Godorik, el magnífico · Página 70

—¡Gallinas! —vociferó el líder, desde el suelo, un momento antes de levantarse y echar a correr detrás de ellos sin más ceremonia. El último, que era el más corpulento, y que después de su segundo golpe contra el suelo parecía un poco mareado, tardó unos segundos en reaccionar; primero miró a Godorik embobado, y después como si cavilase si tenía alguna posibilidad si volvía a atacarle. Debió de decidir que la cosa no le convenía demasiado, porque enseguida siguió a los demás, aunque con expresión contrariada.

Godorik se agachó y cogió la electronavaja, que se habían dejado en el suelo. En realidad, una electronavaja no era mucho más que una navaja normal, aunque tenía un botón oculto que (cuando la batería estaba cargada) la replegaba en pedazos sobre sí misma, hasta quedar reducida a un cilindro del tamaño de un bolígrafo. De esta forma, era mucho más fácil ocultarla, aunque la Computadora había regulado ya en casi infinitas ocasiones los chips automatizados que debían llevar para que pitaran en los escáneres, y las restricciones que se imponían a su uso y posesión. Pero de nada servía, porque los que querían utilizarlas seguían consiguiéndolas; y lo de los chips, que de vez en cuando se averiaban milagrosamente, o en ocasiones venían averiados de fábrica, era el pitorreo padre. En cualquier caso, Godorik no podía simplemente dejarla allí tirada en el suelo. Buscó el botón para replegarla, y lo encontró; pero apretarlo no sirvió de nada. Probablemente, a aquel matón de pacotilla se le habría olvidado cargarla. Solía pasar.

—¿Quién es usted? —preguntó el hombrecillo, que tenía el ceño fruncido y parecía preocupado.

—Alguien que pasaba por aquí —contestó Godorik, guardándose la navaja como pudo—. Me llamo Godorik. ¿Qué querían de ustedes esos hombres? ¿Y qué era eso de los postes de transporte?

Una bala para el príncipe · Capítulo I

Capítulo I

El hotel Babilonia estaba situado en el centro mismo de la ciudad de Navaseca. Navaseca, que había sido poco más que una villa provinciana durante la mayor parte de su historia, se había convertido en las últimas décadas en una urbe floreciente, en la que se reunían las altas esferas de la sociedad y los poseedores de las mejores fortunas; aunque nadie sabía muy bien por qué, porque la ciudad en sí era fea y aburrida, y en verano hacía mucho calor y todo lo que estaba cerca del río se llenaba de mosquitos.

El lujoso hotel Babilonia, propiedad del señor Ernesto Babel, era pues, junto al palacete del embajador y a las fiestas de la condesa Morániz, uno de los pocos lugares en los que se citaban los afortunados de Navaseca a celebrar las indolentes veladas que podían distraerlos. Sin embargo, al contrario que en el palacete del embajador, y en la mayor parte de las fiestas de la condesa, en el hotel Babilonia no hacía falta gozar de la aprobación de su dueño para entrar, ni el acceso se permitía solo a los que estuvieran en posesión de una preciada invitación solo concedida en honor a su buen nombre y fortuna, o en su caso a la cantidad de jugosos chismorreos que podían proporcionar para el entretenimiento general. Al revés; en el hotel Babilonia muchas veces entraba casi cualquiera, lo que le daba una fama de lugar un tanto licencioso que, en vez de ahuyentar a sus peces gordos, los atraía aún más. Ernesto Babel, que tenía buena visión para los negocios, permitía que todo esto pasara, y cada vez que alguien le reprochaba la reputación no del todo intachable de la sociedad que se juntaba en su hotel no hacía otra cosa que frotarse las manos.

Aquella noche, se celebraba en los salones de este célebre establecimiento un pequeño baile, que no conmemoraba ni festejaba nada en especial, y estaba únicamente pensado para entretener a todos aquellos ricos ociosos que tanto frecuentaban Navaseca. Uno de estos ricos, aunque no tan ocioso, era Alejandro Sorés, un hombre apuesto de mediana edad que se dedicaba al negocio naviero y que acudía a todas aquellas ocasiones vestido siempre con un muy elegante frac.

Normalmente, el señor Sorés se distraía en aquellas veladas paseando entre un corrillo de gente y otro, siempre con una copa de algo en la mano y una expresión de sarcástica suficiencia en la cara. Pero aquel día había ido allí con un propósito en mente; y por ello se dedicó durante un buen rato a pasear la vista entre los asistentes, buscando a alguien. Y finalmente encontró a su propósito, sentado en un sofá y abanicándose con expresión airada: la vieja viuda Perquin.

El señor Sorés se acercó a ella y se sentó a su lado.

—Querida Perquin —le dijo, con tono de sorna—, a usted la buscaba yo. Pero ¿qué hace usted aquí en una esquina, pretendiendo que es una pieza del mobiliario? ¿Por qué esa cara?

—Querido Sorés, no sé de qué habla usted —le respondió la viuda, con la misma expresión agriada—. Esta siempre ha sido mi cara.

Sorés sonrió con socarronería.

