—¿Quieres decir que todavía no habíais pensado en ello? —preguntó Manni.
— ¿Es que tú sí? —quiso saber Godorik.
—Mi capacidad de cálculo supera los cien billones de operaciones por segundo —pitó el robot—. Por supuesto que había pensado en ello.
—¿Y no se te ha ocurrido sugerirlo hasta ahora? —exclamó Godorik.
—Claro que no —respondió Manni, airado—. Ni que esto fuese mi problema.
Godorik se reclinó en el sillón y hundió el rostro entre las manos.
—No pasa nada, hombre —le quitó importancia Agarandino, animadamente—. Al fin y al cabo, han pasado tantas cosas últimamente que es normal que no sepas dónde tienes la cabeza.
—Viendo que la cabeza es la única parte original de mi cuerpo que conservo, preferiría saber dónde la tengo —bufó Godorik.
—Ea, ea —contestó el doctor—. Entonces, ¿qué vas a hacer ahora?
Su interlocutor levantó al fin la vista, y miró hacia la puerta en actitud reflexiva.
—Creo que aún voy a ir a hacerle una visita al segundo Gidolet antes de nada —dijo—. Podría ser el que busco. Si no encuentro nada en su casa, ya probaré todo lo demás.
—Eres terco como una mula —respondió a eso Agarandino—, pero, bueno, puede que tengas parte de razón. Y si resulta que no es el tipo que buscas, y que pierdes el tiempo registrando su domicilio, siempre puedes aprovechar la noche para rescatar a un par más de ciudadanos en apuros.
—No hace falta que se ría de mí, doctor —protestó Godorik, aunque menos combativo que de costumbre, y se levantó—. Me voy a la cama.