Godorik, el magnífico · Página 204

—A todo esto, ¿qué hora es? —preguntó, alarmado.

—¿Eh? —se sorprendió Normas—. Pues serán las… ¿ocho? ¿Las nueve?

—No tengo tiempo para esto —exclamó Godorik—. Tengo que largarme de aquí cuanto antes.

—Entonces, ¿renuncias a convertirte en jefe? —dijo Normas, frotándose las manos.

—No, ni loco —estalló Godorik—. ¿Para que sigáis disparando a inocentes y tirando a gente por el Hoyo? ¿Cómo has dicho que te llamabas?

—Normas.

—Normas. Pues si las reglas dicen que ahora yo soy el jefe de la banda, yo soy ahora el jefe de la banda, y lo primero que quiero que hagáis es… dejar la violencia.

—Tú estás mal de la cabeza.

—Como ella ha dicho, soy un justiciero enmascarado —gruñó Godorik, señalando a Edri—, y las cosas en esta ciudad van a empezar a cambiar. Quiero que dejéis de asesinar a gente, de empezar peleas callejeras, y de poner en peligro a todo el mundo en este nivel.

—No tienes ni idea de cómo funcionan las cosas aquí —protestó Normas, inflándose—. Todo eso no es posible.

—¿Por qué no?

—¡Porque eso es exactamente lo que las bandas hacen! Decirnos que paremos es lo mismo que decirnos que disolvamos la banda, y ya te he dicho que no vamos a hacer eso.

—En realidad… —protestó alguien entre el público.

—Pensaba que lo que las bandas hacían, según tú mismo me has dicho hace nada, era dedicarse al contrabando —replicó Godorik.

—Bueno, sí, pero…

—¿Pero?

—Pero uno no puede dedicarse al contrabando siendo un pacifista, imbécil. Primero, hay que extorsionar a gente, y segundo, las otras bandas nos comerían si lo intentásemos.

Cualquier otro lugar · Página 80

—No sé qué me ocurre últimamente —le dijo—. Me siento extraña… vacía.

—Es lo que pasa cuando los hijos empiezan a hacerse mayores —dijo Alina—. Ya te acostumbrarás.

—No quiero acostumbrarme a sentirme así —contestó Nina, con un suspiro.

—Son las cosas de la vida —respondió a eso Alina—. No le prestes mucha atención.

—Alina, ¿eres feliz? —preguntó entonces su prima.

Alina torció el gesto por un instante, y después volvió a su sonrisa imperturbable.

—¡Qué cosas tienes! —dijo—. Tengo una buena familia, una buena casa, unos hijos maravillosos. Por supuesto que soy feliz.

—Pero… —insistió Nina—, ¿eres feliz de verdad?

—Nina… —dijo entonces Alina—. No te hagas ilusiones; nadie en este mundo es feliz de verdad.

Y eso fue todo lo que dijo sobre el tema. Aquel día, Nina terminó la visita pronto, y, en lugar de irse a casa directamente, volvió dando un lento paseo por los alrededores.

Entonces, de repente, le pareció ver una cara conocida caminando por la acerca contraria.

¡Ray! —gritó, llamando la atención de prácticamente todo el mundo que se encontraba cerca, incluida la de su objetivo. Este cambió de acera y se acercó a ella rápidamente.

Era Ray. El tiempo lo había tratado bien; aunque su figura ya no era tan fibrosa y bien delineada como lo había sido más de veinte años atrás, y empezaba a tener entradas marcadas, conservaba la sonrisa jovial y los penetrantes ojos azules que Nina había visto, por última vez, cuando él había depositado su copia de las llaves en el cestito de su recibidor. No estaba solo; lo acompañaban una niña de unos seis años, que le cogía la mano, y un niño de tres, que iba subido a caballito sobre sus hombros.

Godorik, el magnífico · Página 203

Godorik emitió un suspiro.

—¿Qué le pasa a esta ciudad? —musitó para sí.

—¿Qué? —preguntó Normas.

—Nada, nada. Está bien; pues no disolváis la banda entonces —farfulló Godorik—. Ehm… ¿a qué exactamente se dedican los Beligerantes?

—Venga ya; ¿no lo sabes?

—Contrabando —le gritó Edri—. Todas las bandas del nivel 25 se dedican al contrabando.

—¿Contrabando de qué?

—Implantes electrónicos, artículos prohibidos del exterior, algunas drogas, piezas de recambio para lavadoras…

—¿Piezas de recambio para lavadoras? —la interrumpió Godorik, atónito.

—Eh, ¿sabes lo difícil que es conseguir algunos recambios de lavadora? —se encogió de hombros Normas—. Se venden a muy buen precio en el mercado negro.