—Es usted muy graciosa —dijo, y muy pagado de sí mismo sacó un cigarro, lo prendió y comenzó a fumar—. ¿Ha oído usted hablar de Samanta Vaseli?

La viuda lo miró con desconfianza.

—Por supuesto que ha oído hablar de ella —siguió Sorés, sin darle tiempo a contestar—. No sé por qué me molesto en preguntarle. Bien, mi querida Perquin: infórmeme. ¿Es cierto que Rodrigo Vaseli ha desheredado a su sobrino, al que pretendía traspasar su negocio, y que ahora su hija Samanta lo poseerá todo?

La viuda suspiró.

—Rodrigo Vaseli ya es viejo —dijo—, y se retirará pronto; pero, por lo que se ve, ha decidido en el último momento que su sobrino, Rodolfo Quiján-Vaseli, no es el más adecuado para heredar sus negocios. Sí; por lo que tengo entendido, es cierto. Samanta Vaseli heredará no solo la fortuna de su padre, sino también su empresa.

—Que, en las manos correctas, puede llegar a dar a su dueño muchísimo dinero —completó Sorés, chupando su cigarro—. Bien. Dígame, querida Perquin: ¿me presentará a la encantadora Samanta Vaseli?

—Si es encantadora o no, no me corresponde a mí decirlo —carraspeó la viuda, que obviamente no tenía la mejor opinión ni de los Vaseli ni del hombre que tenía enfrente—, pero no creo que se merezca que le preste el mal servicio de presentársela a usted. No crea que no sé qué pretende, Sorés.

—Lo que pretendo es sumamente evidente —respondió Sorés, muy tranquilo—. Me casaré con Samanta Vaseli y me convertiré en un hombre muy rico. Y, querida viuda, no me venga usted ahora con esas. Todos sabemos a qué se dedica, y que no tiene demasiados escrúpulos.

—Tengo los suficientes para no querer dejar a esa muchacha en manos de un cazafortunas como usted —protestó la viuda, con aire altivo.

—Y, en mi caso, sé también que tiene usted un problema que su falta de escrúpulos podría tal vez arreglar —continuó Sorés, ignorando lo que su interlocutora había dicho—. No se imagine que no he oído hablar de esa chica suya que está en la cárcel.

La viuda lo miró alarmada.

—¿Qué sabe usted de eso? —preguntó.

—Lo suficiente —contestó Sorés—. Sé que hay una muchacha en la cárcel de Navaseca, sobre cuya relación con usted no haré comentarios, a la que quiere sacar de allí a toda costa. Bien, mi querida Perquin, déjeme proponerle algo; esto puede resultar beneficioso para ambos. Si usted utiliza sus artes para convencer a Samanta Vaseli de que se convierta en mi mujer, quizás yo pueda hacer algo por esa pobre chica.

—Esa pobre chica no es tan joven como usted la cree —bufó la viuda Perquin, tratando de ganar algo de tiempo para reflexionar sobre esa propuesta. Se alisó un poco la falda, y al cabo de un momento añadió—. ¿Se asegurará usted de que salga del presidio?

—Haré cuanto esté en mi mano —prometió Sorés.

La viuda Perquin suspiró.

—Está bien —cedió—. Le presentaré a Samanta Vaseli.

—Y se cerciorará de hacerlo en términos favorables, y de interceder a mi favor cuando sea necesario —exigió Sorés.

—Sí, sí —gruñó la viuda, molesta.

—Bien, pues este es un momento tan bueno para empezar como cualquier otro —la presionó Sorés, viendo que unos momentos después ella aún no había dicho nada.

—Mi querido Sorés, es usted muy impaciente —le recriminó la viuda, con una mueca de disgusto—. La noche es joven; y Samanta Vaseli, aunque no dudo de que se presentará aquí hoy, no ha llegado siquiera todavía.

—Oh —musitó Sorés.

—¡La juventud siempre tiene tanta prisa! —se lamentó la viuda, aunque llamar «juventud» al señor Sorés, que ya pasaba muy bien de los treinta, empezaba a ser un poco exagerado—. Siempre lo quiere todo aquí y ahora. ¡Como ese Leandro Ligoria! —farfulló, mirando acusadoramente a un joven (este sí) muy apuesto, de tirabuzones rubios y ojos azules y aspecto angelical, que se paseaba por la sala en compañía de una señorita igualmente muy agraciada—. ¡Mírelo! Ahí está, pavoneándose de su nueva conquista. ¡Pobre muchacha! Supongo que nadie le ha dicho todavía que dentro de una semana su galante seductor la habrá dejado por otra.

—Todas creen siempre que ellas serán las definitivas —se burló Sorés, pero no obstante echó un buen ojo a la nueva acompañante de Ligoria. Era una chica muy joven, de poco más de veinte años, y muy hermosa; tenía unas facciones de muñeca y una figura espectacular, y por si fuera poco llevaba un vestido que la favorecía mucho y la hacía resaltar aún más—. ¿Sabe usted quién es? No la conozco.

—No la conoce usted porque no la conoce nadie… Se llama Elina Goder, y acaba de llegar hace poco a la ciudad. ¡Y ya ha logrado caer directa en los brazos de Ligoria!

