Una bala para el príncipe · Capítulo IV

Capítulo IV

Los príncipes Eduardo y Ludovico terminaron la jornada bastante fatigados, pero no así el príncipe Carlos. Al contrario: una vez hubo terminado la recepción, siguió la fiesta en otra parte con sus nuevos conocidos, y no volvió al hotel hasta primeras horas de la mañana. El príncipe heredero, que estaba ya despierto, lo esperaba con impaciencia, y lo recibió en cuanto los botones del hotel le informaron de que ya había llegado.

—Carlos, ¿en qué estás pensando? —le reprochó, mientras su hermano se recostaba en uno de los lujosos sillones—. ¿Dónde has estado, y cómo llegas a estas horas?

—No te alteres, Eduardo —bostezó Carlos, con aire aburrido—. Solo he estado dándole un gusto a algunas nuevas relaciones. Siempre dices que es importante complacer a la gente, ¿no es así?

—No seas insensato —lo atajó Eduardo con una mirada severa—. Carlos, eres un príncipe de esta nación, y tienes que comportarte con propiedad. ¡No puedes simplemente marcharte y volver por la mañana cuando te viene en gana!

Carlos desvió la mirada, disgustado.

—¡Pones en peligro tu propia seguridad! —exclamó Eduardo, echando a andar nerviosamente por la habitación—. En una ciudad que ni siquiera conoces…

—Suenas como nuestra madre —le espetó Carlos—. ¡Hasta nuestro padre el rey es más comprensivo que tú!

—Entonces quizás es demasiado comprensivo —Eduardo arrugó la frente—. Carlos, no te pido que no te diviertas, pero debes tener en consideración tus deberes como príncipe. Este mediodía tenemos que comer en casa del duque Onerspiquer, el organizador de las conferencias, y tú ni siquiera has dormido.

—¿Quién te dice que no estaré listo para comer en casa de ese duque como-se-llame? —gruñó Carlos—. Al contrario que tú, Eduardo, yo no soy un pelele sin sangre en las venas.

—¡Carlos! —exclamó Eduardo—. Modera tu lenguaje; lo que intento hacerte comprender es importante. Siempre estás haciendo lo que quieres, sin prestar atención a lo que es mejor para los demás, o para el país…

—¡No empecemos otra vez! —estalló Carlos.

—¡No puedes comportarte eternamente como si no tuvieras ninguna responsabilidad! Nuestro padre no quiere presionarte con el asunto de la princesa Aletna, pero es uno de vital importancia; y, en mi opinión, deberías…

—¿Quién quiere casarse con una princesa que nunca ha visto? —barbotó Carlos—. ¡Yo, desde luego, no! Seguro que es fea y aburrida, y tiene la cara llena de viruelas…

—La opinión del embajador Deránez fue que era una joven muy agraciada, y su retrato también era bastante favorecedor —le interrumpió Eduardo, impaciente—. Y, en cualquier caso, esa no es la cuestión; aunque fuese la muchacha menos garbosa del mundo, el testamento del fallecido rey de Menisana…

—¡No me hables más de ese estúpido testamento! —gritó Carlos—. ¡Cómo me gustaría ser el tercer príncipe y no el segundo, para que fuese Ludovico el que estuviera metido en este berenjenal!

—¿Y qué le vamos a hacer a eso, Carlos? —se lamentó Eduardo—. Nuestra madre es la siguiente en la línea sucesoria de Menisana, pero el tratado con nuestros vecinos dice que ni ella, por ser reina, ni yo, por ser el heredero de nuestro padre, podemos hacer valer nuestros derechos a ese respecto. Tú eres el siguiente; y por otra parte está la princesa Aletna, que también era pariente del viejo rey…

—… y por eso al rey no se le ocurrió nada mejor que condicionar la herencia a que nos casásemos, y así compartiésemos el gobierno, bla bla bla —barbotó Carlos, cansado—. ¡Ya lo sé, Eduardo! Pero ¿por qué demonios nuestro padre y tú tenéis que hacer como si fuese a acabarse el mundo si no me caso con ella y me coronan rey de Menisana? ¿A quién le interesa Menisana, de todas maneras? ¡Es un país enano donde no hay más que rocas!

—Menisana controla una de las mayores minas de hierro del continente, por no hablar de que está en una posición estratégica que nos convendría controlar para fortalecer nuestra posición frente a Sornoña —lo sermoneó Eduardo—. Sería increíblemente útil si un miembro de nuestra familia…

—Insisto: ¡es un sitio de nada lleno de pedruscos! —bufó Carlos—. ¡Pero si nadie cree que vaya a haber guerra con Sornoña! ¡Estamos comerciando con ellos desde hace casi diez años!

—La situación puede cambiar —dijo someramente Eduardo, disgustado—. Especialmente, si el conde Monder se hace con Menisana; lo que ocurrirá muy probablemente si no te casas con la princesa Aletna.

—¡No quiero casarme con esa tía! —gruñó Carlos—. ¡No sé ni quién es! El embajador puede contar lo que quiera, pero hasta tú admitirás que no va a venir a decirme en mi cara que es fea como un esperpento; y ese retrato no era nada del otro mundo, y seguro que el pintor la ha puesto mucho mejor de lo que es. ¡No, señor! ¡No quiero que me casen con una princesa Aletna Merentiana de San-Wick y no sé qué, que lo mismo es completamente insoportable, y me condenen al país de los pedruscos!

—Carlos, por el amor de… —suspiró Eduardo, exasperado—. ¿Es que no entiendes lo importante que es esto para todo el mundo? ¡Es una cuestión diplomática muy delicada!

—¿Es que no entiendes lo importante que es esto para mí? —ladró Carlos—. Pero no, ¡para ti es muy fácil decidir con quién voy a casarme, y dónde voy a enterrarme en vida! Pues, ¡métete en tus asuntos, y déjame en paz! —gritó; se levantó bruscamente, y se dirigió hacia la puerta.

—Carlos… —musitó Eduardo.

—Y para que te quedes tranquilo, puesto que crees que soy una especie de loco que no puede ni recordar sus obligaciones como príncipe —le escupió su hermano, desde el fondo de la habitación—, ya nos veremos en unas horas en casa de ese duque lo-que-sea. ¡Buenas noches, su alteza!

Y salió de la habitación dando un portazo.

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