Unos días después, Godorik estaba ya casi completamente recuperado de su pequeña incursión en el mundo de los inconscientes. Agarandino, que desde que había descubierto que todo aquello podía tener algo que ver con la iniciativa 2219 estaba (ligeramente) más entusiasmado con colaborar en la investigación, había recolectado mientras tanto tanta información como había podido sobre la dichosa inciativa; y, de paso, sobre otras iniciativas y leyes que habían sido propuestas en algún momento, algunas aprobadas y otras no, que a su parecer eran igual de dañinas para la sociedad en su conjunto, y que merecían un levantamiento general. De hecho, había llenado con ello casi toda la memoria del nuevo, que no flamante, teledatáfono de Godorik, cosa que a este no le hizo mucha gracia.
—Doctor, agradezco su interés, pero ¿para qué se supone que va a servirme todo esto? —protestó. Agarandino, como cada vez que se ponía en tela de juicio algo que tenía que ver con sus antiguas actividades anticomputadora, carraspeó y se infló, herido en su orgullo.
—¿No has dicho que has encontrado algo sobre la iniciativa 2219? Pues lo más lógico es que la investigues, y que investigues también lo que tiene que ver con ella… y si resulta que no está relacionado con tu problema, pues al menos adquirirás algo de cultura general… que no te vendrá nada mal…
Godorik, que llevaba varios días encerrado en casa escuchando la cháchara del buen doctor y comiendo con desgana las tortitas de Manni, se escabulló en cuanto pudo, y fue a poner en marcha la siguiente parte de su plan, que había improvisado Agarandino antes de que fuera a visitar al segundo Gidolet, y a la que él le había dado vueltas durante aquellos días: volver a la oficina de patentes.