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—Oh, era la chica a la que tu primo quería ligarse, ¿no? —entendió Ray. Nina se hizo la sonrojada en vez de responder, así que él siguió—. La verdad, no me acuerdo de ella… aunque tampoco me habría acordado de tu primo.

—Pero te acordaste de mí.

—Sí, y fue suficiente —puntualizó Ray, con una sonrisa.

Después de eso, la música paró por un buen rato. Siguiendo a su primo con la vista, Nina vio que se dirigía fuera. Tiró a Ray de la manga, y ambos fueron tras Jean; se lo encontraron en la entrada, fumando. La señorita Géroux, por su parte, se habá quedado dentro.

—Hola, prima —la saludó Jean—. Veo que vienes acompañada.

—Deja de fumar, Jean —lo reprendió ella—. ¿Cuándo has empezado?

—No puedo ser un caballero si no me fumo un cigarro de vez en cuando —se burló él.

De repente, Annabelle Géroux se asomó por la puerta, con expresión descompuesta.

—¡Jean! —exclamó lastimeramente—. Jean, tienes que ayudarme.

—¿Qué ha ocurrido, querida? —preguntó Jean, que sin embargo no parecía muy alarmado.

—Ven conmigo —pidió la señorita Géroux. Jean la siguió, no sin antes dirigir una mirada de disculpa a Nina; pero no fue necesaria, puesto que Nina y Ray, al parecer bastante más extrañados que él, los acompañaron también.

La señorita Géroux los condujo a través del salón, y subió las escaleras hasta el segundo piso. Luego se adentró por el pasillo, hasta llegar a una habitación, tan lujosamente decorada como todo lo demás, que tenía un gran ventanal al fondo. El ventanal estaba abierto, y daba hacia una de las torrecillas que decoraban el palacete; la casa tenía varias de estas, dos más grandes en la parte delantera y otras tantas más pequeñas en la posterior. Esta era una de estas últimas, y tenía el aspecto que tendría una torre de un mago en miniatura: redonda, con un ventanuco a uno de los lados, y con un tejado puntiagudo hecho de tejas de azulejo azul brillante.

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Tomó su mano. Ray la condujo hacia el centro de la sala, donde había ya varias parejas. Enderezó la espalda como un bailarín profesional y la cogió por la cintura; y, en cuanto la música comenzó de nuevo, inició un vals con pasos limpios y cuidados, y ritmo perfecto. Nina lo siguió, un tanto sorprendida, y dieron varias vueltas por el salón; Ray llevaba el paso con tanta fluidez que, en lugar de bailar, parecía que flotaban.

—Eres un experto bailarín —exclamó ella, tras unos momentos.

—Tú tampoco lo haces nada mal —contestó él.

—¿Dónde lo aprendiste?

Su acompañante sonrió con picardía.

—¿Qué esperabas? —quiso saber—. Quizás no me guste el caviar; pero de esto sé más que la mayoría de los que están aquí.

—No, no, en serio —insistió ella, devolviéndole la sonrisa—. No sabía que supieras bailar tan bien. ¿Dónde lo aprendiste?

—¡Ja! —se regodeó él, pero al fin contestó—. En Viena.

—¿En Viena? —se asombró Nina—. ¿Has estado en Viena?

—Sí, un tiempo.

—Debes de haber viajado mucho.

Ray asintió. La pieza terminó casi en ese mismo momento, y fue sustituida por una mucho más lenta y melódica. Siguieron danzando, pero no reanudaron la conversación, porque rápidamente llamó su atención otra cosa.

—Nina, ¿no es ese tu primo? —preguntó Ray, señalando con la mirada a una pareja al otro lado de la zona de baile.

En cuanto pudo, Nina echó un vistazo. En efecto, allí estaba Jean, acompañado por la señorita Annabelle Géroux.

—¿Quién está con él? —quiso saber Ray.

—Es la señorita Géroux —contestó Nina—. También estuvo aquel día en el circo.

