejaran hablar ya era feliz—. ¿Cómo se llamaba?

—Nicodémaco Gidolet —recordó Manni.

—Eso, Nicodémaco Gidolet —asintió el doctor—. Tiene que ser él. Y con ese nombre, no me extraña.

—No estoy tan seguro —contestó Godorik—. Puede ser que yo me haya confundido con las caras; ya os he dicho que no me acuerdo muy bien. O también puede ser que estemos siguiendo una pista falsa, y que ese hombre en realidad no se llame Gidolet, y que solo lo llamasen así por… a saber por qué.

—¿Crees que estaba usando un nombre falso? —preguntó Agarandino.

—Todo podría ser —admitió Godorik—. Lo que no entiendo es por qué iría nadie a discutir sus planes de dominación metropolitana al patio de una oficina pública de patentes, a plena luz del día, y usando su nombre real.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 51

51

A la mañana siguiente, Renoveres, Sanvinto y Marinina se pusieron en marcha hacia las Bellas Planicies, acompañados por un selecto grupo de miembros de los servicios sociales, y un equipo de rescate, por si las moscas. Salieron de Aguascristalinas muy temprano, puesto que las Bellas Planicies estaban algo lejos; y pedalearon ordenadamente en tándems (considerado el método de transporte más benigno, puesto que no solo no consumía combustible, sino que además favorecía el trabajo en equipo) por las cuidadas carreteras que llevaban al lugar designado para el encuentro de los líderes de la ofensiva. Por supuesto, todos llevaban rodilleras y casco, y por el camino respetaron todas las reglas de la circulación e hicieron paradas cada treinta minutos para evitar accidentes por distracciones. Marinina, que iba en el asiento de atrás de un tándem dirigido por un apuesto joven que pertenecía al equipo de rescate, iba mirando el paisaje a su alrededor con expresión embobada.

—¡Cuánta vegetación!, ¡cuánta hermosura! —exclamó, al fin, contemplando cómo los benignos animalitos del campo se acercaban confiados para observar la comitiva—. ¡Qué diferencia con las yermas y estériles tierras del Mal!

—El Mal no puede compararse con el Bien —contestó su joven conductor, que pedaleaba con entusiasmo—. ¿Es cierto, hermosa doncella, que nacísteis y crecísteis en Kil-Kanan?

Marinina bajó la vista, avergonzada.

—Es cierto —confesó, con un sollozo.

—Perdonadme; no he debido mencionarlo —pidió el joven—. Vuestra bondad está más allá de toda duda; solo pensaba en lo espantoso que debió de ser.

—Lo fue —asintió Marinina—. Pero ahora estoy aquí, en las tierras de la Benignidad, con los míos; y todo está bien. ¿Cuál es vuestro nombre, querido amigo?

—Soy Aragad —se presentó el joven.

—No sabéis, querido Aragad, la suerte que tenéis de haber crecido en los dominios del Bien. El reino de la Oscuridad… es espantoso. Los hombres son malvados; incluso los animales, y los pobres niños, están corruptos. Todo es siniestro y tenebroso… —explicó, y en ese momentó recordó la imagen de Ícaro Xerxes— todo… excepto…

—¿Excepto qué? —se extrañó Aragad.

—Nada —dijo rápidamente Marinina, sobreponiéndose a su repentina melancolía—. Todo es siniestro y tenebroso.

—No tenéis de qué preocuparos —contestó a eso Aragad, que, como buen servidor del Bien, no sospechaba de nada—. Ahora estáis a salvo. Yo os protegeré de cualquier cosa que pueda suceder —aseguró.

—Gracias —se sonrojó Marinina—, pero no querría que me protegiérais, si ello fuese a causaros algún mal.

Aragad sonrió, y volvió la cabeza.

—¡Mirad! —exclamó, señalando hacia el frente—. Hemos llegado a las Bellas Planicies.

Godorik, el magnífico · Página 73

—¿Así que ese tal Gidolet se dedicaba a alterar datos para lucrarse? —pitó Manni, mientras asentaba sus posaderas sobre un desvencijado sillón con esa exacta elegancia de la que solo un robot es capaz—. ¿Qué clase de datos?

—Para lucrarse, no sé —murmuró Godorik, sentado a su vez en otro sillón en la sala de estar del refugio de Manni y Agarandino—. Según él era todo para defenderse de otra compañía, aunque… sí, siendo como es esa gente, se habrá lucrado hermosamente por el camino, como poco.

