—Nicodémaco Gidolet —comprobó—. Sí, es el mismo en cuya casa encontré ese papel… y la fecha también coincide; es el día en que me dispararon. ¡No hay duda, tiene que ser él!
En efecto, el nombre de Gidolet aparecía entre una corta lista de autores de la patente. Merricat abrió la ficha del número de la patente registrada, mientras Godorik tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre la mesa. Tras un segundo, la pantalla mostró los planos de una pieza curvada, cargada de circuitos.
—¿Qué es eso? —se extrañó Keriv.
El jefe de planta navegó por la ficha hasta encontrar la descripción del ingenio.
—Es un implante para la columna vertebral —leyó.
Godorik se sintió a la vez aliviado (porque aquello casaba con su teoría conspiratoria) y alarmado (porque aquello casaba con su teoría conspiratoria).
—Pero ¿para qué necesita tantos circuitos? —preguntó el conserje.
—No lo sé; yo pensaba que los implantes de columna tenían suficiente con ser piezas metálicas macizas, y a lo mejor llevar un chip, a lo sumo —dijo Merricat—. Vaya, Díaz; su historia está sonando más verídica por momentos.
—Lo sé —gruñó Godorik, y sacó su teledatáfono—. Guarde aquí toda la información de esa patente.
—¿Para qué?
—Usted hágalo.
—No puedo hacer eso —protestó Merricat—. Copiar información privada de esa manera es ilegal.
—¿Y dejarme verla, y más aún, no llamar a la policía sabiendo que estoy aquí no lo es? —se burló Godorik—. Traiga; lo haré yo.
A regañadientes, el jefe de planta se dejó apartar del teclado, y miró con indolente desconfianza cómo el supuesto terrorista enviaba hacia su aparato no solo la ficha de la patente en cuestión… sino todo un bloque de otras fichas que no tenían nada que ver, sin ni siquiera mirar la mayor parte de ellas.
—¿Qué hace? —preguntó.