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Maricrís hizo un puchero.
—¡Oh, Aragad! —sollozó—. No sé qué hacer. ¡Algo va horriblemente mal!
—¿Qué queréis decir? —se alarmó Aragad—. ¿Qué va mal?
—No lo sé —confesó la chica, y se llevó las manos al corazón—. Pero lo siento, lo siento aquí. ¡Aragad, el Mal se revuelve, y algo espantoso va a ocurrir!
Aragad pareció asustarse. Echó un vistazo a su alrededor, e intercambió una mirada interrogante con la gente que se había acercado a ver qué pasaba. Finalmente, tragó saliva y se volvió de nuevo hacia Maricrís.
—¿Habéis dicho esto a los Sumos Sacerdotes? —preguntó. Ella negó con la cabeza.
—No quiero molestarles —musitó.
—¡Molestarles! ¡Qué decís! —se conmovió Aragad—. ¡Tenemos que avisarlos de esto inmediatamente!
Los miembros de los servicios sociales que los rodeaban asintieron.
—Es un asunto muy importante —confirmó uno.
—No tenéis de qué preocuparos —aseguró otro a Marinina—. Cualquier información que podáis proporcionar a los Sumos Sacerdotes ayudará a derrotar al Mal.
—Ellos siempre están dispuestos a escuchar —afirmó un tercero.
Así que todos ellos rodearon a Marinina y se dirigieron hacia la pagoda. Maricrís, que había rechazado seguir este curso de acción un momento antes, no estaba aún muy convencida de que aquello fuese una buena idea, pero no dijo nada.
Cuando los Sumos Sacerdotes y los alcaldes, que seguían ocupados discutiendo profundas cuestiones filosóficas, vieron llegar a la comitiva, se sorprendieron mucho. La mayor parte de ellos ni siquiera se había dado cuenta de que Maricrís se había marchado, por lo que les resultó algo desconcertante el que ahora viniera hacia ellos desde el bosque.
—¿Qué ocurre? —preguntó bruscamente Sanvinto, que o se temía malas noticias o no estaba muy contento de que lo interrumpieran—. ¿Qué ha pasado?
—¡Sumo Sacerdote…! —contestó Aragad, un tanto intimidado—. La señorita Marinina Crysalia Amaranta Belladona no se encuentra bien; parece ser que ha tenido un presagio.
—¡Un presagio! —Barbacristal casi saltó de su sofá.
—¿Qué clase de presagio? —preguntó Sanvinto.
Maricrís se encogió. Aragad puso una mano sobre su hombro y le dirigió una mirada de ánimo.
—No lo sé —repitió la chica—. Solo tengo la sensación de que algo va muy mal, y que cosas horribles van a ocurrir.
Entre los reunidos bajo la pagoda se elevó una exclamación de sorpresa.
—¡No es posible! —murmuró uno de los alcaldes.
—¡Eso —gritó rápidamente Sanvinto, tratando de recuperar la voz cantante cuanto antes— debe de ser una señal de que el Mal se ha puesto en marcha! Debemos actuar velozmente, si no queremos que nos ataquen mientras estamos desprevenidos.
—¡No podemos permitir eso! —entró en pánico Renoveres, sin perder un instante.
—Un momento, Arole —intervino Barbacristal, con el ceño fruncido—. ¿No estás sacando conclusiones demasiado deprisa?
—¿Qué quieres decir? —refunfuñó Sanvinto, y miró a su colega como si quisiera fulminarlo.
—Bien, esta señorita solo nos ha dicho que cree que algo va a ir mal, no que el Mal va a atacarnos inmediatamente —explicó Barbacristal, carraspeando—. Me parece un poco precipitado sacar esa conclusión sin más. Además, ni siquiera sabemos cuán acertadas son sus predicciones.
—¿Cómo puedes dudar de la capacidad de nuestra inspiradora adalid? —se escandalizó Sanvinto, y siguió hablando apresuradamente, para no dar tiempo a Barbacristal a protestar—. No, no, yo digo que lo único que podemos hacer es defendernos cuanto antes, y todos sabemos que el ataque es la mejor defensa…
—No es de su sinceridad de lo que dudo, querido Arole —lo interrumpió no obstante Barbacristal, con malos modos—, sino de tu capacidad de interpretar sus presagios con tanta celeridad.
—¡Mis interpretaciones son correctas! —gritó Sanvinto, inflándose—. ¡Soy el Sumo Sacerdote de Aguascristalinas, y un antiguo paladín del Bien! Sé de lo que hablo: ¡nos encontramos en una situación muy delicada! ¡Cualquiera que entorpezca nuestra ofensiva nos llevará a la ruina!
—¡Tu ofensiva es lo que nos llevará a la ruina! —vociferó Barbacristal en respuesta.
Y, ante la mirada atónita de Marinina y los servicios sociales, empezaron a desgañitarse en una acalorada discusión.