—Si estafa a la Computadora, es alguien que vale la pena —sentenció Agarandino, que cortaba con un serrucho una pieza de metal en el banco de trabajo, y hacía con ello un sonido muy desagradable.

—¿Incluso aunque su estafa sea completamente egoísta y perjudique a otra gente que no ha hecho nada? —señaló Godorik, sarcástico.

—Hmmmm —gruñó el doctor—. Si piensas eso, ¿por qué no lo denunciaste a la policía? ¿O te llevaste sus papeles, al menos?

—Primero porque no voy a ir a la policía por mi propia voluntad —bufó Godorik—, y segundo porque no es asunto mío. Que la Computadora se arregle con sus problemas.

—¡Magnífico! —exclamó Agarandino, dejando el serrucho a un lado y tratando de separar los dos pedazos en los que había dividido el casquete metálico que estaba cortando—. Cada vez estoy más orgulloso de ti.

—Hablando de estar orgulloso… —recordó Godorik, y rebuscó en sus bolsillos. Sacó el AgaraCristal y lo dejó sobre la mesilla— este cacharro me ha resultado muy útil. ¿Cómo demonios funciona?

—Ah, ¡mi querido, querido invento! —Agarandino soltó una carcajada, y en ese momento consiguió por fin separar los malamente cortados semicasquetes—. Por supuesto, el AgaraCristal, versión 3.1 mejorada, funciona según los más avanzados principios de la física moderna.

—… Al contrario que el AgaraCristal versión 3.1 sin mejorar, que funcionaba según principios anticuados y obsoletos —se burló Godorik.

Una bala para el príncipe · Capítulo II

Capítulo II

Cierto día, no mucho después, la ciudad amaneció revolucionada. Durante las siguientes semanas, Navaseca iba a albergar unas importantes conferencias internacionales, en las que tomarían parte, en representación de la casa real, los príncipes de la nación. Aquel era el día en el que llegaban a la ciudad, y la población al completo se agolpaba en las calles, esperando verlos pasar en el coche oficial.

Algunos, no obstante, tenían ocupaciones más importantes. La viuda Perquin, por ejemplo, decidió aprovechar que las calles por las que no pasaba el coche de los príncipes estaban casi vacías, y se dirigió a la prisión de Navaseca.

—Vengo a visitar a María Lucero —informó a los guardias; y después de deslizar un generoso billete dentro de la mano de uno de ellos, se encontró, tras algunos minutos, en compañía de una mujer de unos treinta años, de cabello rubio y ojos verdes; muy agraciada, pero también algo desmejorada.

—¡Oh!, querida señora Perquin —se conmovió, al verla—, ¡cómo me alegro de que esté aquí!

—¿Cómo te encuentras, María? —preguntó la viuda.

—¿Cómo voy a encontrarme? —comenzó a lamentarse la mujer—. Abatida y desolada.

—No tienes buena cara —frunció el ceño la viuda Perquin—, pero alégrate, porque traigo buenas noticias. Creo que conseguiré que un hombre de posición nos ayude con tu caso; si todo va bien, pronto saldrás de aquí.

—¡Eso sería maravilloso! —se animó Lucero—. Pero ¿cómo ha conseguido eso?

—Un favor por otro favor —resumió la viuda—. No creo que haya ningún problema con ello, porque estoy segura de que el conde Nor, después de tantos años, ya se ha olvidado completamente de ti.

—¡Ese maldito conde! —Lucero estalló en improperios—. ¡Ese cerdo! ¡Él es el que merece estar aquí, no yo!

—Ya lo sé, ya lo sé —bufó la viuda, al parecer cansada de escuchar la misma cantinela. Pero eso no detuvo a María Lucero.

—Primero se aprovechó de mí cuando era nada más que una joven inocente y sola en el mundo —empezó a narrar—, y me atrajo con falsas promesas; hasta tuve un hijo de él… ¡mi pobre Nicolasito! —sollozó melodramáticamente, mientras la viuda Perquin suspiraba haciendo mucho ruido—. Pero yo vi que no era un hombre honrado; lo supe enseguida, ¿sabe usted? No es fácil engañarme; siempre averiguo el carácter de las personas.

La viuda Perquin asintió con cara de póquer, y no mencionó que ese «enseguida» había tardado casi ocho años.

—¡Pero, cuando le eché en cara sus fechorías, se enfureció! —siguió contando María Lucero—. Y sus fechorías eran muchas… ya sabe usted que descubrí que había incluso envenenado a alguien para heredar el condado…

La viuda Perquin volvió a asentir, impaciente.

