Una bala para el príncipe · Capítulo II

Capítulo II

Cierto día, no mucho después, la ciudad amaneció revolucionada. Durante las siguientes semanas, Navaseca iba a albergar unas importantes conferencias internacionales, en las que tomarían parte, en representación de la casa real, los príncipes de la nación. Aquel era el día en el que llegaban a la ciudad, y la población al completo se agolpaba en las calles, esperando verlos pasar en el coche oficial.

Algunos, no obstante, tenían ocupaciones más importantes. La viuda Perquin, por ejemplo, decidió aprovechar que las calles por las que no pasaba el coche de los príncipes estaban casi vacías, y se dirigió a la prisión de Navaseca.

—Vengo a visitar a María Lucero —informó a los guardias; y después de deslizar un generoso billete dentro de la mano de uno de ellos, se encontró, tras algunos minutos, en compañía de una mujer de unos treinta años, de cabello rubio y ojos verdes; muy agraciada, pero también algo desmejorada.

—¡Oh!, querida señora Perquin —se conmovió, al verla—, ¡cómo me alegro de que esté aquí!

—¿Cómo te encuentras, María? —preguntó la viuda.

—¿Cómo voy a encontrarme? —comenzó a lamentarse la mujer—. Abatida y desolada.

—No tienes buena cara —frunció el ceño la viuda Perquin—, pero alégrate, porque traigo buenas noticias. Creo que conseguiré que un hombre de posición nos ayude con tu caso; si todo va bien, pronto saldrás de aquí.

—¡Eso sería maravilloso! —se animó Lucero—. Pero ¿cómo ha conseguido eso?

—Un favor por otro favor —resumió la viuda—. No creo que haya ningún problema con ello, porque estoy segura de que el conde Nor, después de tantos años, ya se ha olvidado completamente de ti.

—¡Ese maldito conde! —Lucero estalló en improperios—. ¡Ese cerdo! ¡Él es el que merece estar aquí, no yo!

—Ya lo sé, ya lo sé —bufó la viuda, al parecer cansada de escuchar la misma cantinela. Pero eso no detuvo a María Lucero.

—Primero se aprovechó de mí cuando era nada más que una joven inocente y sola en el mundo —empezó a narrar—, y me atrajo con falsas promesas; hasta tuve un hijo de él… ¡mi pobre Nicolasito! —sollozó melodramáticamente, mientras la viuda Perquin suspiraba haciendo mucho ruido—. Pero yo vi que no era un hombre honrado; lo supe enseguida, ¿sabe usted? No es fácil engañarme; siempre averiguo el carácter de las personas.

La viuda Perquin asintió con cara de póquer, y no mencionó que ese «enseguida» había tardado casi ocho años.

—¡Pero, cuando le eché en cara sus fechorías, se enfureció! —siguió contando María Lucero—. Y sus fechorías eran muchas… ya sabe usted que descubrí que había incluso envenenado a alguien para heredar el condado…

La viuda Perquin volvió a asentir, impaciente.

—Sí, sí —trató de detener aquella narración, que ya conocía muy bien y de sobre cuya veracidad tenía, por partes, serias dudas. Pero parar a María Lucero cuando se ponía a hablar no era fácil.

—¡Y entonces, el desalmado hizo que me encerrasen aquí, y me separó de mi pobre niño! —hipó—. ¡Mi Nicolasito, la luz de mi vida! ¿Dónde estará ahora? ¡No he sabido nada de él en todos estos años!

—Está bien, está bien —consiguió por fin intercalar la viuda—. Estoy segura de que estará perfectamente; y, una vez que salgas de aquí, lo encontraremos.

—¡Mi pequeño! —siguió llorando María Lucero.

—Ya no será tan pequeño —musitó para sí la viuda.

—No, ya tendrá unos… quince años —calculó Lucero, interrumpiendo por un momento su llantina—. ¡Pero, para mí, siempre será mi pequeño!

—Daremos con él; no lo dudes —aseguró la vieja mujer.

—Es usted tan buena conmigo —sollozó María Lucero—. Ha sido usted para mí como una segunda madre, desde que la encontré.

—Tu madre y yo fuimos buenas amigas en nuestra juventud —rumió la viuda Perquin—. Ayudarte es lo menos que puedo hacer; aunque, si te hubiese hallado antes…

—¡Si yo la hubiese tenido en mi vida antes, nada de todo esto habría ocurrido! —siguió lamentándose María Lucero—. ¡Qué cruel es el destino!

—Lo es, querida, lo es —le dio la razón la vieja viuda, y, cansada de tanta porfía, se preparó para marcharse—. Pero no desesperes. Si todo va como planeo, pronto serás libre; y entonces podremos dedicarnos a encontrar a tu hijo.

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