Godorik frunció el ceño.
—¿Le has dicho esto al jefe de planta? —preguntó.
—El jefe de planta pasa de mí —se quejó Keriv—. Se lo he dicho, pero no me hace caso.
—No puede ser que tengamos gente armada en el patio —dijo Godorik, levantándose—. Voy a ver.
Salió de detrás de la ventanilla y fue hacia la terraza. El joven Keriv lo siguió, y le señaló el grupo de gente al que se refería: unas diez personas, unos vestidos como si fueran ejecutivos y otros que parecían más bien mercenarios. Apoyándose sobre la baranda, Godorik creyó distinguir que varios llevaban rifles y otras armas.
—¿Qué hace esta gente aquí? —se preguntó.
—No lo sé —dijo Keriv.
—Esto no puede ser —replicó Godorik—. No creo que estén haciendo nada legal. Voy a bajar y enterarme de qué ocurre.
—Mejor no te acerques mucho a ellos, jefe —advirtió Keriv—. Parecen peligrosos.
—Tranquilo.
Dejó a Keriv en la terraza y bajó las escaleras. Iba a salir al patio, pero nada más cruzar el quicio de la puerta escuchó:
—… tendrá el mismo efecto que contaminar el depósito de agua de la ciudad con un fármaco psicotrópico.
Esto lo había dicho uno de los de pinta de ejecutivo del corrillo reunido en el patio. Godorik se detuvo, sorprendido; se paró junto a la puerta y aguzó el oído.
—No es exactamente eso, pero algo así —dijo otro—. A Gidolet le gustan demasiado las metáforas coloridas.
—Convertirá a los ciudadanos en lo que queramos que sean—dijo el mismo que había hablado antes—. No podemos empezar hasta que las piezas estén fabricadas; pero no es demasiado pronto para comenzar a aniquilar la resistencia.