El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 58

58

—No tanto como creéis —intervino Ícaro Xerxes, con su habitual sagacidad—. Tengo la solución.

—¿En serio? —se sorprendió el jefe de inteligencia—. ¿Cuál es?

—Es muy simple —carraspeó Ícaro Xerxes—. Antes de encantar a vuestras víctimas para cambiar su apariencia a los ojos de sus compañeros, deberéis separar al equipo. Si os aseguráis de que ninguno está a la vista de los demás cuando los hechicéis, no tendrán razones para sospechar que los engendros que se acercan a ellos son sus aliados, y no abominables siervos del Mal.

—Eso… ¡eso es una idea genial! —celebró Pati Zanzorn, juntando las palmas y aplaudiendo con tanto entusiasmo como si tuviera cinco años—. Bien, pues eso es lo que haremos. Antes de encantar a esos benignos mequetrefes, tendréis que aseguraros de que están separados.

—¿Y cómo se supone que vamos a separarlos? —gruñó el ilusionista que había hablado antes—. Esos hombres serán miembros experimentados de los servicios sociales; tendrán muy bien asentados en sus límpidas e inocentes mentes los valores del trabajo en equipo.

—Mmmmh —murmuró Pati Zanzorn—. Sois ilusionistas, ¿no? Seguro que se os ocurre alguna ilusión convincente que los obligue a separarse.

Esa vaga respuesta no satisfizo demasiado al grupo de magos, pero tuvieron que conformarse con eso. Mientras tanto, Ícaro Xerxes, que ya había soltado su perla de sabiduría, decidió que era el momento de retirarse.

—Como veo que aquí ya no hago falta —dijo—, os dejaré con los detalles organizativos y me marcharé a ayudar a otra parte.

—Claro, claro —accedió el jefe de inteligencia, mientras volvía a consultar frenéticamente sus documentos, en busca de a saber qué. Ícaro Xerxes hizo una maligna reverencia y echó a andar colina arriba. Tras él fue el camaleorro, el antiguo perro de Marinina, que ahora lo seguía a todas partes y parecía haberse convertido en un animal tan maligno como uno podía desear; aunque Ícaro Xerxes, que como buen siervo del Mal era rencoroso y desconfiado, seguía sin fiarse demasiado de él. Llegó a una de las atalayas de vigilancia que se encontraban en la zona de Golinas, y decidió comprobar que todo iba bien (esto es, mal) por allí también.

—¡Ah de la torre! —gritó, despertando bruscamente a los dos soldados malignos que dormitaban en lo alto de la precaria construcción de madera y cañas—. ¿Qué hay de nuevo por aquí?

Los soldados tardaron un momento en regresar del país de los sueños; pero unos segundos después uno contestó confusamente:

—¡Todo en orden! No hay novedad.

—¿Seguro? —insistió Ícaro Xerxes, y para asegurarse empezó a subir la escalera que llevaba a lo alto de la atalaya.

Los vigías parecieron ponerse un poco nerviosos; pero, cuando Ícaro Xerxes llegó a su nivel, no les hizo ni el más remoto caso. Se dirigió directamente a la baranda de la torre, y oteó el horizonte.

—¿Qué es esto? —exclamó, y señaló hacia la lejanía—. ¡Los ejércitos del Bien ya se acercan!

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