—Esa chica es una belleza —sentenció Sorés—. Está perdiendo el tiempo con Ligoria. Bien, mi querida viuda —añadió, levantándose del sofá—, puesto que dice usted que falta un tiempo para que aparezca Samanta Vaseli, voy a ver si puedo conocerla.

—Vaya, vaya —le espetó la viuda, disgustada—. Vaya a ver si consigue que pierda el tiempo con usted en vez de perderlo con Ligoria. No sé con cuál de los dos estará peor.

—Me hiere usted, querida Perquin —respondió Sorés, aunque evidentemente ese no era el caso—. ¿Cómo puede usted compararme con un calzonazos como Leandro Ligoria?

Y dicho esto, se acercó a la alegre pareja formada por Ligoria y Elina Goder, que reía muy animadamente junto a una ventana.

—Ligoria, amigo mío —interpeló Sorés a Leandro—, veo que está usted intentando acaparar la atención de una señorita encantadora. ¿Le importaría presentármela?

A Ligoria esta interrupción no le sentó nada bien; dejó de reír y puso mala cara. Elina Goder, sin embargo, sonrió cautivadoramente a Sorés, y no pareció oponerse a que los presentaran.

—Por supuesto —gruñó Ligoria—. Sorés, tengo el gusto de presentarle a Elina Goder, que acaba de llegar no hace mucho a la ciudad. Elina, este es Alejandro Sorés… un magnate de los barcos.

—¡Magnate! —se echó a reír Sorés, haciendo temblar el cóctel en su copa—. No diría yo eso. Es un placer conocerla, señorita.

—Lo mismo digo, caballero —respondió Elina, que de cerca era aún más guapa. Sorés le besó la mano, poseído por el espíritu de la galantería; ella pareció sorprenderse, y se puso roja como un tomate. Ante esto, Ligoria se puso de morros, y se cruzó de brazos como si intentara contener las ganas de decirle a Sorés que se marchase.

—¿Y se está divirtiendo usted en Navaseca? —preguntó el recién llegado.

—Mucho, por supuesto —contestó la mujer—. ¡Hay tanto que ver y tantas cosas que hacer! Es una ciudad impresionante.

«Impresionante» no era el adjetivo que Sorés habría puesto a Navaseca; pero pese a este indicio del quizás no tan atinado juicio de su nueva conocida, no sonrió con tanto sarcasmo como solía hacerlo. Abrió la boca para preguntar cuáles eran exactamente todas esas cosas que ver y que hacer, pero en ese momento la cabeza rubia de la joven Sofía Bronvich apareció de repente entre ellos.

—¿Qué tenemos aquí? —se metió en medio de todo, como solía hacer—. Sorés, ¿ya está usted entrometiéndose entre parejitas de enamorados?

—¿Qué dice usted, señorita Bronvich? —respondió Sorés, fastidiado. Ligoria pareció agradecer la interrupción.

—Vamos, vamos, Sorés —siguió Sofía, tomando a este por el brazo—. Mejor acompáñeme usted a bailar un poco.

A Sorés no le quedó más remedio que seguirla, para gran alivio de Ligoria. No obstante, Sofía tenía poco interés en bailar.

—Debería darme las gracias —espetó, en cuanto se hubieron alejado lo suficiente—. ¿Es que no se ha enterado usted?

Sorés la escrutó con la mirada. Sofía Bronvich era la única hija de Herberto Bronvich, un excéntrico empresario que poseía una enorme fortuna; y por ello, a pesar de que ella misma era una jovencita de aspecto nada más que mediocre y una personalidad que a veces resultaba difícil de soportar, podía permitirse ser una metomentodo y hacer en cada momento lo que le venía en gana.

—¿Enterarme de qué?

—Esa nueva chica alrededor de la que revolotea Ligoria… ¿sabe usted que es la hija de una camarera, de allá del norte? —reveló Sofía, muy divertida—. Es una vulgar muchachita que se ha puesto un traje de gala y cree que puede jugar a ser una princesa.

—¿Cómo sabe usted eso? —se sorprendió Sorés.

—Todo el mundo lo sabe —se vanaglorió Sofía—. Si prestara usted un poco de atención a su alrededor, lo habría escuchado.

Sorés se dijo que la viuda Perquin le acababa de gastar una jugarreta, y maldijo entre dientes.

—¿Y Ligoria? ¿Lo sabe él?

—Claro que sí —afirmó Sofía—. Pero ya sabe usted cómo es Ligoria; no tiene ni gusto ni decencia. De todas maneras, a él no le importa, porque la semana que viene ya estará detrás de las faldas de otra.

—Veo que Ligoria no es su favorito —observó Sorés.

—Ni Ligoria, ni usted —confesó la chica, que tenía tanto dinero e influencias como podía desear, y por tanto no había adquirido nunca el hábito de tratar de agradar a los demás—, ni la mayor parte de este salón. Son ustedes unos vanos y desagradables mercenarios.

—¿Quiere usted bailar, o no? —le espetó Sorés, divertido.

