Una bala para el príncipe · Capítulo III

Capítulo III

Los príncipes de la nación eran tres, y pertenecían a la muy renombrada casa de Pravano. Esta dinastía reinaba en el país desde hacía ya varios siglos; el actual rey, Alfonso Pravano, llevaba siéndolo durante décadas, y a pesar de que estaba ya mayor gozaba de mucha popularidad entre sus súbditos. Nunca había tenido siquiera que demostrar que era un buen rey, más que nada porque durante su reinado no había pasado nada muy importante; y probablemente esta era, junto a su jovialidad y llaneza, la base de su buena fama.

Este rey había tenido tres hijos, los tres varones, que eran los que ahora llegaban a Navaseca, y que como estaba planeado se alojaron en el hotel Babilonia. A Ernesto Babel le hacían los ojos chiribitas al pensar en la publicidad que aquello daría a su hotel; y, por supuesto, desde antes de que los príncipes pasaran por el umbral de la puerta se desvivió por contentarlos, y por dirigirles todas las atenciones humanamente posibles.

Contentar al príncipe heredero, su alteza real Eduardo Pravano, no era difícil. Eduardo Pravano tenía veintinueve años, un rostro muy hermoso, porte principesco y modales complacientes. Había nacido de para ser rey en lo que respectaba a la belleza de sus facciones, a su seriedad y a su incansable dedicación a los asuntos de estado; pero en el fondo albergaba pocos deseos de sociedad, y habría rehuido, si eso hubiera sido posible, cuantas veladas aristocráticas y cenas en su honor hubiese podido. Sin embargo, se tomaba su condición de próximo monarca del país muy en serio, y pretendía dedicarse al servicio de sus súbditos con todas las buenas intenciones de su padre el dicharachero Alfonso XI y todo el entendimiento que le proporcionaban una sólida formación y la familiaridad con las nuevas ideas de progreso que estaban abriéndose paso en el continente. Era un hombre de mente abierta y maneras fáciles, y estaba siempre dispuesto a dejarse agradar cuanto fuese posible; y, aunque las múltiples atenciones de Ernesto Babel y todos sus empleados no tardaron en resultarle excesivas, se declaró en todo momento satisfecho y se mostró paciente con cuanto innecesario bombo lo rodeaba.

Los otros dos príncipes, no obstante, eran harina de otro costal. El segundo príncipe, Carlos Pravano, era un poco menos agraciado que su hermano mayor, pero lo compensaba cuidando su imagen mucho más. El lustroso cabello rubio marca de fábrica de la casa Pravano, que su hermano llevaba decentemente recortado, lo tenía Carlos largo y sedoso, en una melena tan deslumbrante que parecía más la de una princesa de cuento que la de un joven de veintiséis años. Además, iba siempre a la última moda, tan emperifollado como exigiesen los cánones de belleza; y era el más incorregible casanova que había pisado la casa real en mucho, mucho tiempo. No era tan inteligente como Eduardo, ni mucho menos tan dedicado; había descuidado su educación en favor de fiestas y cacerías, y su ocupación principal era conquistar a una muchacha tras otra. No obstante, al contrario que su hermano, tenía gran facilidad de trato con la gente, y le gustaba sobremanera rodearse de cuantas más personas mejor. Era divertido, charlatán, desenvuelto y carismático, y se ganaba un hueco en el corazón de la gente con mucha más soltura que Eduardo.

Por último, estaba el tercer príncipe. Ludovico Pravano habia cumplido ya veintidós años, pero no tenía ni la dignidad real de Eduardo ni la facilidad de trato de Carlos. Era el menos guapo de todos, y el más descuidado; se vestía sin gusto ni gracia, no mostraba ningún interés por su aspecto, y olvidaba peinarse con frecuencia. Tampoco sus labores principescas llamaban su atención en lo más mínimo; su pasión eran las artes y las ciencias, y en ellas estaba inmerso, prestando muy poca atención a lo que pasaba a su alrededor. A Ludovico no se le había perdido nada en bailes y recepciones, y no tenía ningún problema en dejar que se le notase; era todo lo contrario a Carlos, y en consecuencia apenas tenía relación con él. Con Eduardo, en cambio, se llevaba mejor, aunque a veces ese no podía dejar de desear que su hermano hiciese un esfuerzo por mostrarse más sociable.

Al poco tiempo de su llegada, se celebró en el hotel Babilonia una recepción en honor de los tres príncipes de la nación. Toda Navaseca se presentó en aquel evento, vestida con sus mejores galas y ansiosa por tomar parte en uno de los pocos acontecimientos que aquel año iban a distraer a la ciudad. Fue tanta gente que el salón principal del hotel, que no era nada pequeño, se llenó por completo; acudió hasta la condesa Morániz, y eso que no hacía mucho que esta ilustre dama había declarado su intención de no volver a asomarse por el hotel Babilonia, por encontrarlo un sitio demasiado vulgar para su gusto.

