—Qué oxidado está mi ballet —comentó él, con algo de fastidio. Alargó el otro brazo para agarrarse con ambos; e impulsándose hacia arriba no tardó en volver a subirse a la barra. Se puso en pie sobre esta, como si no hubiese pasado nada, y se arregló un poco la chaqueta—. Menos mal que esto me está grande.
Nina respiró ruidosamente.
—Por lo que más quieras, no vuelvas a hacer eso —suplicó.
—Está bien, está bien —cedió él, resignado, y volvió a darse la vuelta—. Dejemos de tontear y rescatemos al pobre gato.
El gato había dejado de maullar; pero, en cuanto vio que alguien se le acercaba, empezó otra vez. Ray puso pie sobre el tejado y trató de acercarse al animal, que se alejó cuanto pudo. Él le acercó una mano lentamente, y comenzó a llamarlo diciendo «gatito, gatito»; hasta que algo más confiado, el gato paró de bufar y se dejó coger.
Ray lo sujetó con un brazo y volvió a cruzar el vacío, esta vez sin exhibiciones; en cuanto llegó a la ventana, entregó al animal a Nina, y él mismo se deslizó dentro con ayuda de Jean. La señorita Géroux, a la que su acompañante había tumbado sobre la alfombra y había empezado a abanicar con la mano, seguía inconsciente.
—Qué mal se lo ha tomado —comentó Ray.
Nina soltó al gato, que echó a correr y desapareció por el pasillo a velocidad pasmosa. Entonces, abrazó a Ray con todas sus fuerzas.
—Dios mío, qué loco estás —exclamó.
Jean, mientras tanto, había cogido a la señorita Géroux en brazos, y les dirigió una mirada un tanto intranquila.
—Voy a intentar reanimarla —dijo, y salió de la habitación.
—Creo que él tampoco se lo ha tomado especialmente bien —dijo Ray, con una carcajada.
—Ray… me has asustado —confesó Nina, aún sin soltarlo—. Por favor, no hagas esas cosas.
—Nina, si yo trabajo en esto —se extrañó él—. Lo hago todos los días.