—No, no me apetece —contestó Sofía—. Será mejor que nos sentemos. Allí está mi padre, y parece que junto a él hay un trozo de sofá libre.

En efecto, sentados relajadamente en un canapé estaban el traje rojo chillón y las enormes gafas decorativas de Herberto Bronvich; y, dentro de ellas, el mismo Herberto Bronvich, un hombre de unos cincuenta años con unas marcadas entradas en un cabello entre rubio y canoso.

—¡Sofía, querida! —saludó a su adorada hija, en cuanto avistó que Sorés y ella venían a sentarse junto a él—. Qué bien que vengas a hacerme compañía; me estoy aburriendo como una ostra. Como tu madre ha tenido que quedarse en casa, no tengo ninguna forma de sonsacarle información a los Goventa, y eso que María Goventa ha sugerido algo sobre los Meguentín, y la historia debe de ser muy jugosa.

Y con esas lamentaciones hizo sitio a Sorés y a Sofía para que se sentaran. Como vio que ninguno de los dos estaba muy hablador, siguió él:

—Mi esposa está enferma con gripe —informó al señor Sorés—. La pobre lleva tres días en casa, y no quiere salir. Pero no es grave, y seguro que mejorará pronto, ¿no es así, querida?

—Claro, papá —asintió Sofía—. Ya podría haber venido hoy. Si ha dicho que no ha sido porque no le apetecía.

—¿Sabes quién más lamento que no esté aquí hoy? —continuó el señor Bronvich—. Gregorio Harvel; siempre es una compañía agradable. Una pena que se haya quedado en casa hoy; siempre tiene unas opiniones sobre el mercado de valores que son una delicia. Y además, habría traído a su hijo, y habríais podido bailar un par de rondas, ¿verdad? —sonrió en dirección a Sofía, y después se volvió hacia Sorés—. Mi hija está prometida con Gregorito Harvel, el hijo mayor de Gregorio Harvel. Un gran partido; heredará todo lo que tiene el padre, aunque la fortuna de la madre será para la hija menor, Susanita, la que quiere ser actriz. ¡Actriz, digo yo! Pero la fortuna de Gregorio es mayor, y un día será para su hijo.

Sorés asintió cortésmente; ya sabía, como todo el mundo, que Sofía Bronvich iba a casarse con Gregorito Harvel, un aburrido joven de su misma edad con una nariz y unas orejas muy grandes. Entre los dos juntarían los millones de los Bronvich y los millones de los Harvel, y serían los más ricos de toda Navaseca, y, probablemente, de los más ricos de todo el país.

Pero, pese a estos halagüeños planes, Sofía no parecía muy contenta con esta dirección de la conversación, y trató de desviarla rápidamente.

—¿Qué es lo que has escuchado de María Goventa, papá? —preguntó. Herbert empezó a relatar algo muy confuso, pero se interrumpió cuando, un instante después, Juan Quiroga surgió de la nada y se acercó a ellos.

—Discúlpenme —dijo—, no quiero interrumpir; pero, señor Sorés, si pudiera usted acompañarme un momento…

Sorés se levantó, preguntándose que pasaba aquella noche, y por qué todo el mundo quería llevárselo a alguna parte. Siguió a Quiroga, que era un hombre bastante feo, de pelo negro y poca estatura, conocido porque era siempre muy cortés.

—¿Qué ocurre, Quiroga? —quiso saber.

—La señora Perquin me ha dicho que tiene usted interés en conocer a la señorita Vaseli —contestó Quiroga, señalando con la mirada en dirección a la viuda, que, abanicándose sobre su sofá, los seguía discretamente con los ojos—. La señorita Vaseli ha llegado hace unos minutos, y, siendo yo conocido suyo, la señora Perquin me ha pedido que los presente.

Sorés asintió, satisfecho. La viuda se la había jugado en cuanto a la información que le había suministrado sobre Elina Goder, pero parecía que en el caso de Samanta Vaseli iba a cumplir con lo que habían convenido un rato antes. Le interesaba hacerlo, por supuesto.

La señorita Samanta Vaseli había llegado efectivamente un corto rato antes, en compañía de sus padres y de algunas primas. Era una joven de aproximadamente la misma edad que Elina Goder, y resultaba bastante atractiva; pero en la comparación con esta última salía perdiendo, tanto más cuando su vestido, que estaba cortado según la moda más reciente, no le sentaba bien, y la forma en la que había rizado su cabello castaño tampoco la favorecía mucho.

Quiroga, que era el sempiterno soltero con el que todas las mujeres congeniaban pero a la que ninguna quería por marido, saludó a Samanta afectuosamente y se apresuró en hacer las presentaciones.

—Señorita Vaseli, permítame presentarle a un buen conocido mío, el señor Alejandro Sorés, del que últimamente se oye hablar mucho en el negocio naval —dijo, después de hacer una algo pomposa reverencia—. Señor Sorés, tengo el honor de presentarle a la señorita Samanta Vaseli.

Sorés advirtió cómo los ojos de Samanta Vaseli pasaban de Juan Quiroga a él, y celebró el ingenio de la viuda Perquin. Era un hombre relativamente agraciado, aunque nadie podría llamarlo muy apuesto; pero, al lado del pobre Quiroga, que era feo como nadie, resultaba casi un adonis.