Entre tantas apreturas, la estrella de la noche fue sin duda el príncipe Carlos. Bailó más veces que piezas tocó la orquesta, lo que cualquier otro habría encontrado humanamente imposible; y aún le sobró tiempo para dejarse ver sosteniendo relajadamente una copa de champán en la mano, rodeado por un corro de jóvenes admiradoras. Sus dos hermanos, por el contrario, pasaron una gran parte de la noche en una esquina del salón, Eduardo saludando y siendo saludado por una inacabable lista de personalidades y Ludovico mirando las musarañas perdido en sus pensamientos; pero, aunque de vez en cuando Eduardo lanzaba una mirada de reojo en dirección a Carlos, preocupándose por lo mucho que su comportamiento llamaba la atención, apenas hubo interacción entre ellos en toda la noche.

Sin embargo, no era a Eduardo al único al que incomodaban las maneras del príncipe Carlos. El rápido y monumental éxito que su franqueza y espontaneidad no tardaron en depararle le ganó de una vez la enemistad eterna de Leandro Ligoria, que era el casanova local y no podía soportar ver cómo sus seguidoras habituales se cambiaban de chaqueta e iban a colgarse de la del segundo príncipe, aunque fuese de forma temporal. Fastidiado, decidió no quedarse a la zaga; y empezó a competir descaradamente contra Carlos, tratando de llamar la atención cuanto podía, aunque no teniendo en ello tanto éxito como habría deseado.

Mientras tanto, Elina Goder estaba un poco abandonada. Había llegado allí con Ligoria, pero ahora este la había dejado sentada en un sofá y se había ido a revolotear por ahí; y Elina, incómoda, se pasaba la bebida de una mano a la otra y no sabía muy bien qué hacer. Así la encontró Alejandro Sorés, que no pudo resistir la tentación de acercarse otra vez a ella.

—¿Cómo? —la interpeló sonriente, fingiendo una sorpresa que no sentía en absoluto—. ¿Su apuesto galán la ha dejado sola? No puedo creerlo; qué vergüenza.

—No sé muy bien dónde ha ido Leandro —reconoció Elina; pero le devolvió la sonrisa—. ¿El señor Sorés, verdad? El magnate de los barcos.

—El magnate de los barcos, eso es —contestó Sorés, riéndose, y se sentó junto a ella en el canapé—. Pero lo cierto es que no soy exactamente un magnate, ni tampoco me dedico únicamente a los barcos.

—Eso es un alivio —respondió Elina, riéndose también—, porque debe de ser un poco difícil dedicarse únicamente a los barcos en una ciudad que, como Navaseca, no tiene puerto de mar.

—Muy observadora —se burló de ella Sorés, aunque sin maldad—. ¿De dónde es usted?

—De Descarra, en el norte —dijo Elina—, pero de la provincia; de un pueblo llamado Villaverán.

—¿Un pueblo grande?

—Un pueblo… mediano —dudó Elina, antes de echarse a reír otra vez—. Un pueblo mediano en el que no pasan muchas cosas. Pero, si es usted de aquí de la ciudad, igual no sabe a qué me refiero; en Navaseca siempre hay algo que hacer.

—No sé si sé a que se refiere usted —contestó Sorés, algo desconcertado—, pero, si le parece que en Navaseca siempre hay cosas que hacer, en Villaverán debe de pasar realmente poco. Y ¿a qué vino usted a la ciudad?

—Oh, a conocer gente… a ver mundo, ya sabe usted —sonrió la joven—. Quería vivir la experiencia de ir a la gran ciudad, pero la capital estaba demasiado lejos, y… ¿sabe? Le confieso que la idea de irme directamente a la capital me intimidó un poco. Me dije, no, Elina; empieza por Navaseca, que está más cerca, y será algo más simpática.

Sorés habría podido decirle allí mismo que estaba muy equivocada, no en lo de la distancia pero desde luego mucho en lo de la simpatía; pero, a pesar de que normalmente no se guardaba sus comentarios hirientes, y lo más que hacía era camuflarlos bajo una apariencia de urbanidad, no lo hizo. Sorprendido, se dio cuenta de que Elina Goder empezaba a gustarle. Era muy hermosa, y tenía una frescura y un encanto que le resultaban casi irresistibles. Por un momento pensó en Samanta Vaseli, a la que llevaba ya un tiempo haciéndole la corte, y que en comparación con Elina era insípida tanto en belleza como en interés; pero tras un instante de confusión se recordó que lo único que le interesaba de Samanta Vaseli era su herencia, y que no podía dejar que ninguna Elina Goder lo distrajese de ese objetivo.

