Cualquier otro lugar · Página 65

Ray rumió sobre todo esto durante otros pocos días. Finalmente, se decidió a hablar con Rosa y Capuleto. Capuleto, como ya había esperado, no se lo tomó nada bien.

—¿¡Cómo que nos dejas!? —bramó—. ¡Que nos deja, dice! ¡Que nos deja!

—Capuleto… —empezó Ray, pacificador.

—¡No puedes dejarnos así como así! —gritó el hombre, paseando nerviosamente por el reducido espacio de la autocaravana- ¿¡Crees que puedes simplemente venir y decir un día «me voy», y desaparecer!? ¿Qué crees que es esto? ¿Una pensión?

Dio un puñetazo sobre la mesa, y un vaso vacío que quedaba sobre ella botó peligrosamente. Fuera de sí, Capuleto pasó la mirada de Ray al vaso, y lo lanzó al suelo de un manotazo. El vaso se quebró en pedazos con gran estruendo.

—Capuleto, escúchame —pidió Ray.

—No, ¡escúchame tú a mí! —siguió gritando Capuleto, pasando por encima de los fragmentos del cristal roto sin prestarles atención, y acercándose tanto a Ray que este tuvo que dar un paso atrás—. Eres un maldito desagradecido. ¿Cuántos años…? ¿Qué habría sido de ti sin mí? ¡Nada! —bramó, hincando el dedo índice en el pecho de Ray—. ¡Nada! ¡Yo te enseñé todo lo que sabes! ¡Yo te busqué un lugar en el mundo! —bramó—. ¡Y ahora vienes tú a decirme que lo dejas!

Ray frunció el ceño, dolido.

—Sabes que te estoy muy agradecido por todo lo que has hecho por mí, pero…

—¡Pero! —lo interrumpió Capuleto de nuevo, dándose la vuelta y volviendo a pasear nerviosamente por la caravana—. ¡Pero! ¡Pero, pero! ¡Debí imaginarme que esto pasaría! —gritó, intercalándolo todo con una serie de maldiciones cada vez más subidas de tono—. ¡En buena hora se me ocurrió a mí criar un chaval!

Cualquier otro lugar · Página 64

—Sí, y como acabo de decir, no me hago más joven —repitió él—. No me malinterpretes; no es que mi carrera sea como las del deporte de competición en las que eres viejo a los veinte. Puedo seguir haciendo esto mucho tiempo; pero es cansado, y tarde o temprano tendré que buscarme otra cosa que hacer… y, la verdad, este es un momento tan bueno como cualquier otro.

Nina lo miró fijamente por un rato.

—Ray… dijo al fin—. ¿Estás seguro de esto? No quiero que, por mi culpa, tomes una decisión de la que luego tengas que arrepentirte.

—Lo sé. No te preocupes. Llevo dándole vueltas a esto un tiempo. —tomó la cabeza de ella entre sus manos, y le besó la frente—. Quizás hasta te esté usando como excusa para cambiar de vida. ¿Qué te parece eso?

—Eso me inquietaría mucho menos que lo contrario —rió ella.

—Tengo que hablar con Capuleto, de todas maneras. Y… no sé quién se molestará. Aún no te prometo nada, Nina.

—Entiendo. Pero, si te quedas en París… vendrás aquí, ¿verdad?

—No quiero invadir tu casa —protestó él.

—Ya es tarde para eso —se burló ella.

—Eso es distinto —insistió él, serio—. No quiero imponerme.

—No es ninguna imposición —replicó ella—. Ray, me encantaría que vivieras conmigo.

Él le dirigió una mirada enigmática.

—Quizás —dijo—. Quizás no. Como he dicho, aún no puedo prometer nada.

—En cualquier caso —zanjó ella—, si dejas el circo, te quedarás aquí, al menos hasta que encuentres otra cosa.

—Eso te lo agradeceré —cedió él.

—Entonces…

—Pero no empieces a hacer planes aún —advirtió una vez más.

Cualquier otro lugar · Página 63

6. Ray toma una decisión

 

Las navidades se fueron tan rápidamente como habían venido, y Año Nuevo pasó también en un abrir y cerrar de ojos. Ray pasaba ahora prácticamente todo su tiempo libre en casa de Nina, y los dos estaban enamorados y eran tan felices como podían serlo… excepto por una cosa.

—Nina —empezó un día Ray, cuando los dos estaban tumbados en el sofá.

—¿Qué pasa, Ray?

—El circo se va pronto —musitó él.

Ella abrió los ojos.

—¿Cuándo? —preguntó.

