1. Nina, Ray, y el sorprendente Rupertini
Nina Mercier solo había ido una vez al circo, y eso había sido años atrás. Cuando era una niña pequeña, sus padres la habían llevado a una función durante las vacaciones de verano un año en el que la familia se había peleado con la tía Renata, y por tanto no habían ido todos a pasar los meses estivales al cortijo de esta, en medio de la campiña francesa.
Como los Mercier no eran gentecilla de tres al cuarto, habían llevado a su hija a una representación de un circo grande y famoso, plagado de magníficos acróbatas, impactantes animales y números espectaculares. Aún así, la pequeña Nina no se había sentido demasiado impresionada por el circo. Todo lo que había visto le había parecido o demasiado peligroso o demasiado aburrido; y, cuando salió de allí, aunque entretenida, no pensó que hubiese pasado una tarde mejor que la que habría pasado en el teatro, patinando, o en casa de la estrafalaria tía Renata.
Así que tardó mucho tiempo en volver a ir al circo, y cuando volvió, no fue por iniciativa propia. Jean, uno de sus primos por parte de madre, apareció un día por su apartamento con una propuesta particular.
—Podríamos ir al circo —sugirió, con el aire de casanova que desde hacía unos años se esforzaba en cultivar. Jean era unos tres años más joven que Nina, pero ambos se llevaban bien desde la infancia, y ella no podía menos que divertirse cuando lo veía ahora con su peinado a la última moda, su ropa elegante y su actitud de conquistador.
—¿Al circo? —preguntó ella, mientras le servía una taza de café en la minúscula terraza de su pequeño apartamento, que sin embargo era cálido y luminoso y estaba amueblado cuidadosamente, por no decir que estaba en el centro de París—. ¿Para qué quieres ir al circo, Jean?