Capítulo XI
Las artes de la viuda Perquin habían dado su fruto, y Alejandro Sorés y Samanta Vaseli, para gran desconcierto tanto de la familia de esta como de los conocidos de aquel, se casaron poco después. Casi de inmediato se marcharon de luna de miel, dejando a todo el mundo igual de sorprendido que cuando anunciaron su súbito compromiso, y que el día en el que efectivamente se casaron.
Por lo demás, la vida siguió adelante, relativamente monótona para todo el mundo… excepto para dos personas, que eran las que más se habían beneficiado de la boda de Sorés: la viuda Perquin y María Lucero.
Sorés había cumplido su palabra, y había movido un par de asuntos y hecho gala de su influencia ante algunas personas; y gracias a ello, María Lucero había salido por fin de la prisión, después de años de injusto encarcelamiento. Deleitándose en su nueva libertad, los pensamientos de Lucero habían ido sin embargo desde el principio en una sola dirección: encontrar a su hijo, Nicolasito, del que la habían separado al detenerla, y del que no había vuelto a saber nada.
Y a este empeño dedicaron ella y la viuda de inmediato todos sus esfuerzos, aunque con más entrega que eficiencia. No sabían ni por dónde empezar, y María tardó muy poco en verse frustrada de nuevo: no se había imaginado que encontrar a alguien en el gran mundo sería tan difícil.
Una tarde no mucho después, las dos mujeres estaban paseando por la ribera del río de Navaseca, cavilando sobre el asunto. A fin de poder pensar con tranquilidad, habían evitado el paseo de adoquines de arenisca del parque que discurría al lado del río, por el que a esas horas se estaba aireando todo el mundo, y se habían bajado hasta la misma orilla; y ahora andaban por la tierra y el fango, reflexionando sobre qué hacer a continuación.
—¡Si solo supiera dónde buscar! —se lamentaba María—. Pero hemos preguntado ya en casi todos los orfanatos de la ciudad, y no han sabido decirnos nada. Y dice usted que entre sus círculos no ha podido conseguir ninguna información útil…
—Ninguna, aparte de que el conde Nor está ahora en Navaseca —rezongó la viuda—, pero lo mejor será que lo evitemos mientras sea posible. Sigue siendo un hombre rico y prominente, y no queremos buscarnos más problemas.
Al poco, y a pesar de que habían bajado allí para no encontrarse mucha compañía, se toparon con alguien. Un joven rubio, muy bien vestido pero de aspecto un tanto descuidado, estaba escarbando en el lodo a pocos metros de ellos; tenía a un lado un cubo y una pala, y se había llenado los pantalones de barro. Por su expresión, estaba muy concentrado; tanto, que ni siquiera volvió la cabeza cuando ellas se acercaron.
La viuda Perquin pareció reconocerlo, y quiso pasar de largo, pero María no le hizo caso; se aproximó y lo saludó animadamente.
—Buenas tardes —dijo—. ¿Qué está usted haciendo?
—Estoy catalogando la flora que hay aquí en el río —contestó distraídamente el hombre, aún sin mirarlas. En ese momento, estaba cavando alrededor de una florecilla violeta, y en cuanto consiguió desenterrar sus raíces la extrajo de la tierra y la arrojó dentro del cubo.
—¿Cómo es eso? —quiso saber Lucero, pese a la cara larga de la viuda.
—Quiero saber qué crece aquí y qué no, porque este tipo de tierra… —respondió el joven, mirando a un lado y a otro, buscando una nueva víctima vegetal. Localizó una con la vista, la señaló con el dedo, y levantándose movió su cubo hasta allí. María lo siguió—. Vea, vea; esta planta, que se conoce como…
Y empezó a soltar latinajos y a explicarle a su recién llegada interlocutora todo lo que la botánica (y él) encontraban interesante en aquella mata. Lucero, que no era muy brillante ni tenía una educación muy acusada, no entendió gran cosa; pero eso no le importó demasiado, porque de todas maneras rara vez ponía algún interés en lo que la gente decía, sino que se limitaba a sonreír y asentir con la cabeza mientras los ignoraba. Aquella no fue tampoco una excepción, y, aunque escuchó pacientemente todo lo que el desconocido tenía que decir, cuando terminó se quedó igual que si no hubiera dicho nada.
—¡Qué interesante! —dijo, sin embargo; y a continuación, y sin que nadie le hubiera preguntado, comenzó a narrarle al desconocido todos sus propios problemas, desgracias e historia de su vida.
El joven pareció ignorarla a ella como ella le había ignorado a él, y siguió a lo suyo; al menos, hasta que llegó a la parte de cómo había perdido a su hijo, y cómo no sabía qué hacer para recuperarlo. Súbitamente, el hombre volvió la vista hacia ella.
—Pero es evidente —replicó—. La solución es muy simple: buscar al hombre que se llevó a su hijo.
—¿Qué quiere usted decir? —se sorprendió María.
—Dice usted que la detuvieron y la llevaron al cuartel de Navaseca, y que allí el comandante se llevó a su hijo —resumió el joven—. Así que lo más lógico, para empezar, sería ir a buscar a ese comandante.
—Eso no es tan fácil —intervino de repente la viuda Perquin—. Ese comandante fue depuesto hace ya varios años, debido a un escándalo de corrupción. El que hay ahora es otro distinto; no sé dónde acabó el anterior.