—El lunes que viene —bufó él—. A Nantes, creo, o a sus alrededores.

—¿Tienes que irte? —dijo ella, con voz temblorosa.

—Sí —contestó él, tras un momento—. Sí.

Nina se acurrucó contra él, desconsolada.

—No quiero que te vayas —sollozó—. Ojalá no tuvieses que irte. Cómo me gustaría que pudieses quedarte aquí, conmigo… vivir aquí conmigo.

—A mí también me gustaría —murmuró él, deprimido.

Permanecieron abrazados un rato más. De repente, Ray soltó:

—En realidad… no tengo por qué irme.

Nina levantó la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—No tengo por qué irme con el circo si no quiero —explicó él—. Podría dejarlo, y quedarme aquí, en París, contigo.

—Pero Ray, si es tu trabajo —exclamó ella.

—Sí —asintió él—, sí que lo es… Pero siempre puedo cambiar de trabajo. —suspiró—. No es una idea tan peregrina como suena. Al fin y al cabo, no me hago más joven.

—Tienes veinticinco años —protestó Nina.

Cualquier otro lugar · Página 62

—Nina, por favor, no llores más. No quería lastimarte, entiéndelo. Olvida todo lo que he dicho, ¿vale? Yo solo me preocupo por ti, y… pero no llores, no llores. Haz como si no hubiera dicho nada.

Nina asintió, con la cara escondida entre las manos. Él pareció un poco más aliviado.

—¿Todo está bien, entonces? —preguntó.

Ella asintió una vez más, aún sin mirarlo.

—Déjame, por favor —dijo.

Jean quiso decir algo más, pero no se le ocurrió qué. Tímidamente, le dio a su prima un par de asustadas palmaditas en la espalda, y después se dio la vuelta y salió del baño. A la salida, Ray y él intercambiaron una mirada durante un instante, pero solo fue suficiente para hacer preguntarse al primero qué demonios le habría pasado al primo de Nina para parecer de repente tan agitado.

En el interior del baño, Nina se secó cuidadosamente las cuatro lagrimitas que había conseguido derramar.

—Ah, querido Jean —dijo para sí, mientras se lavaba las manos y volvía a retocarse el maquillaje—, te queda mucho por aprender.

Cualquier otro lugar · Página 61

—Supuse que era algún… bueno, alguien que habías conocido en la universidad —explicó él—. No es que me pareciera una idea excelente, pero aún así… hay una diferencia de clase, Nina, que… ¿Cómo sabes que ese hombre no es peligroso?

—¿Peligroso? ¿Por qué iba a ser peligroso?

—Bueno, Nina, esa gente… Escucha, tú sabes que a mí no me gusta hablar mal de nadie, pero hay gente que no es siempre la compañía más recomendable. ¿Quién sabe lo que ese hombre podría pretender?

—¿Y qué lo diferencia de cualquier otro que podría haber conocido en la universidad? —dijo ella—. Sinceramente, Jean, no te entiendo.

—Nina, yo solo quiero tu bien —la urgió él—. Y no creo que tus padres…

Pero de improviso ella torció el gesto, y lo interrumpió con un sollozo.

—¿Cómo puedes decirme esas cosas? —le reprochó—. ¿Qué he hecho para que me trates así?

—Nina, no llores… —empezó él, muy incómodo.

—¿Y ahora vas a ir a chivarte a mis padres? —siguió no obstante ella, con las lágrimas cayéndole por las mejillas—. ¿Por qué me haces esto? Yo pensaba que tú… yo pensaba que tú me apoyabas, Jean, y no que vendrías a censurarme y a reprenderme a la primera oportunidad.

—Nina, yo no… —titubeó su primo, que no sabía cómo hacer que ella dejara de llorar; y al cabo de un momento cedió, fastidiado—. No le diré nada a tus padres… no te preocupes.

—¿Es que no puedo nunca hacer lo que quiera? —continuó sollozando Nina, como si no le hubiera oído—. Tú haces lo que quieres, Jean, y yo no te digo nada, y te ayudo cuando me lo pides. ¡Y ahora me haces esto!

Cualquier otro lugar · Página 60

Lamentablemente, aunque por causas ajenas a la voluntad de Nina, Ray tuvo que esperar bastante. Apenas hacía medio minuto que ella había entrado cuando apareció Jean.

—Hmmr —gruñó Ray, extrañado al verlo por allí, puesto que el servicio de caballeros estaba en el otro extremo del salón—. ¿Cómo está la señorita Géroux?

