Con un «¡clac!», los extraños mecanismos que había junto a la abertura se pusieron en marcha, y extendieron una rampa de cilindros metálicos desde la plataforma hasta el vagón. Este, por su parte, emitió otro sonoro ruido, y de alguna manera debió desprender su parte superior de la parte de abajo que tenía las ruedas; porque su contenedor, que ocupaba la mayor parte del volumen de los dos armarios y que no era más que una caja de color azul marino con un número en rojo pintado en un costado, empezó a rodar y avanzó por la rampa, deslizándose sin problemas hasta quedar situado perfectamente sobre la plataforma.
—Menudos artefactos —se dijo Godorik, que sin embargo estaba observando todo el proceso con suma atención.
Una vez que el contenedor estuvo en la plataforma, todo se invirtió: la rampa volvió a plegarse, lo que quedaba del vagón recogió sus apéndices, y el vagón mismo echó a rodar en dirección contraria y salió disparado de la caseta, haciendo que Godorik tuviera que apartarse precipitadamente. Tuvo el tiempo justo de soltar un improperio antes de darse cuenta de que la plataforma (que debía sin duda ser uno de los montacargas de los que había hablado Manx) empezaba a elevarse con su preciada carga.
—¡Espera! —gritó Godorik, cruzando el cubículo en dos pasos, y montándose de un salto en aquel inseguro ascensor un momento antes de que fuera demasiado tarde.
La plataforma se elevó a través de un tubo metálico. A pesar de las estrecheces, pues aquel artefacto tenía apenas espacio suficiente para el contenedor, el tubo no llegó a hacerse lo suficientemente pequeño como para que Godorik temiese por su seguridad; aunque en más de un momento se dijo a sí mismo que aquello había sido una pésima idea. ¿Y si aquel montacargas iba directo a una incineradora? ¿Qué pasaría entonces?