Y se puso a reír como una loca. Después quiso saber cómo se llamaban sus nuevos acompañantes, con lo cual siguió una ronda de presentaciones realizadas a voz en grito sobre el ruido del quad, en la que Godorik se enteró de que los dos jovencitos a los que llevaba un rato siguiendo se llamaban Ranomán Tinel y Edri Levorlín, y que se dedicaban profesionalmente al robo de teledatáfonos en niveles superiores.
—Encantado de conoceros a todos —dijo Godorik, no sin sarcasmo.
—Y tú nos has salvado la vida —recordó Ran, impresionado—. ¿Dónde aprendiste a luchar así?
—Uh… soy opositor —explicó Godorik—, y de la generación del 25.
—¡Santo Esponderfes! —exclamó Edri, y se echó a reír—. ¿Esa en la que la Computadora instauró cursos de lucha libre en todas las escuelas?
—Esa misma —asintió Godorik, y se volvió hacia la ancianita—. Señora, ¿dónde vamos?
—¡A casa! —exclamó la entusiasta señora—. ¡Directos a la sección diez! ¡No dejaremos que esos bandidos nos atrapen!
—¡Va usted muy lejos para hacer la compra! —observó Edri, a gritos.
—¡Al lado de mi casa no tienen los cereales que me gustan! —contestó Mendolina, volviendo la cabeza.
—¡Señora! —gritó Godorik, alarmado, avistando algo al frente—. ¡Mire hacia delante y conduzca!
La anciana se giró de nuevo hacia el manillar, y advirtió también lo que había visto Godorik. Rodaban ahora por una rambla en pendiente, cuesta abajo; y al final de la calle había un nutrido grupo de hombres, casi todos embozados con pañuelos como el que se habían encontrado antes, bloqueándoles el paso por completo.
—¡Maldición! —vociferó la anciana—. ¡No podemos pasar!
—¡Pare! —chilló Edri.