La señorita Géroux se agarró al brazo de Jean. Mientras tanto, el sorprendente Rupertini abrió las puertas de la caja, y «Rayo» Ray entró dentro. Después, el mago cerró las puertas, y, sacando una serie de espadas de un cofre que habían traído los otros ayudantes, las clavó en la caja con gran teatralidad.
Aunque sabía que aquello era todo truco, Nina se inquietó un poco. Finalmente, Rupertini terminó de clavar todas las espadas y abrió de nuevo las puertas de la caja; dentro no había nadie.
—¿Cómo lo ha hecho? —musitó la señorita Géroux.
Nina tampoco sabía cómo lo había hecho, y no se sintió convencida por la explicación un tanto atropellada de su primo. El sorprendente Rupertini retiró otra vez las espadas, y volvió a abrir las puertas. «Rayo» Ray emergió de la caja, ileso y sin despeinar, aunque con expresión poco feliz; y, en cuanto tocó el suelo con los pies, giró la cabeza y miró hacia donde estaba sentada Nina.
—¡Un aplauso para nuestro talentoso ayudante! —pidió el sorprendente Rupertini—. ¡Eso es todo, querido público!
El público aplaudió sonoramente, mientras el mago hacía una reverencia y desaparecía tras la cortina, y los ayudantes se llevaban rápidamente todo el material. Inmediatamente después hubo un número musical, después un funambulista, y por último volvió a salir el perrito del tutú, haciendo monerías. Con eso se acabó la función, y todos los artistas salieron a la vez a la pista a recibir su merecida ovación. Nina intentó localizar a «Rayo» Ray, pero no lo logró.
Cuando salieron de la carpa, la señorita Géroux solo tenía palabras para el número de las espadas.
—¡Y que no se haga daño…! —repetía—. ¡Es increíble!
Nina no dijo mucho durante el trayecto de vuelta, y a los otros dos eso tampoco les molestó. La dejaron frente a su apartamento, y, tras agradecerle su presencia, Jean se marchó calle arriba con la señorita Géroux.