Godorik, el magnífico · Página 184

—Eso creo yo también —dijo Godorik—. ¿Me habéis llamado y hecho venir hasta aquí y ni siquiera sabéis cómo queréis que os ayude?

—¿Qué íbamos a hacer? Es una emergencia, y pensamos que nuestro amigo el superhéroe…

—¿Y por qué no habéis llamado a la policía? —la cortó Godorik—. Es lo que habría que hacer en estos casos. De hecho…

—¡No se te ocurra llamar a la policía! —se asustó Edri—. ¿Quieres que nos metan en la cárcel?

—¡Por lo que más quieras, baja la voz! —se estresó Ran, en voz no tan baja él mismo.

De repente, uno de los jóvenes de fuera asomó la cabeza por la puerta del almacén. Edri y Ran se hicieron tan pequeños detrás de su caja como les fue posible; Godorik se agachó un poco, aunque continuó espiando a hurtadillas.

—¿Qué pasa, Map? —se escuchó fuera.

—Creo que he oído algo ahí dentro —contestó el tal Map, entrando en el almacén y mirando a su alrededor.

—Serán ratones, chaval.

Map, no tan convencido, escudriñó las cajas desde la entrada un momento más.

—Serán —bufó al fin, y se dio la vuelta.

Edri y Ran soltaron un quedo suspiro de alivio. Entonces, Ran estornudó.

—Pero será posible —murmuró Godorik para sí, reprimiendo el deseo de llevarse las manos a la cabeza.

—¿Quién anda ahí? —exclamó Map.

—Pero ¿qué es lo que pasa? —insistió su colega, asomando también por la puerta.

—¡Ahí hay alguien, Coque! Estoy seguro. He oído a alguien estornudar.

—Sí, bueno —contestó Coque, sin mucho entusiasmo—. ¿Sabes que los ratones también estornudan?

Cualquier otro lugar · Página 60

Lamentablemente, aunque por causas ajenas a la voluntad de Nina, Ray tuvo que esperar bastante. Apenas hacía medio minuto que ella había entrado cuando apareció Jean.

—Hmmr —gruñó Ray, extrañado al verlo por allí, puesto que el servicio de caballeros estaba en el otro extremo del salón—. ¿Cómo está la señorita Géroux?

—Bien —respondió Jean rápidamente—. Mejor —corrigió, y señaló la puerta—. ¿Está Nina ahí dentro?

—Sí —asintió Ray, y contempló boquiabierto cómo Jean pasaba sin dudarlo siquiera—. Oye, ese es el…

Pero nada, demasiado tarde. Jean entró y se encontró a Nina lávandose las manos.

—¿Jean? —se asombró ella—. El baño de los chicos está al otro lado de la sala.

—Ya —dijo él—. Nina, escucha… ese es el tipo del circo, ¿verdad?

Ella sonrió.

—No pensaba que estuvieses prestando tanta atención como para acordarte de él —comentó, divertida.

Él frunció el ceño.

—¿Cómo lo has conocido? —preguntó.

—Por casualidad —mintió ella. Él la miró con expresión crítica.

—¿Por qué lo has traído aquí?

—¿Por qué has traído tú a la señorita Géroux?

—Nina, eso es diferente —protestó Jean, aunque con cara de no estar tampoco muy seguro de por qué era diferente—. Concedo que Annabelle es un poco… tonta, pero sigue siendo una señorita. ¿Crees que es buena idea relacionarse con ese hombre? ¿Saben esto tus padres?

—¿Por qué dices eso? —protestó ella, resentida—. ¿Por qué no debería creer que es una buena idea? ¿Y quién pensabas que era, de todas maneras, y por qué no te molestaba entonces?

Godorik, el magnífico · Página 183

—A ver si estoy entendiendo esto correctamente: habéis entrado aquí a apropiaros de cosas de otra gente, os habéis metido en problemas, y ahora queréis que yo os saque de este lío.

—¡Haces que suene tan mal! —suspiró Edri—. ¡Pero, Godorik! Estábamos intentando llevarnos un par de cacharros de los Beligerantes, que, como bien sabes, son gente muy peligrosa, y solo iban a usarlos para oprimir a pobres ciudadanos. Además, seguramente todo lo que tienen aquí es robado de todas formas.

—¿Pobres ciudadanos como vosotros dos? —farfulló Godorik.

—¿Tenemos que ganarnos la vida, sí o no? —lloriqueó Edri—. ¿Es que vas a dejar que nos maten? ¡Nosotros te ayudamos la otra vez!

—Más bien me metisteis en problemas que no tenían nada que ver conmigo, y de los que luego tuvo que sacarnos una señora con un quad —siseó Godorik.

Pero, pese a su actitud, no tardó otro momento en decidir que no podía abandonar a aquellos dos irresponsables a su suerte; los Beligerantes estaban armados, y eran realmente peligrosos.

