Cuando la función terminó, y la gente comenzó a marcharse, Nina se acercó a la entrada de artistas, remoloneando, para ver si conseguía ver otra vez a Ray. Este no tardó mucho en asomar la cabeza por la cortina.
—¿Qué hace ahí? —soltó una carcajada, y abrió la cortina—. Pase usted.
Así que Nina se coló dentro de la tienda de los artistas. El primero con el que se topó fue con el sorprendente Rupertini.
—¿Qué es esto? ¿No es esta la señorita que encantó los pañuelos el otro día? —exclamó este, muy teatralmente, y preguntó—. ¿Cómo está usted? ¿Sigue practicando en casa el truco de los pañuelos?
—Corta el rollo, Amden —intervino Ray un poco molesto, a pesar de que Nina, divertida, iba a contestar que ya tenía la casa empapelada de pañuelos.
—Bueno, bueno —dijo Rupertini—. Qué humor tienes, hijo.
No solo Rupertini estaba allí, sino casi todos los artistas; los payasos se estaban quitando las narices, y el domador de animales le sacaba el tutú al perrito. Una joven, una de las ayudantes del domador, que se estaba quitando las medias, pareció sobresaltarse cuando vio a Nina. El jefe de pista, que seguía llevando su sombrero de copa multicolor, no se sobresaltó, pero tampoco pareció muy satisfecho.
—¿Quién es esta mujer? —preguntó—. ¿Qué hace aquí?
—La he hecho pasar yo, jefe —dijo Ray rápidamente.
—Aquí no puede entrar el público, y lo sabes —bufó el jefe de pista—. Lo siento, pero tiene que salir.
—Oh, vamos —protestó Ray.
—Escucha, me da igual qué rollete te hayas echado, pero lo mantienes fuera de esta tienda —el jefe de pista frunció el ceño, y Ray suspiró exasperado.
—No era consciente de que estaba molestando —intervino rápidamente Nina, ligeramente molesta—. Esperaré fuera.
—Espere —dijo Ray.
—Esperaré fuera —insistió Nina, saliendo.