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El resplandor se dispersó en varias direcciones, y empezó a desaparecer al cabo de un momento. Sin embargo, antes de que se esfumase del todo, se escuchó una serie de rugidos. Los animales de las cuadras se encabritaron salvajemente, y echaron a correr hacia el grupo congregado en la entrada del fuerte; de la puerta de este, a su vez, surgió una manada de caimanes, y detrás de estos un uniburón (que era como un tiburón, pero con cuerno de unicornio y cuatro patas de caballo) y un par de conejorreptiloides.
—¡Los caimanes del foso! —exclamó Cirr, dando un respingo—. ¡Detesto a los caimanes del foso!
—¡Y esos son los monstruos del Pozo de los Horrores! —gritó Cori.
—¡Tenemos que defender al Gran Emperador! —chilló Adda, armándose con una horca que había clavada en un montón de paja allí cerca.
El Gran Emperador, sin embargo, siguió mirando a Kronne sin inmutarse.
—¡No caigáis en su trampa! —dijo—. Es un ilusionista, no un mago; ¡todo eso no son más que ilusiones!
Adda, que ya había empezado a enarbolar su horca contra los monstruos (y contra los osos gigantes que venían de las cuadras, también con sed de sangre), se volvió un momento para atender a lo que decía el Gran Emperador. Los dos conejorreptiloides aprovecharon entonces para agarrar el extremo superior de la horca y tirar de él; como Adda la tenía muy bien sujeta, acabó viéndose elevada por los aires.
—¡AAAAH! —gritó.
—Pues parecen bastante reales, jefe —comentó Cirr, y dio otro paso atrás mientras interponía su llave inglesa entre el uniburón y él.
—¡Adda! —gritó Cori, sacando un azadón del mismo montón de paja, y tratando de atizar con él a los conejorreptiloides—. ¡Aguanta, Adda!
Vlendgeron, que se había sobresaltado por un momento, se volvió de nuevo hacia Kronne.
—¿Cómo estás haciendo eso? —farfulló.
—¿Creéis que soy un inútil? —se vanaglorió el hechicero—. No os he encantado a vosotros para que veáis monstruos; he encantado a los monstruos para que crean que vosotros sois sus enemigos.
Orosc carraspeó.
—He de reconocer que tienes una mente aviesa… digna del Mal —admitió, mientras Adda seguía aferrándose a su horca y siendo bamboleada por los aires, y Cori atizaba a todo lo que encontraba en su camino; y Cirr seguía sosteniendo la llave inglesa ante el uniburón como si eso pudiera salvarlo de algo.
—Ya he dicho que no soy ningún inútil —repitió Kronne.
—Es una pena que esa mente perversa tenga que desperdiciarse —comentó Vlendgeron; y con un movimiento veloz desenvainó la espada, saltó hacia el ilusionista, y le cortó la cabeza.