—Bien —respondió Jean rápidamente—. Mejor —corrigió, y señaló la puerta—. ¿Está Nina ahí dentro?

—Sí —asintió Ray, y contempló boquiabierto cómo Jean pasaba sin dudarlo siquiera—. Oye, ese es el…

Pero nada, demasiado tarde. Jean entró y se encontró a Nina lávandose las manos.

—¿Jean? —se asombró ella—. El baño de los chicos está al otro lado de la sala.

—Ya —dijo él—. Nina, escucha… ese es el tipo del circo, ¿verdad?

Ella sonrió.

—No pensaba que estuvieses prestando tanta atención como para acordarte de él —comentó, divertida.

Él frunció el ceño.

—¿Cómo lo has conocido? —preguntó.

—Por casualidad —mintió ella. Él la miró con expresión crítica.

—¿Por qué lo has traído aquí?

—¿Por qué has traído tú a la señorita Géroux?

—Nina, eso es diferente —protestó Jean, aunque con cara de no estar tampoco muy seguro de por qué era diferente—. Concedo que Annabelle es un poco… tonta, pero sigue siendo una señorita. ¿Crees que es buena idea relacionarse con ese hombre? ¿Saben esto tus padres?

—¿Por qué dices eso? —protestó ella, resentida—. ¿Por qué no debería creer que es una buena idea? ¿Y quién pensabas que era, de todas maneras, y por qué no te molestaba entonces?

Cualquier otro lugar · Página 59

—Que yo sepa, eres trapecista, no funambulista —rió ella, pegándose aún más a él.

—Oye, yo hago de todo —se quejó él—. Confía un poco más en mí.

Ella no dijo nada por un momento.

—Petardo —le llamó al fin, divertida.

—Petarda tú —se lo devolvió él, besándola—. Si fueses una señorita de verdad, te habrías desmayado igual que esa pobre chica.

—¡Primero me pegas un susto de muerte, y ahora te burlas de mí! —le recriminó ella, besándole otra vez—. Si quieres que me desmaye, todavía estoy a tiempo.

—Ya es demasiado tarde, querida; el momento ya pasó —se burló Ray.

Tardaron un buen rato en bajar. Cuando por fin lo hicieron, vieron que la fiesta estaba ya más concurrida; varias personas reconocieron a Nina, y tuvieron que entretenerse un rato en conversar con algunos de los aburridos viejos amigos de los señores Mercier por los que esta había temido verse perseguida toda la noche si iba sin compañía. (Aunque, viendo que los interfectos en sí tampoco eran tan insistentes, Ray se imaginó que en realidad solo había esgrimido eso como excusa para llevarlo allí.) Por fin, consiguieron escurrirse.

—Tengo que ir al baño un momento —dijo Nina, y allí se dirigieron. El palacete, que estaba habilitado para reuniones y fiestas de todo tipo, tenía baños separados para hombres y mujeres, y Ray se quedó esperando en la puerta mientras ella entraba.

—No tardes mucho —le dijo—. Las mujeres pasáis tanto rato en el servicio que cualquiera diría que los baños de chicas son portales a otra dimensión.

—¿A una en la que el tiempo transcurre más despacio? —sugirió ella.

—A una en la que tenéis que derrotar a un dragón y salvar el mundo antes de que os dejen volver —se quejó él.

Cualquier otro lugar · Página 58

—Qué oxidado está mi ballet —comentó él, con algo de fastidio. Alargó el otro brazo para agarrarse con ambos; e impulsándose hacia arriba no tardó en volver a subirse a la barra. Se puso en pie sobre esta, como si no hubiese pasado nada, y se arregló un poco la chaqueta—. Menos mal que esto me está grande.

Nina respiró ruidosamente.

—Por lo que más quieras, no vuelvas a hacer eso —suplicó.

—Está bien, está bien —cedió él, resignado, y volvió a darse la vuelta—. Dejemos de tontear y rescatemos al pobre gato.

El gato había dejado de maullar; pero, en cuanto vio que alguien se le acercaba, empezó otra vez. Ray puso pie sobre el tejado y trató de acercarse al animal, que se alejó cuanto pudo. Él le acercó una mano lentamente, y comenzó a llamarlo diciendo «gatito, gatito»; hasta que algo más confiado, el gato paró de bufar y se dejó coger.

Ray lo sujetó con un brazo y volvió a cruzar el vacío, esta vez sin exhibiciones; en cuanto llegó a la ventana, entregó al animal a Nina, y él mismo se deslizó dentro con ayuda de Jean. La señorita Géroux, a la que su acompañante había tumbado sobre la alfombra y había empezado a abanicar con la mano, seguía inconsciente.