—Esto es una locura. ¿Y de verdad pretendéis hacerme creer que ahora yo soy el jefe de este cotarro y que si digo que hagáis tal, lo haréis?

—Bueno, solo hasta que alguien consiga pegarte una paliza —gruñó Normas, golpeándose la palma con su propio puño—, lo cual no creas que tardará mucho.

Godorik le dirigió una mirada incrédula.

—Esas son las reglas, y hay que respetarlas —dijo el ex-jefe—. Es muy importante mantener un código de conducta cuando uno está metido en un negocio de violencia y extorsión.

—¿Cuánto tiempo llevas tú mandando esto? —le preguntó Godorik, que empezaba a pensar que todo aquello era pitorreo.

—Tres meses.

—Me… ¿y quién era el jefe antes?

—Un desgraciado que acabó en el Hoyo.

Godorik emitió un sonoro suspiro, y de repente se percató de que por los ventanucos de aquella habitación entraba ya bastante luz.

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Alina Michaud tenía ya varios hijos, el más pequeño de los cuales tenía cinco años; y la mayor parte de las conversaciones de las dos esposas, si no iban sobre las últimas novedades de la moda o los chismorreos de su círculo social, eran sobre los niños. Nina no tardó en desear tener hijos también, y el señor Guillory, que en aquel momento aún prestaba algo de atención a su joven esposa y no solo a sus negocios, se sumó a la idea casi con entusiasmo. Pasó algo de tiempo hasta que Nina se quedó embarazada; pero, apenas un año después, nació el pequeño Gervais Guillory.

Después de eso, Nina empezó a tener tiempo para poco; su hijo, y la educación de su hijo, ocupaban toda su atención. Dos años más tarde nació la hermanita de Gervais, Mélisande; y otros tres años después, Frédéric, la luz de los ojos de su madre. Con tanto que hacer, y tantos niños a los que llevar al parque a pasear, Nina casi se olvidó de todo lo demás; no le importó que su marido pasase cada vez más y más tiempo en el trabajo, que prácticamente ya no tuviesen nada que contarse, y que se limitasen, en las ocasiones sociales a las que asistían, a mantener una apariencia de matrimonio respetable y unido. Al fin y al cabo, sus hijos la necesitaban.

Cuando Frédéric cumplió los catorce años, sin embargo, y se negó definitivamente a seguir colgado de las faldas de su madre, Nina se sintió descorazonada. Su día a día empezó a parecerle aburrido; su marido, insulso; sus amigos, monótonos y repetitivos. Incluso Jean, que se había casado hacía ya mucho tiempo, no hablaba más que de acciones y dividendos; y, en una ocasión en la que Nina volvió a mencionarle el circo, soltó una carcajada y lo desestimó como tonterías de juventud, y después cambió de tema.

Desconcertada y un tanto dolida, Nina se volvió hacia Alina Michaud.

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—¡Bah! —farfulló Normas, pero dejó en paz a Coroles—. Bueno, Godofredo…

—Godorik.

—Como sea. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Obligar a alguien a que llame a un médico.

—No, no —el anterior jefe sacudió la cabeza—. Quiero decir: me temo que, según nuestras normas, tú eres ahora el jefe de nuestra banda.

—¡Toma ya! —estalló Edri en un silbido triunfal, y empezó a mirar al resto de los presentes con aire de pavoneo.

—Pero, jefe… —insistió uno de los que dudaban.

Godorik le hizo un gesto a Edri para que se callara, pero los otros creyeron que se dirigía a ellos, y cerraron la boca también.

—No voy a haceros de jefe —gruñó en dirección a Normas—. Por mí, disolved la banda y volved cada uno a vuestra casa. Yo solo he venido aquí a rescatar a estos dos idiotas.

—¡Disolver la banda! —gritó Normas, con horror—. ¡No, no! No podemos hacer eso.

—Tampoco podéis seguir aterrorizando al nivel de esta manera; ¿quiénes os creéis que sois?

—Somos los Beligerantes.

—Sois un puñado de imbéciles asaltando a gente de bien. O, uh, a gente de más o menos bien —vaciló Godorik, pensando en lo que había visto hasta el momento en aquel nivel.

Edri volvió a silbar. Normas torció el gesto.

—Ya habló el señorito justiciero —tronó—. Este nivel es una basura, con y sin nosotros. ¿Crees que, si disolvemos la banda, el crimen desaparecerá, todo será alegría y florecillas, y los pobres oprimidos habitantes del nivel podrán por fin dedicarse en paz a sus cosas? Al contrario: otra banda ocupará nuestro lugar, y como tendrá menos competencia podrá hacer aún más lo que le plazca; y esos mismos pobres oprimidos se vengarán violentamente de nosotros y luego volverán a sus asuntos tan ilegales como los nuestros.

