Subieron las escaleras que llevaban a la entrada principal y se internaron en el recibidor, que era más bien pequeño; y de ahí pasaron al salón. Al contrario que el recibidor, el salón era enorme; tenía techos altísimos de los que colgaban lámparas de araña, suelos de mármol, ventanas de cristalera gigantescas que daban al jardín, y una escalera alfombrada que llevaba a un rellano en el segundo piso, con una baranda desde la cual podía observarse toda la sala. En los extremos de esta se habían colocado largas mesas de bufet con manteles blancos, de las que algunos invitados se estaban sirviendo ya los refrigerios; y, al fondo del salón, un cuarteto de música elegantemente vestido tocaba un vals vienés.
Ray miró a su alrededor, como si calibrase la ocasión.
—Menudo lugar —exclamó al fin. Nina iba a contestar algo, pero en ese momento se les acercó una mujer de mediana edad, bastante hermosa aunque ya arrugada, que llevaba un refinado vestido de lentejuelas y un tocado de plumas en la cabeza.
—¡Nina! —les saludó—. Tu padre y yo empezábamos a pensar que no vendrías.
—Hola, mamá —correspondió Nina, tomando la mano de su madre entre las suyas. Un hombre con gafas y entradas prominentes, vestido con un esmóquin muy elegante, se les acercó también.
—No digas eso, querida. Las jóvenes siempre llegan tarde —dijo a su mujer, mientras besaba a su hija; y después se fijó en Ray, al que echó una ojeada crítica—. ¿Quién es tu acompañante, hija?
—Mamá, papá, este es Ray Sala, un amigo —los presentó ella—. Ray, estos son mis padres.
—Encantado —dijo el señor Mercier sin mucho entusiasmo, ofreciéndole a Ray una mano que este estrechó.
—Señora Mercier —saludó a esta, inclinando levemente la cabeza. La señora Mercier, que parecía un tanto desconcertada, se volvió hacia su marido.