—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Elina, pues se le había ido el santo al cielo por un momento. Sorés volvió de inmediato a la realidad, y le aseguró que estaba perfectamente; y después, distinguiendo la cabeza de Samanta Vaseli entre la multitud, reprimió un suspiro y buscó una excusa para librarse de Elina lo más rápidamente posible. Por suerte para él, su mirada recayó enseguida sobre Juan Quiroga.

—¿Conoce usted al señor Quiroga? —preguntó a la chica. Se apresuró a hacer las presentaciones, y marchándose tan rápidamente como pudo fue a hacerle la corte a Samanta, que le recibió, como de costumbre, con un entusiasmo tan genuino como adormecedor.

En la esquina principesca, mientras tanto, Herberto Bronvich había conseguido hacerse un hueco entre sus altezas reales. Llevaba ya un buen rato entreteniendo a Eduardo Pravano con sus anécdotas disparatadas; y ahora había logrado presentarles a su hija, aunque más porque Sofía pudiera participar en lo que él consideraba la diversión de socializar con tan egregios personajes que porque esperara que algo en concreto saliera de ello.

Sofía Bronvich, sin embargo, no compartía del todo estas ideas de su padre. Hizo una tiesa reverencia frente a los príncipes, que fue correspondida con un educado saludo, y sostuvo durante medio minuto una anodina conversación con Eduardo; hasta que Herberto, cansado de sus infructuosos esfuerzos por hacer lo mismo con Ludovico, se acercó al príncipe heredero y la dejó a ella en la sociedad del menor.

—¿Se divierte su alteza? —le preguntó a este. Ludovico tardó un momento en responder.

—No mucho —dijo, y volvió a mirar hacia otro lado.

Con esto, Sofía dio por terminada su obligación hacia aquellas reales figuras, y se alejó de allí sin más ceremonia. Los príncipes no le llamaban la atención, y no estaba acostumbrada a tratar con gente que tenía tanto más poder e influencias que ella misma; prefería tener compañía de la que pudiera burlarse sin trabas, y que le proporcionara tantos chismes como fuera posible.

En aquella sala abarrotada, acabó, no obstante, sentada al lado de Leonor Calet. Leonor Calet no era precisamente la persona a la que uno tenía que dirigirse si quería que lo entretuviesen con cotilleos y sandeces; era una muchacha delgada y escuchimizada, bastante fea, que no se vestía muy a la moda y que pasaba la mayor parte de su tiempo en casa junto a su madre y hermanos, y cuando uno hablaba con ella acababa discutiendo las más de las veces sobre literatura antigua. A esa fiesta había asistido también con sus padres y sus hermanos mayores; los primeros estaban sentados cerca y apenas habían abierto la boca en las dos horas que llevaban allí, y los segundos estaban desperdigados por el salón.

—¿Son esos los príncipes? —le preguntó Leonor, cuando la vio llegar. Sofía asintió con un bostezo.

—Sí, el príncipe heredero y su hermano pequeño. Ambos mucho menos divertidos que el hermano de en medio —contestó, dirigiendo un ojo a Carlos Pravano, que ocupaba el centro de su propio corro en mitad del salón.

—Sofía, por favor —se escandalizó Leonor—, no digas esas cosas sobre los príncipes de la nación.

Sofía tuvo que morderse la lengua para no decir que opinaba que los príncipes de la nación, el primero y el tercero al menos, eran aburridos a más no poder. Entonces se le ocurrió algo; los príncipes eran aburridos; Leonor Calet era aburrida; eran la compañía perfecta una para los otros. Con esto en mente, sonrió a su interlocutora con algo de malicia.

—Dime, ¿por qué no vas a hablar con ellos? —sugirió—. Seguro que te gustarán; la conversación del príncipe Ludovico es especialmente interesante.

—No me han presentado a ellos —se ruborizó Leonor.

—Mi padre está por allí —dijo a eso Sofía—. Él puede presentártelos; no te preocupes por eso.

Leonor, un poco intimidada, miró en dirección a sus padres.

—No sé si es una buena idea —respondió al fin.

—¿Por qué no, hija? —intervino sin embargo el señor Calet, un hombre ya entrado en años con un enorme bigote—. Yo no veo ningún inconveniente. Es más, deberíamos ir todos.

Y se levantó. La señora de Calet y él se dirigieron hacia los príncipes, y a Leonor no le quedó más remedio que ir también, mientras Sofía contemplaba la comitiva desde el banco que ahora tenía para sí sola, muy satisfecha de sí misma. Como había pronosticado, Herberto Bronvich se hizo responsable inmediatamente de presentar a los Calet a sus altezas reales; y estos se esforzaron de inmediato en congeniar con ellos. Durante un buen rato, hasta que encontró una ocupación mejor, Sofía observó desde la distancia cómo Eduardo Pravano conversaba con Leonor Calet, y atendía con expresión interesada todo lo que ella decía.

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