—Está bien; ¿qué queréis que haga? —terminó por murmurar—. ¿Por qué no salís por la ventana?

—Es demasiado pequeña… no sé si cabremos —reflexionó Edri—. Además, ¿no hay moros en la costa?

—Llevo diez minutos hablando con vosotros, subido a un contenedor de basura —contestó Godorik, exasperado—. No. No hay moros en la costa.

—Bien… pero aún así, creo que no cabemos —dijo la chica.

—No cabemos, ya te lo dije antes —intervino Ran, con su tono lastimero—. Tenemos que salir de aquí pronto; creo que se están moviendo.

—¿Puedes romper la ventana? —preguntó entonces ella a Godorik.

—¡No! —saltó inmediatamente Ran—. ¡El ruido nos delatará enseguida!

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—Que yo sepa, eres trapecista, no funambulista —rió ella, pegándose aún más a él.

—Oye, yo hago de todo —se quejó él—. Confía un poco más en mí.

Ella no dijo nada por un momento.

—Petardo —le llamó al fin, divertida.

—Petarda tú —se lo devolvió él, besándola—. Si fueses una señorita de verdad, te habrías desmayado igual que esa pobre chica.

—¡Primero me pegas un susto de muerte, y ahora te burlas de mí! —le recriminó ella, besándole otra vez—. Si quieres que me desmaye, todavía estoy a tiempo.

—Ya es demasiado tarde, querida; el momento ya pasó —se burló Ray.

Tardaron un buen rato en bajar. Cuando por fin lo hicieron, vieron que la fiesta estaba ya más concurrida; varias personas reconocieron a Nina, y tuvieron que entretenerse un rato en conversar con algunos de los aburridos viejos amigos de los señores Mercier por los que esta había temido verse perseguida toda la noche si iba sin compañía. (Aunque, viendo que los interfectos en sí tampoco eran tan insistentes, Ray se imaginó que en realidad solo había esgrimido eso como excusa para llevarlo allí.) Por fin, consiguieron escurrirse.

—Tengo que ir al baño un momento —dijo Nina, y allí se dirigieron. El palacete, que estaba habilitado para reuniones y fiestas de todo tipo, tenía baños separados para hombres y mujeres, y Ray se quedó esperando en la puerta mientras ella entraba.

—No tardes mucho —le dijo—. Las mujeres pasáis tanto rato en el servicio que cualquiera diría que los baños de chicas son portales a otra dimensión.

—¿A una en la que el tiempo transcurre más despacio? —sugirió ella.

—A una en la que tenéis que derrotar a un dragón y salvar el mundo antes de que os dejen volver —se quejó él.

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—Qué oxidado está mi ballet —comentó él, con algo de fastidio. Alargó el otro brazo para agarrarse con ambos; e impulsándose hacia arriba no tardó en volver a subirse a la barra. Se puso en pie sobre esta, como si no hubiese pasado nada, y se arregló un poco la chaqueta—. Menos mal que esto me está grande.

Nina respiró ruidosamente.

—Por lo que más quieras, no vuelvas a hacer eso —suplicó.

—Está bien, está bien —cedió él, resignado, y volvió a darse la vuelta—. Dejemos de tontear y rescatemos al pobre gato.

El gato había dejado de maullar; pero, en cuanto vio que alguien se le acercaba, empezó otra vez. Ray puso pie sobre el tejado y trató de acercarse al animal, que se alejó cuanto pudo. Él le acercó una mano lentamente, y comenzó a llamarlo diciendo «gatito, gatito»; hasta que algo más confiado, el gato paró de bufar y se dejó coger.

Ray lo sujetó con un brazo y volvió a cruzar el vacío, esta vez sin exhibiciones; en cuanto llegó a la ventana, entregó al animal a Nina, y él mismo se deslizó dentro con ayuda de Jean. La señorita Géroux, a la que su acompañante había tumbado sobre la alfombra y había empezado a abanicar con la mano, seguía inconsciente.

—Qué mal se lo ha tomado —comentó Ray.

Nina soltó al gato, que echó a correr y desapareció por el pasillo a velocidad pasmosa. Entonces, abrazó a Ray con todas sus fuerzas.

—Dios mío, qué loco estás —exclamó.

Jean, mientras tanto, había cogido a la señorita Géroux en brazos, y les dirigió una mirada un tanto intranquila.

—Voy a intentar reanimarla —dijo, y salió de la habitación.

—Creo que él tampoco se lo ha tomado especialmente bien —dijo Ray, con una carcajada.

—Ray… me has asustado —confesó Nina, aún sin soltarlo—. Por favor, no hagas esas cosas.

—Nina, si yo trabajo en esto —se extrañó él—. Lo hago todos los días.