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Se casaron apenas diez meses después de conocerse, en una pequeña basílica en las afueras de París. El día de su boda, Nina estaba preciosa; y su madre estaba radiante.

—Esta es la iglesia donde yo me casé con tu padre —le indicó—. Es maravilloso que ahora tú también te cases aquí.

La ceremonia transcurrió sin incidentes, y Nina Mercier se convirtió a no más tardar en Nina Guillory. Los recién casados pasaron una luna de miel bastante aceptable en las islas griegas, y cuando volvieron a París se instalaron en una casa en el centro, no muy lejos de donde vivían los señores Guillory, y tampoco de donde vivían los señores Mercier.

Fue por esa época, más o menos, cuando Alina Michaud, la hija del hermano de la señora Mercier, y su marido el señor Michaud volvieron de Niza, y se mudaron también a París. Los negocios del señor Michaud iban muy bien; su empresa había estado a punto de quebrar unos años atrás, pero había logrado evitarlo, y ahora su situación era mejor de lo que nunca había sido.

Nina se encontró intimando bastante con Alina Michaud. Jean estaba aún flirteando con alguna muchacha desprevenida (por supuesto, ya no con la señorita Géroux), y le faltaban todavía algunos años para entrar en el mundo de la madurez; y Nina había ido perdiendo contacto gradualmente con todos sus conocidos de la universidad, a medida que se introducía más y más en el círculo de su marido. Así que la posibilidad de relacionarse con su largamente ausente prima fue muy bien recibida; y las dos tomaron por costumbre tomar el té juntas, bien en casa de la una, bien en casa de la otra.

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—¡Bien! —exclamó Edri, dando un bote de pura alegría. Lo grotesco de aquel espectáculo parecía importarle poco. También el resto del público empezó a cuchichear.

Godorik resopló, y escondió la cara entre las manos. Un momento después, la levantó de nuevo, y mirando a Ran y a Edri ladró:

—Como volváis a llamarme para algo así os tiraré de cabeza por el Hoyo.

—Pero si has ganado, hombre —protestó Ran.

—Sí que ha ganado, sí —dijo uno de los pandilleros, que parecía sorprendido.

—Entonces, ¿es el nuevo jefe? —preguntó otro.

Unos cuantos empezaron a discutir sobre lo que decían las reglas, y sobre lo inusual de aquella situación. Godorik, mareado, se puso en pie.

—Que alguien llame a un médico inmediatamente —alzó la voz, en un tono casi amenazante.

—Pero…

Ahora. ¿No veis que este hombre está malherido? Y que alguien compruebe de una vez si el otro se encuentra bien.

—»El otro» está aquí —farfulló el anterior jefe, Normas, avanzando hacia Godorik un tanto tambaleante.

Godorik le echó un vistazo.

—¿Todo bien? —preguntó.

Normas escupió al suelo.

—Eres un maldito bastardo, pero me has vencido —reconoció.

—Sin embargo, no sé yo si esto ha sido válido —dijo uno de los que estaban discutiendo—. Como él no es miembro de la banda…

—¿Y eso qué más da? —perdió los nervios el anterior jefe—. Le hemos permitido desafiarnos, y ha ganado. ¡Estúpido Coroles!

Furioso, se acercó a Coroles, que seguía inconsciente, y le dio una patada en la cara.

—¡Quieto! —gritó Godorik, alarmado, y corrió hacia él para detenerlo—. ¡Lo vas a matar, loco!

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8. Nina Guillory

 

Pasaron muchos años antes de que Nina volviera a ver a Ray.

Terminó sus exámenes en julio, y salió bien parada de todos ellos. Cuando comenzaron las vacaciones, ya podía decir que era filóloga. Tras luchar un poco más contra sus padres, acabó por ceder, y permitió que le presentaran a Gérard Guillory; lo conoció al fin en otra de las veladas del hijo del recientemente fallecido octogenario señor Patenaude, que, a pesar de tantos rumores y habladurías, había dejado finalmente el palacete y todo lo que contenía a su hijo mayor. Si la señorita del sur de Francia había existido o no, si era una persona auténtica que se había quedado con un palmo de narices o si era solamente una invención de mentes imaginativas, quedó como tema de conversación en las cenas de los aburridos magnates y sus aún más aburridas mujeres.

El señor Gérard Guillory resultó no ser tan terrible como Nina se lo había imaginado en un principio. Aunque no se lo podía comparar con Ray, no era tan tremendamente insípido como podía haber sido; tenía buena figura y era caballeroso, y hacía gala de un par de temas de conversación más aparte de las finanzas de su familia. Los señores Mercier y Guillory lo organizaron todo para que sus dos retoños comenzasen a verse hasta en la sopa; y, en esas circunstancias, no pasó mucho tiempo antes de que Gérard Guillory declarase su ferviente e inquebrantable pasión por Nina Mercier, y Nina decidiera que, al fin y al cabo, una unión con el señor Guillory podía no ser del todo una mala idea.