—Sí, sí —trató de detener aquella narración, que ya conocía muy bien y de sobre cuya veracidad tenía, por partes, serias dudas. Pero parar a María Lucero cuando se ponía a hablar no era fácil.

—¡Y entonces, el desalmado hizo que me encerrasen aquí, y me separó de mi pobre niño! —hipó—. ¡Mi Nicolasito, la luz de mi vida! ¿Dónde estará ahora? ¡No he sabido nada de él en todos estos años!

—Está bien, está bien —consiguió por fin intercalar la viuda—. Estoy segura de que estará perfectamente; y, una vez que salgas de aquí, lo encontraremos.

—¡Mi pequeño! —siguió llorando María Lucero.

—Ya no será tan pequeño —musitó para sí la viuda.

—No, ya tendrá unos… quince años —calculó Lucero, interrumpiendo por un momento su llantina—. ¡Pero, para mí, siempre será mi pequeño!

—Daremos con él; no lo dudes —aseguró la vieja mujer.

—Es usted tan buena conmigo —sollozó María Lucero—. Ha sido usted para mí como una segunda madre, desde que la encontré.

—Tu madre y yo fuimos buenas amigas en nuestra juventud —rumió la viuda Perquin—. Ayudarte es lo menos que puedo hacer; aunque, si te hubiese hallado antes…

—¡Si yo la hubiese tenido en mi vida antes, nada de todo esto habría ocurrido! —siguió lamentándose María Lucero—. ¡Qué cruel es el destino!

—Lo es, querida, lo es —le dio la razón la vieja viuda, y, cansada de tanta porfía, se preparó para marcharse—. Pero no desesperes. Si todo va como planeo, pronto serás libre; y entonces podremos dedicarnos a encontrar a tu hijo.

Godorik, el magnífico · Página 72

—Ah, no no no —se negó Godorik inmediatamente—. Ustedes váyanse. Yo ya seguiré mi camino.

Jonaso Carpola se detuvo de nuevo, y se dio la vuelta. Con el ceño fruncido, avanzó un par de pasos hacia Godorik y lo señaló con el dedo índice.

—¿Es usted una especie de justiciero enmascarado? —preguntó—. Aunque sin máscara, pero…

En ese momento, Godorik lo reconoció por fin. Era el mismo que, unos días antes, se había cruzado en una de las escaleras que llevaban al nivel 1. Esto lo desconcertó tanto que tardó un poco en reaccionar.

—¿Quién es usted? —exclamó, al fin. Pero entre su pregunta y la de Carpola había habido una extraña pausa, que sirvió para darle a este último ideas aún más raras.

—¡Es usted un justiciero! —gritó, repentinamente muy alegre—. Eso es justo lo que a esta ciudad le hace falta. La policía está podrida… pero ya lo sabrá usted mejor que nadie.

—No, yo… —protestó confusamente Godorik, que no sabía qué contestar.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba? ¿Godorik? —siguió el hombrecillo, y sin esperar su aprobación le estrechó la mano vigorosamente—. Encantado de conocerle, Godorik, y muchas gracias por salvarnos. Que sepa que tiene mi apoyo y gratitud, y que puede contar conmigo en su cruzada para…

—¡Hey! ¡Hey! —lo detuvo al fin Godorik, al que aunque seguía sin saber muy bien qué responder a todo eso empezaba a parecerle que la cosa estaba yendo demasiado lejos— No se haga usted ideas raras. Ya le he dicho que yo solo pasaba por aquí. Y ahora, lo mejor será que se vaya, y si esos tipos vuelven a molestarle, que los denuncie a la policía.

—¡La policía! —gruñó Carpola, aún sin soltar la mano de Godorik—. Como si no hubiésemos ido ya a la policía. Pero bien, señor justiciero, no quiero entretenerlo más; tendrá usted mucha gente a la que salvar esta noche.

Por fin le soltó, y dándose la vuelta echó a correr junto con el tímido señor Querri. Godorik, anonadado, tardó unos instantes en recordar que aquel no era el mejor momento ni lugar para quedarse pasmado, y en desaparecer por su cuenta fachada arriba.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 50

50

En ese momento, Aguascristalinas ultimaba los preparativos para la inminente guerra.

Marinina Crysalia Amaranta Belladona, que había sido nombrada rápidamente cabecilla honoraria de todos los servicios sociales, se encontraba en compañía de los líderes de la ciudad: el buen alcalde Renoveres y el Sumo Sacerdote, y ex-paladín del Bien, Arole Sanvinto.