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—Bueno, bueno, no podemos permitir que el pobre gato sufra un accidente, ¿verdad? —comentó, con algo de socarronería; y procedió a quitarse los zapatos, revelando unos calcetines coloridos que no pegaban para nada con el esmóquin—. Quizá sí podamos traerlo de vuelta a suelo firme.

—Ray, ¿qué vas a…? —empezó Nina; pero Ray, acercándose a la ventana, escaló a través de esta y se posó con suavidad sobre el tubo que la unía con la torre.

—¡No seas loco! —exclamó Jean—. Como te caigas…

Pero Ray no les hizo caso. Avanzó un par de pasos por el listón, balanceándose un poco, pero con buen equilibrio.

—Ray, por favor; no quiero que te mates —pidió Nina.

Él, que ya estaba a mitad de camino, se detuvo; y, con impresionante ligereza, se dio la vuelta sobre el tubo.

—Dime, Nina —llamó, divertido—, ¿qué opinas del ballet?

Y, ante los ojos atónitos de su público, se puso de puntillas sobre la delgada barra, y comenzó a girar y a hacer arabescos y cabriolas. Jean se llevó las manos a la cabeza; Nina, entre divertida y alarmada, no supo si pedirle otra vez que se bajase de ahí, o si dejarlo estar, porque parecía que tenía la situación controlada.

Entonces, Ray dio un salto y falló al aterrizar; sus pies resbalaron sobre la barra, y se cayó. Nina se pegó un susto de muerte, y lo mismo le pasó a la señorita Géroux, que dejó escapar un grito y a continuación se desmayó en los brazos de Jean. Sin embargo, a Ray no le pasó nada; alargó un brazo justo a tiempo para sujetarse, y se quedó suspendido en el aire, colgando del listón por una mano.

—¡Ray! —llamó Nina, muy preocupada, en cuanto recuperó la voz.

Cualquier otro lugar · Página 56

—Estaba dando una vuelta, admirando la casa —explicó la señorita Géroux—, cuando me encontré con este pobrecito.

Diciendo esto, señaló a través de la ventana: un gato, una hermosa bola de pelo blanca, maullaba desgarradoramente sobre el tejado de la torre.

—¡Pobre animal! —se lamentó la señorita Géroux—. Debe de haber llegado ahí de alguna manera, y ahora no puede bajar. ¡Pobrecito!, ¡está tan asustado! Jean, tenemos que hacer algo.

Ray se tapó la boca para no reírse. Nina le dirigió una mirada de censura, mientras Jean, con cara de circunstancias, se asomaba a la ventana.

Aunque el tejado de la torrecilla quedaba al mismo nivel que el ventanal, estaba demasiado lejos para saltar. Había, sin embargo, un estrecho listón metálico que conectaba la pared del edificio con la torre; pero era realmente estrecho, y aquel segundo piso estaba muy alto. Jean suspiró.

—Está demasiado lejos, Annabelle —dijo—. No podemos ir ahora a por el pobre bicho.

—Pero… —sollozó la señorita Géroux, haciendo un puchero.

—Tendremos que llamar a los bomberos —sugirió Jean—. Pero no ahora, con todos los invitados. Al gato no le pasará nada por estar ahí un rato más, y quizás hasta consiga bajar por sí solo.

—Pero ¡el pobre animal! —completó la señorita Géroux—. ¿Y si se cae? ¡No quiero ni pensarlo!

Y rompió a llorar. Jean puso cara de tonto; a Nina hasta le dio algo de pena. En ese instante, se percató de que Ray la miraba con una sonrisa extraña, como si le pidiera permiso para algo.

—Ray… —dijo, sin comprender. Pero él pareció interpretar eso como un asentimiento.

Godorik, el magnífico · Página 182

—Verás… Siento haberte atraído hasta aquí por esto, pero, como ves… tenemos algunos problemillas —barbotó Edri.

Godorik frunció el ceño. Aquello era lo que se temía.

—Explícate —farfulló, después de preguntarse por un segundo si cabría por la ventana, porque empezaba a cansarse de susurrar a través de un cristal entreabierto, subido a un contenedor de basura—. No, espera un momento; a ver si puedo entrar.

—¡No! —saltó Edri, con más potencia de voz de la que pretendía. Ran, sobresaltado, la hizo callarse.

—¡No tan alto! ¡Van a descubrirnos! —murmuró.

—Dime de una vez qué es lo que ocurre —insistió entonces Godorik, abandonando su intento de entrar en el almacén por aquella ventana, que, de todas maneras, era demasiado pequeña.

—Bueno… los Beligerantes… ¿te acuerdas de los Beligerantes? —se lió Edri, aunque tan callando que resultaba difícil escucharla, mientras Ran se apostaba a vigilar ansiosamente la puerta del almacén desde detrás de su caja—. Pues resulta que estábamos nosotros aquí tan tranquilos cuando de repente llegaron ellos, y, uhm, nos refugiamos en este almacén, con la mala fortuna de que ellos también venían aquí, y…

—¿Qué? —barbotó Godorik, confundido.