—Es un placer conocerle, señor Sorés —dijo Samanta Vaseli, entrecerrando lánguidamente las pestañas.

—El placer es mío, señorita —contestó él—. Me habían dicho ya que era usted una dama muy hermosa, pero me temo que se habían quedado cortos.

Samanta Vaseli correspondió a ese cumplido con una insulsa sonrisa, y se dejó besar la mano sin decir nada más.

—¿Le gustan a usted las veladas de este hotel? —preguntó Sorés, intentando entablar una conversación.

—Sí… supongo —contestó Samanta, y volvió a callar. Al cabo de un momento, se sintió obligada a añadir—. Son entretenidas.

—Sí, lo son —dijo Sorés, que a pesar de sí mismo empezaba a asombrarse de la sosería de la señorita Vaseli—. ¿Viene usted a menudo?

—A veces. ¿Y usted?

—Sí, habitualmente. Aunque… —dijo Sorés, preguntándose qué veredicto podía ser del gusto de su interlocutora— si le digo la verdad, creo que han perdido un poco desde que ya no asiste la condesa Morániz.

Samanta Vaseli expresó algo que lo mismo podía ser una opinión que no serlo, y después se calló y dejó que Sorés se devanara los sesos buscando un nuevo tema de conversación. Y así siguieron un buen rato, y terminaron la noche convencidos él de que la señorita Vaseli era la persona más insípida del mundo, y ella de que el señor Sorés era un hombre realmente interesante y encantador.

Godorik, el magnífico · Página 69

—Es un asunto de… —comenzó el hombrecillo. Pero en ese momento el cabecilla recobró los ánimos, y con un alarido empuñó la electronavaja y fue a clavarla en el estómago de Godorik.

—¡AAAAAH! —gritó. Pero se escuchó un ruido metálico, y en lugar de clavarse la hoja chocó contra algo duro—… ¿AAAH?

Godorik bendijo su nuevo (y superior) torso mecánico, y sin perder un momento agarró la mano de su atacante.

—¡Suelta eso! —exclamó.

—¡Me haces daño! —protestó el hombre, dejando caer la navaja.

Godorik lo soltó, con la esperanza de que se hubiera calmado un poco; pero, al contrario, lo primero que el tipo hizo después de frotarse la mano fue tratar de darle un puñetazo. Godorik se agachó a tiempo para esquivarlo, y ni siquiera intentó devolvérselo, porque aún no controlaba muy bien su propia fuerza y no estaba seguro de si podría hacerle daños serios. Eso exasperó a su contrincante más aún que todo lo anterior.

—¡A por él! —gritó a sus camaradas, y él mismo se abalanzó sobre Godorik—. ¡Vamos, ayudadme!

Pero sus colegas no parecían muy por la labor. De los dos que le habían hecho caso antes, solo uno fue a ayudarle; y el otro, que no se había movido del sitio desde que Godorik lo había empujado, se unió felizmente a la hueste de confusos mirones que formaban los otros tres. En cambio, el que sí reaccionó fue el hombrecillo, que había observado todo aquello con indignación mientras su compañero le tiraba de la manga e intentaba largarse en dirección contraria.

—¡Cobardes! —gritó, y fue a unirse a la pelea—. ¡Dos contra uno! Espere, amigo, voy a…

Pero Godorik, que tenía la fuerza de un camión, se quitó de encima fácilmente al cabecilla; y tampoco le resultó difícil librarse del otro y tirarlo al suelo. El hombrecillo se detuvo en seco, sorprendido, mientras los mirones daban un paso atrás.

—Jefe, creo que esto no es una buena idea —comentó uno.

—Nosotros mejor nos vamos —dijo otro, mientras se daban la vuelta y comenzaban a alejarse a trote ligero.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 48

48

—Tú seguiste a esa condenada muchacha hasta las tierras del Bien, y también presenciaste el revuelo que organizó en Aguascristalinas —dijo Vlendgeron—. Esa chica parece ser la única razón para que hayan decidido atacarnos tan súbitamente, ¿no?

—Sí, señor —asintió Ícaro Xerxes—. Así me informó el benigno sujeto con quien entablé conversación: me dijo que una maravillosa muchacha había inspirado sus corazones para derrotar al Mal…

—¿Qué pasaría si esa muchacha fuese asesinada? —lo interrumpió Vlendgeron. Ícaro Xerxes pareció confundido por un momento.

—¿Planeáis su asesinato? —preguntó.

—Veo dos posibles reacciones del Bien a la muerte violenta de su nueva mascota —continuó Orosc, ignorando por completo el desconcierto de su interlocutor—: o sus tropas se desinflan, al haber perdido su limpia y adorable fuente de inspiración; o la convierten en un mártir y luchan con más ahínco, intentando honrar su recuerdo. Por supuesto, la opción que más nos interesa es la primera —expuso, mirando de reojo a sus estúpidos generales—, por lo que deberemos asegurarnos de que es la que ocurre cuando acabemos con esa muchacha.

—¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó Vonagorre.

—Cerciorándonos de que esas benignas tropas nunca lleguen a enterarse de que la matamos nosotros —tronó el Gran Emperador—. Escenificaremos su muerte como si hubiera sido obra de los seguidores del Bien.

Miró a su alrededor, tratando de discernir qué pensaban de ese plan sus subordinados. Pero solo vio caras de confusión, incluida la de Ícaro Xerxes, que no parecía estar escuchándole; y excluyendo la de Barn, cuya cara de póquer era magnífica y absoluta mientras fregaba vasos, y la de Cirr, que estaba muy concentrado rascando algo de una mesa con un papel.

—Cirr —la tomó con este último, un tanto frustrado—, ¿me estás escuchando?

 

Godorik, el magnífico · Página 68

—¿Qué está pasando aquí? —repitió, acercándose—. ¿Qué es eso de rajar a nadie?

—¿De dónde sale este? —preguntó alguien.

El de la navaja (no era el único que llevaba una navaja, observó Godorik ahora que los veía más de cerca; pero sí el único que apuntaba a alguien con ella) no pareció encontrar aquella nueva circunstancia nada divertida, y empezó a vociferar.

—¡Lárgate de aquí! —gritó, agitando el arma—. ¡No te metas donde no te llaman o te rajaré a ti también!

—No te pongas demasiado chulito —le aconsejó Godorik, sacando pecho y poniéndose chulito a su vez—, y no rajes a demasiada gente, porque la policía está en el nivel y a la vuelta de la esquina. ¿Qué está pasando aquí?

—¿La policía está aquí? —se alarmó uno de los rodeados, el que había hablado antes, y que era un hombrecillo de un metro cincuenta como mucho.

—¿Es eso verdad? —exclamó otro tipo.

—¡Es un farol! —gritó el líder, que seguía agitando furiosamente su navaja. Pero Godorik no dejó de avanzar hacia él, y eso terminó por ponerlo muy nervioso—. Es mentira. ¡Cogedlo!

Dos de los cinco matones se miraron entre sí, pero no hicieron nada; otro hizo un amago de acercarse a Godorik, y los dos últimos se abalanzaron sobre él sin dudar. Godorik apartó a cada uno con un manotazo… y eso fue suficiente para empujarlos varios metros hacia atrás. El que había empezado a acercarse se detuvo de nuevo, y los otros dos se reafirmaron en su posición de no hacer absolutamente nada hasta tener una idea de qué estaba pasando. Godorik llegó hasta el cabecilla y lo cogió por el cuello de la camisa.

—¿Alguien va a explicarme qué ocurre aquí, si o no? —bufó, y volvió la vista hacia el hombrecillo y su acompañante, que parecía mucho más tímido y en aquel momento se encogía como si quisiera hacerse lo más pequeño posible—. ¿Qué es todo esto? —preguntó.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 47

47

—Me temo que tengo malas noticias —carraspeó Zanzorn—. La agitación no se limita a Aguascristalinas; todas las ciudades a nuestro alrededor se están preparando para la guerra.

—¡Maldición! —barbotó Orosc—, aunque era de esperar. En cualquier caso, nos superan ampliamente en número.

—Pero no en deseos de destruir —vociferó Vonagorre. Vlendgeron le dirigió una mirada exasperada.

—¿Qué más has averiguado, Zanzorn? —preguntó.

—Al parecer, una fuerza conjunta de las ciudades de Aguascristalinas, Río Feliz, Valleamor y Rabania piensa avanzar hasta rodear Kil-Kanan —expuso Zanzorn—. Cuando nos hayan cortado la retirada, una avanzadilla de servicios sociales entrará en nuestros terrenos y comenzará a reducir todo lo que encuentre a su paso.

Orosc Vlendgeron pareció fastidiado por un momento más, pero enseguida empezó a cavilar.

—No podemos permitir que eso ocurra —pensó en voz alta—. Lo primero es evacuar a la gente de las aldeas al fuerte; no podemos arriesgarnos a perder efectivos. ¿Cómo andamos de magos ilusionistas?

Esta pregunta iba dirigida a Vonagorre, pero este se encogió de hombros y puso cara de tonto. El Gran Emperador suspiró.

—Todos a la cantina —ordenó—. Y llamad a los restantes generales, a Mario Cirr y a ese muchacho, Tzu-Tang.

Varios minutos después, los cinco generales, el jefe de inteligencia, el fontanero-Consejero Imperial, Ícaro Xerxes, Vlendgeron y Celsio Barn se encontraban todos reunidos en la cantina de este último, que miraba al suelo con el ceño tan fruncido como si tuviese la impresión de que después de aquella asamblea tendría que volver a fregar.

—Barn —repitió entonces Orosc—, ¿cómo andamos de magos ilusionistas?

—Tenemos nueve, de los cuales cuatro son competentes, uno pifia todo lo que hace, y otro está intentando ocultar su identidad y no sabe que sabemos que es mago —informó Barn, sin dudar.