—Qué mal se lo ha tomado —comentó Ray.

Nina soltó al gato, que echó a correr y desapareció por el pasillo a velocidad pasmosa. Entonces, abrazó a Ray con todas sus fuerzas.

—Dios mío, qué loco estás —exclamó.

Jean, mientras tanto, había cogido a la señorita Géroux en brazos, y les dirigió una mirada un tanto intranquila.

—Voy a intentar reanimarla —dijo, y salió de la habitación.

—Creo que él tampoco se lo ha tomado especialmente bien —dijo Ray, con una carcajada.

—Ray… me has asustado —confesó Nina, aún sin soltarlo—. Por favor, no hagas esas cosas.

—Nina, si yo trabajo en esto —se extrañó él—. Lo hago todos los días.

Cualquier otro lugar · Página 57

—Bueno, bueno, no podemos permitir que el pobre gato sufra un accidente, ¿verdad? —comentó, con algo de socarronería; y procedió a quitarse los zapatos, revelando unos calcetines coloridos que no pegaban para nada con el esmóquin—. Quizá sí podamos traerlo de vuelta a suelo firme.

—Ray, ¿qué vas a…? —empezó Nina; pero Ray, acercándose a la ventana, escaló a través de esta y se posó con suavidad sobre el tubo que la unía con la torre.

—¡No seas loco! —exclamó Jean—. Como te caigas…

Pero Ray no les hizo caso. Avanzó un par de pasos por el listón, balanceándose un poco, pero con buen equilibrio.

—Ray, por favor; no quiero que te mates —pidió Nina.

Él, que ya estaba a mitad de camino, se detuvo; y, con impresionante ligereza, se dio la vuelta sobre el tubo.

—Dime, Nina —llamó, divertido—, ¿qué opinas del ballet?

Y, ante los ojos atónitos de su público, se puso de puntillas sobre la delgada barra, y comenzó a girar y a hacer arabescos y cabriolas. Jean se llevó las manos a la cabeza; Nina, entre divertida y alarmada, no supo si pedirle otra vez que se bajase de ahí, o si dejarlo estar, porque parecía que tenía la situación controlada.

Entonces, Ray dio un salto y falló al aterrizar; sus pies resbalaron sobre la barra, y se cayó. Nina se pegó un susto de muerte, y lo mismo le pasó a la señorita Géroux, que dejó escapar un grito y a continuación se desmayó en los brazos de Jean. Sin embargo, a Ray no le pasó nada; alargó un brazo justo a tiempo para sujetarse, y se quedó suspendido en el aire, colgando del listón por una mano.

—¡Ray! —llamó Nina, muy preocupada, en cuanto recuperó la voz.

Cualquier otro lugar · Página 56

—Estaba dando una vuelta, admirando la casa —explicó la señorita Géroux—, cuando me encontré con este pobrecito.

Diciendo esto, señaló a través de la ventana: un gato, una hermosa bola de pelo blanca, maullaba desgarradoramente sobre el tejado de la torre.

—¡Pobre animal! —se lamentó la señorita Géroux—. Debe de haber llegado ahí de alguna manera, y ahora no puede bajar. ¡Pobrecito!, ¡está tan asustado! Jean, tenemos que hacer algo.

Ray se tapó la boca para no reírse. Nina le dirigió una mirada de censura, mientras Jean, con cara de circunstancias, se asomaba a la ventana.

Aunque el tejado de la torrecilla quedaba al mismo nivel que el ventanal, estaba demasiado lejos para saltar. Había, sin embargo, un estrecho listón metálico que conectaba la pared del edificio con la torre; pero era realmente estrecho, y aquel segundo piso estaba muy alto. Jean suspiró.

—Está demasiado lejos, Annabelle —dijo—. No podemos ir ahora a por el pobre bicho.

—Pero… —sollozó la señorita Géroux, haciendo un puchero.

—Tendremos que llamar a los bomberos —sugirió Jean—. Pero no ahora, con todos los invitados. Al gato no le pasará nada por estar ahí un rato más, y quizás hasta consiga bajar por sí solo.

—Pero ¡el pobre animal! —completó la señorita Géroux—. ¿Y si se cae? ¡No quiero ni pensarlo!

Y rompió a llorar. Jean puso cara de tonto; a Nina hasta le dio algo de pena. En ese instante, se percató de que Ray la miraba con una sonrisa extraña, como si le pidiera permiso para algo.

—Ray… —dijo, sin comprender. Pero él pareció interpretar eso como un asentimiento.