Pero todos sus esfuerzos por calmar a Asuntina resultaron en vano. Nermis terminó por salir con ella, para que le diera un poco el aire, y entonces Godorik prosiguió, con un gruñido:
—Iba usted a decirme por qué no han asaltado y derruido ya la base de los conspiradores, si saben dónde está y hasta tienen una llave.
—La cosa no es tan fácil —se ofendió Ciforentes—. Gidolet es peligroso. Tiene a mercenarios armados bajo su mando, aparte de todo el asunto con la policía del que ya le he hablado… No podemos simplemente irrumpir en su cuartel general; sería un suicidio.
—¿Y qué piensan hacer entonces? —dijo Godorik—. Según usted, están todos en peligro de todas maneras. ¿Van a quedarse quietos y esperar a que vengan esos mercenarios a llevárselos por delante?
—No, no, por supuesto —aseguró el hombre—. Solo queremos asegurarnos de que podemos hacer algo cuando entremos allí… Estamos esperando a que nuestro contacto nos proporcione un mapa, y así…
Pero Godorik ya había oído bastante.
—Bien, yo no tendría tanta paciencia —afirmó, mientras se levantaba—. Díganme dónde está esa base, e iré yo mismo.
Noscario Ciforentes lo miró extrañado.
—¿Eso piensa hacer? —preguntó—. Es usted bastante temerario, pero no creo que en este caso eso sea una buena cosa.
—Yo sigo pensando que en un asunto como este lo primero es siempre ir a la policía —gruñó Mariana, por lo bajo.
—Ya le he dicho que… —protestó Ciforentes.
—Sí, le hemos oído —lo interrumpió Godorik, exasperado—. Pero creo que Mariana tiene razón.
—¿En serio? —se sorprendió esta.