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Mientras tanto, los oficiales del Mal estaban inmersos en la tarea de evacuar a los habitantes de las siete aldeas malignas que aún quedaban en las faldas de Kil-Kanan. Desde Malavaric a Borden, pasando por Arracar, Surlán, Kensterspensten, Golinas y Ulf, todas debían quedar vacías, y sus pobladores ser realojados en el Fuerte Oscuro por orden del Gran Emperador. Por supuesto, como sus habitantes eran fieles siervos del Mal, no cumplieron esta orden sin rechistar, y la mayor parte de ellos empacó sus cosas y subió refunfuñando la montaña única y exclusivamente con la motivación egoísta de salvar su propio pellejo. Unos pocos hasta dejaron deliberadamente a sus hijos y mascotas atrás, a pesar de que no había ninguna necesidad de ello; pero lo hicieron por principio, para ser más malignos que el resto, como confirmaron en gruñidos cuando los violentos soldados del Mal fueron a perseguirlos y devolverles a la fuerza a sus bebés y periquitos.
Estos mismos soldados del Mal se encontraban a su vez algo desconcertados. Puesto que lo suyo era asesinar y destruir, se sentían bastante perdidos teniendo que realizar de repente una tarea más propia de servicios sociales que de rudos servidores de la Oscuridad; y más de uno necesitó que lo convencieran de que lo que estaba haciendo no era una labor altruista, sino que iba a servir para provocar a largo plazo más destrucción de la que evitaba.
Una versión de Pati Zanzorn, aunque nadie sabía muy bien cuál, dirigía la operación desde una colina. Junto a él se encontraban Ícaro Xerxes (que era tan energético que parecía tener tiempo para estar en todas partes a la vez, y no había asunto del Fuerte en el que no anduviera metiendo la nariz y haciendo sus útiles y apreciadas recomendaciones) y los nueve magos ilusionistas que Celsio Barn había señalado. Entre ellos se contaba también el que trataba de ocultar su identidad, y que en cuanto había oído que el Gran Emperador reclamaba a todos los ilusionistas había intentado rápidamente hacerse pasar por una estatua de bronce de Maderico el Viejo y Sordo; pero lo habían descubierto en seguida, y tras un par de bien colocadas amenazas al interfecto en cuestión no le había quedado más remedio que acompañarlos, aún cubierto de pies a cabeza por una capa de broncínea purpurina brillante.