—¿Te acuerdas de los tipos que encontraste en el patio de atrás? Esos.
Era difícil de decir bajo la luz deficiente de la linterna, pero Godorik tuvo la impresión de que Keriv palideció.
—No me digas, jefe —respondió, retorciéndose involuntariamente las manos—. Entonces, ¿no eres un conspiracionista?
—Todavía no —bufó el otro—. Aunque sabe la electrónica que estoy a un paso de ello. ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche, Keriv?
—Ordeno… los cubos —se atragantó el jovencito, señalando el desorden del suelo—. Cuando llegué a casa me acordé de que los había colocado mal, y me dije, uhm, vaya que mañana por la mañana le caigan a alguien encima de la cabeza… y tenía razón, eh jefe, porque mira, me han caído encima de la cabeza a mí…
—Pues sí, tenías razón —dijo Godorik, asintiendo burlón y después clavando los ojos semicerrados en el chico—. ¿Qué haces aquí, Keriv?
—Hago… eso. Ya te lo he dicho, jefe.
—Claro. Ordenar cubos. ¿Sabes qué hora es?
Keriv retrocedió un paso, intimidado. Godorik se adelantó el mismo trecho, y cogió uno de los cubos que había tirados por el suelo. Dentro había una bolsa cerrada con cinta adhesiva, que al tacto se sentía como si estuviera llena de polvo.
—¿Qué es esto? —interrogó, volviendo a mirar a Keriv.
Keriv lo miró por un momento con ojos de conejillo asustado, y después, de improviso, se lanzó contra él.
—¡Lo siento, jefe! —gritó, mientras intentaba darle un golpe en la cabeza. Godorik forcejeó con él por un momento, pero no necesitó más para hacerle una llave y sujetarlo por el cuello. «¡Ay, ay!», gritó Keriv, retorciéndose.
—Quieto, muchacho —bufó el cyborg, poniendo cuidado de no apretar demasiado fuerte. Desde luego, no quería cargarse a Keriv—. ¿A qué ha venido eso?