—Sí, y ahora no podemos salir, y pensamos que quizás nuestro buen amigo Godorik…

Godorik arrugó el ceño aún más. Edri interpretó inmediatamente su mirada de desagrado por una de incredulidad.

—Bueno… es posible que ellos ya estuvieran aquí, y que nosotros tuviéramos que entrar en el almacén por razones… digamos, por razones materiales —tosió—. Pero la cosa es que no podemos salir.

—¿Entrásteis aquí a robar? —gruñó Godorik.

—No… sí —tosió Edri—. Pero…

Cualquier otro lugar · Página 55

—Oh, era la chica a la que tu primo quería ligarse, ¿no? —entendió Ray. Nina se hizo la sonrojada en vez de responder, así que él siguió—. La verdad, no me acuerdo de ella… aunque tampoco me habría acordado de tu primo.

—Pero te acordaste de mí.

—Sí, y fue suficiente —puntualizó Ray, con una sonrisa.

Después de eso, la música paró por un buen rato. Siguiendo a su primo con la vista, Nina vio que se dirigía fuera. Tiró a Ray de la manga, y ambos fueron tras Jean; se lo encontraron en la entrada, fumando. La señorita Géroux, por su parte, se habá quedado dentro.

—Hola, prima —la saludó Jean—. Veo que vienes acompañada.

—Deja de fumar, Jean —lo reprendió ella—. ¿Cuándo has empezado?

—No puedo ser un caballero si no me fumo un cigarro de vez en cuando —se burló él.

De repente, Annabelle Géroux se asomó por la puerta, con expresión descompuesta.

—¡Jean! —exclamó lastimeramente—. Jean, tienes que ayudarme.

—¿Qué ha ocurrido, querida? —preguntó Jean, que sin embargo no parecía muy alarmado.

—Ven conmigo —pidió la señorita Géroux. Jean la siguió, no sin antes dirigir una mirada de disculpa a Nina; pero no fue necesaria, puesto que Nina y Ray, al parecer bastante más extrañados que él, los acompañaron también.

La señorita Géroux los condujo a través del salón, y subió las escaleras hasta el segundo piso. Luego se adentró por el pasillo, hasta llegar a una habitación, tan lujosamente decorada como todo lo demás, que tenía un gran ventanal al fondo. El ventanal estaba abierto, y daba hacia una de las torrecillas que decoraban el palacete; la casa tenía varias de estas, dos más grandes en la parte delantera y otras tantas más pequeñas en la posterior. Esta era una de estas últimas, y tenía el aspecto que tendría una torre de un mago en miniatura: redonda, con un ventanuco a uno de los lados, y con un tejado puntiagudo hecho de tejas de azulejo azul brillante.

Godorik, el magnífico · Página 181

Cada vez menos seguro de que aquello no fuera una trampa, decidió no obstante aproximarse al almacén. Eso sí, por la parte de atrás; no pensaba acercarse a los Beligerantes, si es que aquellos eran los Beligerantes, y no otra nueva banda que había florecido en el nivel 25 en el espacio de un par de semanas.

Por suerte, en la parte trasera del almacén no había nadie, aparte de un par de gatos callejeros que se sumergieron rápidamente dentro de un contenedor de basura en cuanto lo vieron aparecer. Godorik se acercó sigilosamente, intentando no hacer demasiado ruido, por si no era en efecto cierto que nadie estaba vigilando aquello. El almacén tenía en todo su perímetro las ventanas rojas por las que Edri lo había identificado, aunque en la parte delantera eran grandes cristaleras, y a medida que uno avanzaba hacia atrás se iban haciendo más pequeñas, hasta quedar convertidas en estrechas rendijas por las que a duras penas cabía un hombre.

Una de estas estaba entreabierta; Godorik se subió a uno de los contenedores de basura para llegar hasta ella y poder echar un vistazo a través de ella. El interior del almacén estaba lleno de cajas, la mayoría de ellas descoloridas y polvorientas; y aunque a la primera ojeada no vio a nadie allí dentro, a la segunda vio algo moverse, y aguzando la vista distinguió dos figuras agazapadas detrás de una de las cajas más grandes. Eran Edri y Ran.

—¡Chsssssst! —intentó llamar su atención.

Pero no parecieron escucharle.

—¡CHSSSST! —repitió, alzando la voz.

Ran pegó un bote. Los dos miraron por fin hacia la ventana.

—¡Godorik! —exclamó Edri en un susurro, al cabo de un momento—. ¡Estás aquí!

—Me has llamado, ¿no?

—¡Baja la voz!

—¿Qué es lo que está pasando aquí? —preguntó entonces Godorik, cada vez más escamado.