Godorik, el magnífico · Página 200

Coroles cayó ahora de boca, y tardó algo más en volver a levantarse.

—Ugh —gimió.

—Así que todo lo que hay que hacer para poder luchar contigo es no prestarte atención, ¿eh? —comentó Godorik, esbozando una sonrisa maquiavélica. Tampoco él se encontraba muy bien; su cuerpo seguía reaccionando torpemente, aunque se empezaba a acostumbrar a eso, más o menos. Pero se sentía mucho más ligero ahora que creía que sabía cómo vencer a aquel tipo, y más aún cuando parecía que parte del público estaba de su parte.

—Te está bien empleado —gritó alguien a Coroles.

—Querer librarse del jefe con un truco tan sucio… —se quejó uno más.

—En cuanto gane os partiré la boca a todos —bramó Coroles, y luego empezó a toser.

—Sí, excepto que no vas a ganar —replicó Godorik—. Retírate mientras todavía estás a tiempo.

—Nunca —dijo el otro, y se lanzó a por él una vez más.

Esta vez, Godorik falló al esquivarlo, y los dos cayeron rodando al suelo. Al igual que había pasado en la lucha contra Normas, comenzaron a forcejear; Coroles quiso emplear con él la misma táctica con la que Godorik había dejado fuera de combate al jefe, pero cometió el error de no dar directamente con la parte del cuello de Godorik que aún era de carne y hueso. Godorik, que ya no estaba para finezas, contraatacó pegándole un puñetazo demoledor en plena nariz. Aunque su cuerpo estaba reaccionando de forma extraña, aún tenía mucha más fuerza que un hombre normal; le rompió a Coroles la nariz y parte de la dentadura, y lo dejó, si no directamente inconsciente, tan acabado que no hizo otra cosa que caer desplomado, inmóvil.

Godorik se enderezó un poco, y se sentó con las piernas cruzadas. El aspecto que ofrecía la cara de Coroles era lamentable. Esperaba no haberlo matado.

Cualquier otro lugar · Página 76

—Y harás bien en decidir que yo no puedo tenerte —zanjó Ray, levantándose—. Lo siento, Nina. Esto no podía funcionar desde un principio.

—No puedes hacerme esto —musitó Nina, incrédula.

—Sí. Sí puedo —afirmó él—. Al igual que tú, yo también tengo libertad de elección. Adiós, Nina.

Y fue hacia el dormitorio, y comenzó a tirar sus cosas dentro de las mismas bolsas de viaje en las que las había traído un mes antes. Nina, pasmada, se quedó un rato encogida en el sofá, sin saber cómo reaccionar.

—Pues vete, si eso es lo que quieres —le gritó al fin a Ray, desde el salón—. ¡Vete, y déjame! ¡Maldita sea!

Ray terminó de empacar tan precipitadamente como había empezado, y cruzó el salón en dirección a la puerta.

—Las llaves —dijo, dejando caer su copia de las llaves en el cesto donde Nina guardaba las suyas; como ella no dijo nada, se volvió una vez más para mirarla—. Adiós, Nina —repitió, en un susurro.

—Adiós —murmuró ella—. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vete de una vez!

Y antes de que pudiera darse cuenta escuchó el sonido de la puerta, y cuando levantó la vista Ray había desaparecido.

Los señores Mercier volvieron a visitar a su hija una semana después. Hasta entonces, Nina estuvo en una especie de trance; y solo el que la mitad de las cosas de Ray siguieran desperdigadas por su piso la convenció de que todo aquello no había sido alguna extraña imaginación suya. Ray había empaquetado sus cosas con tanta rapidez que se había dejado casi todo; su cepillo de dientes estaba en el baño, su ropa sucia seguía en el cesto de la lavadora, y, básicamente, lo único que se había llevado había sido la ropa que en ese momento tenía en el armario, y sus juegos de mesa.

Los señores Mercier vinieron esta vez con una actitud menos combativa, y, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba Nina, probablemente eso fue lo mejor.

—Quizás no haya sido muy buena idea decirte todo esto ahora, cuando estás agobiada por los exámenes, y por terminar la carrera —sugirió el señor Mercier—. Deberíamos haber esperado al verano. Lo mejor será que te olvides de todo esto hasta entonces, y ya lo retomaremos.

—Recuerda que solo queremos lo mejor para ti —insistió la señora Mercier.

Nina, que no tenía ganas de pensar en nada, dijo que sí a todo, y se despidió de ellos en el mismo estado en el que los había recibido.