—He dado plenos poderes a los servicios sociales para que organicen todo lo necesario, así como la defensa de la ciudad —decía Renoveres, que era un hombre de cara bonachona y sombrero ridículo—. Ahora solo falta que nos coordinemos con las demás fuerzas de ataque.

—Todo está arreglado —afirmó Sanvinto, mesándose su corta barba blanca, con su habitual tono dramático— para que nos encontremos mañana en las Bellas Planicies con los dirigentes de Valleamor, Río Feliz y Rabania. Allí podremos orquestar nuestra ofensiva.

—¡Maravilloso, maravilloso! —celebró Renoveres—. Así podremos ultimar los detalles de nuestro plan. ¡Qué alegría, trabajar conjuntamente con los más electos hombres del Bien!

Sanvinto, sin embargo, no parecía tan entusiasmado. Si no hubiera sido un Sumo Sacerdote del Bien, de los que es sabido que aprecian el trabajo en equipo por encima de todo, casi se habría podido decir que estaba disgustado ante la perspectiva de la reunión.

—Por supuesto —dijo, sin dejar de mesarse la barba—. Aunque me temo, mi querido Renoveres, que las cosas pueden… no ser tan suaves.

—¿Qué quieres decir? —se extrañó el alcalde.

Marinina, que observaba aquella conversación sentada en un sofá de la cómoda oficina principal del ayuntamiento, sintió de repente un escalofrío, y se inquietó. Su sexto sentido le avisaba de que algo iba mal.

—No creo que haya ningún problema con los líderes de Río Feliz, ni de Rabania —contestó Sanvinto—. Al contrario; el Sumo Sacerdote de Rabania, Barsán, es un buen amigo mío. Pero me preocupa el Sumo Sacerdote de la ciudad de Valleamor… Barbacristal, se llama.

—¿Te preocupa? —preguntó el alcalde, y de repente se le ocurrió algo—. ¿Quieres decir que es posible que sea un seguidor del Mal encubierto? —se horrorizó.

Maricrís, muy atenta a todo lo que se decía, volvió a temblar.

—No, no osaría aventurar tal cosa —respondió Sanvinto, pese a lo cual añadió—. No obstante, no descartaría que intentase obstaculizar nuestros planes.

—¿Por qué haría eso? —quiso saber Renoveres—. ¿Es que no desea la derrota del Mal?

—Todos los seguidores del Bien deseamos la derrota del Mal, mi querido Renoveres —contestó Sanvinto, alzando mucho las cejas, y en un tono de voz muy sugerente. El alcalde no pareció quedarse muy tranquilo con esta respuesta; pero, un momento después, el Sumo Sacerdote prosiguió—. Pero no os preocupéis. Me cuidaré de mantener un ojo sobre Barbacristal.

Marinina experimentó un nuevo escalofrío, y se sobresaltó. Los dos hombres volvieron sus miradas inmediatamente hacia ella.

—El Mal se agita —musitó la muchacha, con voz ahogada—. Puedo sentirlo.

Godorik, el magnífico · Página 71

—¡Esos cerdos! —bramó el hombrecillo—. Son unos extorsionadores. Nosotros somos gente honrada, comerciantes del nivel 23… mi nombre es Jonaso Carpola, y este es Mónico Querri… y esos desgraciados, atracadores, malhechores, delincuentes…

—Bueno, bueno —tuvo que pararlo Godorik, porque el señor Carpola comenzó a deshacerse en insultos por lo bajo—. ¿Qué era lo que ocurría?

—Esos desgraciados, esos… —empezó de nuevo Carpola, pero luego volvió al grano— son unos cobardes que llevan varios meses amenazando a los honrados vendedores del nivel 23. Son parte de una banda que llegó un día y destruyó los postes de transporte del nivel 23 al 5, metiendo una carga de yogures sin embalar… no sé si escuchó usted eso…

—Sí, sí lo escuché —se impacientó Godorik.

—Bien, pues luego nos amenazaron a todos, y dijeron que destruirían el resto de los tubos de nuestro nivel si no les pagábamos —explicó el hombrecillo—. Ese es nuestro medio de vida; casi todo lo que vendemos es para abastecer a otros niveles. Muchos se acobardaron, y quisieron pagarles… pero otros dijimos que no… y yo quise dejarles las cosas claras y decirles que no eran más que unos matones de tres al cuarto, y una cosa llevó a la otra, y acabamos aquí.

—¿En el nivel 9? —se extrañó Godorik.

—Sí, sí —insistió Carpola, incómodo—. Ellos nos citaron aquí. Pero, usted…

—¿Qué pasa conmigo?

