Quince minutos después, Manni, Agarandino y Godorik se encontraban frente al pequeño y un tanto arcaico ordenador que los dos primeros tenían en el cuarto de estar. Les costó un poco conseguir que leyera el disco de memoria de Godorik; tras unos minutos, Manx pitó ruidosamente en señal de exasperación, apartó a los dos humanos de la máquina y se sentó frente a la pantalla; apretó cuatro botones (contados), y logró que el disco se leyese sin problema.
—Manni, eres un genio —celebró Godorik.
—Los humanos no entendéis nuestras tiernas entrañas cibernéticas —protestó Manni con voz quejumbrosa.
—¿Qué has guardado?, ¿los datos de todos los Gidolets de la ciudad? —preguntó el doctor, gesticulando peligrosamente con la mano con la que sostenía una taza de café.
—Sí —asintió Godorik, apartándose un poco de la taza y asomándose en su lugar por encima del hombro de Manni, para ver mejor la pantalla—. Había unos veinte, y creo que la mayoría eran difuntos.
—Veamos… Agarik Gidolet… Monsana Rossa Gidolet… Neotine Gidolet… —comenzó a leer la lista el robot—. ¿Gido Let? Este no será.
—El tipo que yo vi tenía unos cincuenta años, estaba bastante relleno, y llevaba bigote —describió Godorik, mirando también la lista con mucha atención—. No creo que se trate de la señorita Monsana Rossa Gidolet.
—Echémosle un vistazo a las fotos —sugirió Agarandino—. Porque has guardado las fotos, ¿verdad?
—He guardado todo lo que había —gruñó Godorik.