—Bueno, pero quizás puedan decirnos eso mismo en el cuartel —dijo el hombre, como si fuera lo más evidente del mundo. Recogió su cubo y su pala, y se levantó—. ¿A qué esperamos?
—Pero… —barbotó María Lucero, sorprendida, ante esta inesperada oferta de colaboración.
Aunque más que una oferta pareció ser una imposición, porque el joven echó a andar sin decir nada más, y se dirigió hacia las escaleras que subían al parque. Las dos mujeres, confundidas, lo siguieron; a mitad de la subida, él se detuvo en seco y volvió a mirarlas.
—¿Dónde está el cuartel de Navaseca? —preguntó.
Así que la viuda Perquin y María Lucero tuvieron que guiarlo hasta el cuartel de policía, lo que implicaba cruzar un buen trecho de ciudad, y aquel tipo seguía con los pantalones completamente cubiertos de barro. Pero eso no pareció molestarle en absoluto; al contrario, durante todo el camino lo único que hizo fue inquirir sobre más detalles de la desgraciada aventura de María Lucero y su separación de Nicolasito, y se veía que se estaba tomando todo aquello como quien se empeña en resolver el misterio de una novela detectivesca.
—Pero, oiga; ¿quién es usted? —quiso saber María, desconcertada.
—Soy Ludovico Pravano —se presentó el joven, sin más ceremonia. La viuda Perquin, que ya había creído reconocerlo, suspiró; pero María Lucero se asombró mucho.
—¡Cómo! —exclamó—. No puede ser. ¿Es usted el tercer príncipe?
—Sí, más o menos —refunfuñó Ludovico, un poco disgustado ante el hecho de que supiesen quién era. Pero el disgusto le duró poco, porque inmediatamente siguió haciendo preguntas sobre las desventuras de los Lucero, y las posibles opciones que podía haber para encontrar a Nicolasito.
Cuando irrumpieron en el cuartel, María estaba extasiada. Al principio toda aquella idea de ir a preguntar al mismo cuartel no la había convencido mucho, porque por supuesto temía que algo fuese mal, y que por la razón que fuera volviesen a detenerla; pero ahora, con un príncipe a su lado que se había interesado por su caso, se sentía dignificada y poderosa, y en perfectas facultades para exigir la verdad a aquellos matones que se hacían llamar policías. ¡Y que alguien se atreviera a toserle al tercer príncipe de la nación!
La viuda Perquin, más cauta, y que además conocía la reputación de completo despistado que tenía Ludovico Pravano, albergaba aún bastantes recelos sobre aquella excursión. Pero estos, aunque fundados, resultaron en vano; porque en cuanto llegaron al cuartel se formó allí un revuelo impresionante, con la mitad de los policías de servicio intentando organizarse para formar en honor a su Alteza Real, y la otra mitad intentando conducirlos de inmediato a la presencia del comandante. Al final, fue el comandante el que salió de su oficina, y saludó apropiadamente a Ludovico con expresión desconcertada.
Ludovico no se dejó distraer, y permaneció ajeno a todo el caos que se había armado por su culpa.
—¿Desde cuándo es usted comandante aquí? —preguntó de inmediato.
Extrañado, el comandante le informó de que llevaba siendo jefe de aquella estación desde hacía tres años y medio. Como la detención de Lucero había ocurrido hacía incluso aún más tiempo, Ludovico quiso saber dónde se encontraba el anterior comandante.
—No lo sé —respondió el comandante actual—. El anterior comandante fue acusado de cargos de corrupción, tráfico de influencias y asociaciones ilícitas, y depuesto de su cargo. No sé si llegó a pasar algún tiempo en prisión, pero no sé dónde está ahora.
María refunfuñó algo por lo bajo.
—Tantos años he estado yo en la cárcel siendo inocente de todo, ¿y este desalmado ni siquiera llegó a pisarla?
Pero a Ludovico el aspecto humano de aquel asunto le importaba un comino, así que se centró en la parte pragmática.
—¿Sabe dónde podríamos averiguar su paradero? —insistió.
El comandante comenzó a encogerse de hombros.
—Espere —intervino uno de los policías que contemplaban aquella extraña escena—. ¿Estamos hablando del antiguo comandante, el señor Codrenques?
—Ese es —dijo el comandante.
—Yo sé dónde está —anunció entonces el policía—. Desde que lo cesaron del servicio, lleva una taberna en el barrio de Calaspatas.
María Lucero dio un salto de alegría, mientras Ludovico le pedía al hombre las señas exactas del establecimiento. Salieron de allí muy poco después, dejando al comandante (y al resto del cuartel) perplejos, y el motivo de su visita algo oscuro.
—¿No os lo dije? —se vanaglorió Ludovico, con aire de suficiencia.
—¡Vamos! —les urgió Lucero—. ¡Tenemos que ir a visitar a ese ex-comandante!
—María, querida, ya es algo tarde —hizo notar la viuda, aunque más como un disimulado intento de librarse de Ludovico (del que aún desconfiaba) que porque la hora la molestase. Pero nadie la escuchó.
—Vamos hacia allá —anunció, más que sugirió, el príncipe, arrancando a andar.
—¡Vamos! —coreó Lucero; y la viuda Perquin tuvo que resignarse.