—¿Cómo ha hecho eso? ¡Ha sido magnífico! —exclamó el hombrecillo, disimulando mal su admiración; aunque un instante después gruñó—. ¿Es usted de la policía?

—En absoluto. Solo pasaba por aquí —repitió Godorik, en otro gruñido—. Y, hablando de la policía, están cerca. Lo mejor será que todos nos larguemos cuanto antes.

Esto pareció intranquilizar tanto al señor Carpola y su acompañante como intranquilizaba a Godorik; y con un gesto apresurado echaron a andar.

—¡Vamos! —susurró el señor Carpola—. ¡A los ascensores!

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 49

49

—Sí, jefe, sí —respondió Cirr sin inmutarse, y sin dejar de mirar la mesa—. Solo me pregunto cómo vamos a hacer eso y estar tan seguros de que se lo venderemos correctamente al Bien. Porque me imagino que incluso aunque fuese de verdad un seguidor del Bien el que matase a la chica, esos sacerdotes benignos harían lo que pudieran por achacarnos el asunto a nosotros, y así evitar todo lo que estáis describiendo.

Esa era una respuesta mucho más inteligente de lo que Orosc Vlendgeron se esperaba, y tuvo el efecto secundario de revertir su mal humor.

—Tienes toda la razón, Cirr —concedió—. Y aquí es donde necesito ideas. Tendremos que orquestar el asesinato de forma que no quede ninguna duda, para el gran público al menos, de que ha sido obra de un acólito benigno. —miró a sus estúpidos generales, y a Pati Zanzorn—. ¿Alguna sugerencia?

—Podemos disfrazar a alguien de sacerdote del Bien y hacer que la mate en medio de todo el mundo —sugirió Zanzorn, rascándose la cabeza.

—Ya, ya, pero si no somos un poco más sutiles, atraparán y desenmascararán al asesino sin ningún problema —bufó Vlendgeron.

—¿Por qué querríamos hacer eso? —intervino de repente Ícaro Xerxes, que se había quedado atrapado en un loop en una parte anterior de la conversación—. ¿Por qué querríamos matarla?

—¿Qué? —se extrañó el Gran Emperador—. ¿Cómo que por qué querríamos matarla?

—¡Una muchacha así! —exclamó Ícaro Xerxes, evocando el momento en el que la había visto por primera vez, arrancando flores y sustituyéndolas por cardos—. Estoy seguro de que tiene que haber maldad en su corazón, y no poca. Si logramos traerla de vuelta al mal camino… ¡imaginaos que triunfo para nosotros! ¡Qué demostración de la superioridad del Mal! Matarla no produciría sobre las tropas del Bien ni la mitad del efecto que tendría conseguir que volviera a nuestro lado, que nos apoyase.

Los estúpidos generales, con Vonagorre a la cabeza, asintieron.

—Tiene razón —dijeron. Vlendgeron gruñó.

—¿Y cómo piensas conseguir eso, lumbreras? Estamos hablando de una muchacha que, en apenas unos días, ha azuzado e instigado al Bien como nadie antes…

—Dejádmelo a mí —insistió Ícaro Xerxes—. Yo lo lograré. Gran Emperador, confiad en mí —dijo, alzando las manos dramáticamente.

Los generales siguieron asintiendo y murmurando. Vlendgeron, durante un momento, dudó entre si escuchar a Tzu-Tang, o si ordenar que le cortaran la cabeza allí mismo; pero terminó por ceder al hipnótico carisma del joven, y masculló entre dientes algo que este tomó por un asentimiento.

—No os arrepentiréis, señor —aseguró, mientras se daba media vuelta y se dirigía hacia la puerta—. Es hora de que el Mal vuelva a florecer.

Los generales lo siguieron también, y todos salieron de la habitación.

—A mí también me parece una buena idea —afirmó Pati Zanzorn, sacudiendo la cabeza en señal de asentimiento. Vlendgeron hizo un gesto con la mano, despidiéndolo, y el jefe de inteligencia desapareció a su vez. Entonces, el Gran Emperador dirigió una mirada a Barn, que fregaba vasos con su expresión ausente, y a Cirr, que seguía concentrado en rascar su mesa y no parecía prestar atención a nada.

—No sé lo que está pasando —admitió al fin el maligno soberano, hablando para sí—, pero no me gusta.

Barn se encogió de hombros. Cirr, que esta vez de verdad no estaba atento, se sobresaltó.

—¿El qué? —preguntó al aire.