—Bien —se alegró Vlendgeron—, tenemos suficientes. Escuchadme. Esta es la fase uno de nuestro plan de defensa: evacuaremos todas las aldeas, y mandaremos a cuatro de ellas a nuestros cuatro ilusionistas competentes; al inútil y al mentiroso los enviaremos a otra, y a los tres regulares los repartiremos por las dos restantes. Allí, su labor será distraer a los servicios sociales, y hacer creer a cada uno de sus equipos que los grupos de las otras ciudades son el enemigo, esto es, somos nosotros. Con algo de suerte, se destruirán entre sí antes de averiguar qué es lo que está ocurriendo; si todo va bien, tendremos incluso la ventaja de que el uso de una táctica tan rastrera por nuestra parte devastará psicológicamente al Bien.

—¡Eso es genial! —se entusiasmó Zanzorn. Vlendgeron lo asaetó con una mirada colérica, y prosiguió:

—No hay forma de que podamos enfrentarnos a las fuerzas del Bien en todas partes a la vez, y tampoco somos suficientes como para dividirlos. ¡Tzu-Tang!

La agraciada cabeza de Ícaro Xerxes apareció entre los rudos rostros de los generales, y se acercó a Orosc Vlendgeron.

—¿Sí, Gran Emperador? —preguntó.

Godorik, el magnífico · Página 67

—¡Vuelva aquí! —tronaba en ese momento el robot-altavoz, pitando a la vez con una sirena muy aguda, que sin duda alguna estaría despertando a medio vecindario— ¡Vuelva aquí, y entréguese!

Godorik se dio la vuelta y se tambaleó por aquel tejado, tratando de alejarse de allí lo más rápidamente posible. En cuanto pudo se pasó a otro sobre el que fuera algo más fácil mantenerse estable, y de ahí saltó a una alta terraza donde un canario enjaulado lo saludó con un concierto de gorgoritos. Después bajó por el costado del edificio, pensando que a las cámaras de vigilancia les costaría mucho más localizarlo si se internaba por las callejuelas.

—¡Entonces atente a las consecuencias! —escuchó que gritaba alguien. Colgando de una repisa, miró hacia abajo—. ¡Y las consecuencias van a ser muy desagradables!

En la calle había un grupo de unas siete personas, de las cuales cinco rodeaban a las otras dos. Uno de estos cinco sostenía en una mano una electronavaja, y hacía grandes aspavientos con la otra.

—¡No estás siendo nada razonable! —gritó uno de los dos rodeados, muy ofuscado, y sin que pareciera que lo intimidara el que estuviesen apuntándolo con una navaja.

—Ya he sido todo lo razonable que tenía que ser. ¡O pagáis, o nos aseguraremos de que los postes de transporte dejen de funcionar! —vociferó el otro—. ¡Y a ti te rajaré aquí mismo!

En ese momento, Godorik decidió que ya había escuchado todo lo que tenía que escuchar.

—¡Eh! —llamó, aún colgado de su repisa. Los de abajo, sobresaltándose, volvieron la vista hacia arriba—. ¿Qué demonios pasa aquí?

—¿Qué hace ese tío ahí colgando? —exclamó uno de los que acompañaban al de la navaja. Godorik se soltó y se dejó caer hasta la calle, y aterrizó elegantemente sobre el pavimento sin hacerse ningún daño.

Godorik, el magnífico · Página 66

—¿Qué? —exclamó Godorik, sobresaltándose. Pero los componentes de la fuerza reunida ante él no lo dudaron mucho, y lo encañonaron con sus rifles de corta distancia sin perder un momento. Godorik, asustado, no se tomó el tiempo siquiera de mirar a su alrededor para buscar una salida de allí; flexionó las piernas y saltó hacia arriba con todas sus fuerzas. Al cabo de un instante, se encontró muchos, muchos metros más arriba de lo que había planeado, elevándose entre los edificios cercanos y contemplando desde la lejanía la expresión estupefacta de los policías.

Tan rápidamente como había subido, comenzó a bajar de nuevo. Tardó una fracción de segundo en reaccionar, mientras veía cómo el suelo se acercaba a toda velocidad; y, pensando que porque no lo matara la policía se iba a matar él, volvió a doblar las rodillas, y muy para su sorpresa aterrizó elásticamente a tan solo unos metros de donde había iniciado su salto. Sus adversarios, tan asombrados como él, se demoraron en disparar; y eso le ganó el tiempo suficiente para volver a intentarlo. Dio otro salto, esta vez hacia delante, y sobrepasó cómodamente la barrera de policías y antidisturbios que había frente a él.

Cuando volvió a aterrizar, no las tenía todas consigo; pero el silbido de una bala junto a su oído le impidió tomarse algo de tiempo para ordenar sus ideas. Su primer impulso fue echar a correr, pero eso habría sido una tontería; así que saltó una vez más, y en esta ocasión no aterrizó sobre el suelo, sino que avanzó la distancia suficiente para agarrarse a la cornisa de un edificio cercano.

—Esto va a acabar mal —gruñó, mientras aún colgaba de la cornisa, y dobló los brazos para impulsarse hacia arriba. En cuanto logró colocar sus pies sobre algo firme aprovechó para volver a brincar, y llegó hasta el tejado del bloque, que para su desgracia no era una azotea como lo había sido en el de Severi Gidolet sino un resbaladizo techo de tejas. Haciendo equilibrios para sostenerse, Godorik volvió la vista hacia la policía.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 46

46

El Fuerte Oscuro bullía de actividad. Los malignos ánimos que Ícaro Xerxes había infundido en el corazón de los clientes de la cantina habían llegado ya a todos sus habitantes; y estos se habían puesto en marcha con inusitado entusiasmo. El Gran Emperador, paseando por los pasillos, comprobó sorprendido cómo sus súbditos llevaban y traían armas, organizaban milicias y vociferaban malvadas consignas, con una eficienca nunca vista antes.

—¿Cómo es esto posible? —se preguntó, y se le ocurrió una nueva idea—. ¿Quizás ese muchacho, Tzu-Tang, sea el Elegido del que habló la Sin Ojos?

Desde luego, eso era posible, y el ferviente ajetreo en el que había sumido el fuerte con solo unas pocas palabras parecía prueba concluyente de ello; pero había algunos detalles que seguían escamando a Vlendgeron. Como, por ejemplo, ¿por qué se había esfumado la Sin Ojos justo antes de que llegase Tzu-Tang? Y ¿dónde estaba ahora? Aunque Cirr estaba desempeñando su puesto de Consejero Imperial sustituto con eficacia inesperada (lo que se traducía, por otra parte, en que al faltarle el tiempo las tuberías del fuerte estaban cada vez más deterioradas), el Gran Emperador estaba intranquilo, y se temía que la desaparición de Beredik fuese parte de algún extraño complot.

No obstante, y pese a que le parecía que aquel frenesí era de todo menos prudente, no podía estar descontento con la situación actual. Por primera vez en mucho tiempo, quizás por primera vez desde que se había convertido en Gran Emperador (y quizás, incluso, también por primera vez desde el reinado de Vinne Vingard, cuando Orosc era todavía un jovencito y prometedor general), los seguidores del Mal se habían puesto en marcha, y estaban haciendo por sí mismos algo más que languidecer.

Mientras caminaba así, perdido en sus cavilaciones, se le acercó su primer general, Vatrog Vonagorre; un inepto de marca mayor que, sin embargo, ahora parecía alguien medianamente competente.

—¡Gran Emperador! —informó, con gran griterío—. ¡Las tropas están listas para atacar!

—¿Qué dice el servicio de inteligencia? —bramó Vlendgeron, con la frente arrugada—. ¿Dónde está Pati Zanzorn?

Una de las numerosas copias de Pati Zanzorn no tardó en aparecer; pero resultó ser una copia que no tenía la información que necesitaban. Sin embargo, la copia les mandó al Pati Zanzorn jefe de inteligencia unos minutos después.

—¿Qué pasa, jefe? —saludó este, animadamente.

—¿Qué sabes de los movimientos del Bien? —inquirió Vlendgeron.

Godorik, el magnífico · Página 65

—Sí, gracias —contestó Godorik, y se asomó por la puerta que acababa de derribar. El ascensor no se había detenido en el lugar en el que debería hacerlo normalmente, y el agujero de la puerta coincidía solo parcialmente con la abertura que llevaba al nivel en concreto. Godorik se puso de puntillas y escaló a través de esta, y se encontró tras un momento en algún lugar desconocido del nivel 9.

Se preguntó qué hacer a continuación. Por supuesto, lo primero era alejarse de allí lo antes posible, así que aunque no supiera muy bien dónde iba echó a andar apresuradamente en una dirección aleatoria. No obstante, tampoco tuvo mucho tiempo de pensar a dónde dirigirse; apenas se había alejado treinta metros del ascensor cuando escuchó una sirena.

—¡Deténgase! —gritó una voz sintética. Un grupo de policías, acompañados por varios antidisturbios robotizados, se acercaba a él y al ascensor.

—Oh, genial —exclamó Godorik, fastidiado. Si una semana atrás le hubiesen dicho que en el espacio de unos días estarían mandando antidisturbios robotizados para detenerlo, se habría reído a carcajadas.

—Entréguese sin resistencia —continuó diciendo el robot, que tenía un altavoz incorporado—. Tire cualquier arma que lleve encima, coloque sus manos sobre su cabeza, y…

—Calla, anda —lo interrumpió Godorik—. Escuchen, todo esto es un malentendido; yo…

—Le aconsejo que se entregue sin resistencia —repitió el robot, molesto— o se iniciará el empleo de la fuerza. Tire cualquier arma que lleve encima, coloque…

—¿Por qué quieren detenerme exactamente? —preguntó Godorik, cayendo en la cuenta de que ni siquiera lo sabía. Claro que a aquellas alturas ya tenían unas cuantas cosas de las que acusarlo (cyborgización ilícita, resistencia a la autoridad, robo de datos y allanamiento de morada, entre otros), pero eso no quitaba que siguiera queriendo saber por qué en concreto creía la Computadora que lo perseguía.

—¡Disparen! —respondió a eso el robot-altavoz.