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—Será mejor que volvamos con los Leclair y dejemos que los jóvenes se diviertan, querido; o la señora Leclair pensará que la estamos ignorando —dijo.

El señor Mercier asintió.

—Pasadlo bien —dijo, y se alejó junto con su mujer. Tras un momento, Nina y Ray se dirigieron a una de las mesas del bufet.

—¡Oh! Ese es nuestro anfitrión —se percató Nina, señalando disimuladamente a un hombre de aspecto aburrido que conversaba con una señora de aspecto igualmente aburrido—. Deberíamos ir a saludar.

—No parece tener ochenta años —comentó Ray en voz baja.

—No es el señor Patenaude —le susurró Nina, mientras se acercaban—. Es uno de sus hijos.

Saludaron al falso señor Patenaude, que no les prestó mucha atención, y volvieron al bufet. Ray se sirvió un canapé de caviar.

—Esto sabe horrible —declaró, agriando el ceño.

—Sí, tampoco son mis favoritos —rió Nina, cogiendo para él un volován relleno—. Prueba esto.

Ray necesitó un par de intentos para darse por satisfecho con algo, y aún así solo fue a medias.

—Menudo paladar más exigente —se burló de él Nina, e hizo un gesto en dirección a los músicos—. Espero que tu gusto en música no sea igual de severo.

—No, eso está bien —concedió Ray, riéndose con la boca llena. Tragó apresuradamente, y le tendió una mano a Nina—. Señorita, ¿me concede este baile?

—Por supuesto, caballero —accedió ella.

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Subieron las escaleras que llevaban a la entrada principal y se internaron en el recibidor, que era más bien pequeño; y de ahí pasaron al salón. Al contrario que el recibidor, el salón era enorme; tenía techos altísimos de los que colgaban lámparas de araña, suelos de mármol, ventanas de cristalera gigantescas que daban al jardín, y una escalera alfombrada que llevaba a un rellano en el segundo piso, con una baranda desde la cual podía observarse toda la sala. En los extremos de esta se habían colocado largas mesas de bufet con manteles blancos, de las que algunos invitados se estaban sirviendo ya los refrigerios; y, al fondo del salón, un cuarteto de música elegantemente vestido tocaba un vals vienés.

Ray miró a su alrededor, como si calibrase la ocasión.

—Menudo lugar —exclamó al fin. Nina iba a contestar algo, pero en ese momento se les acercó una mujer de mediana edad, bastante hermosa aunque ya arrugada, que llevaba un refinado vestido de lentejuelas y un tocado de plumas en la cabeza.

—¡Nina! —les saludó—. Tu padre y yo empezábamos a pensar que no vendrías.

—Hola, mamá —correspondió Nina, tomando la mano de su madre entre las suyas. Un hombre con gafas y entradas prominentes, vestido con un esmóquin muy elegante, se les acercó también.

—No digas eso, querida. Las jóvenes siempre llegan tarde —dijo a su mujer, mientras besaba a su hija; y después se fijó en Ray, al que echó una ojeada crítica—. ¿Quién es tu acompañante, hija?

—Mamá, papá, este es Ray Sala, un amigo —los presentó ella—. Ray, estos son mis padres.

—Encantado —dijo el señor Mercier sin mucho entusiasmo, ofreciéndole a Ray una mano que este estrechó.

—Señora Mercier —saludó a esta, inclinando levemente la cabeza. La señora Mercier, que parecía un tanto desconcertada, se volvió hacia su marido.

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—¿Crees que puedes bajar escaleras con esos tacones? —contestó él, sacudiendo la cabeza.

—Te sorprendería lo que puedo hacer con estos tacones —le espetó ella, reprimiendo una risa—. Empezando por que son un arma blanca formidable.

Llegaron a la calle, y Ray volvió a depositar a Nina sobre sus propios pies.

—¿Y ahora dónde vamos? —preguntó, desorientado.

Ella lo reprendió con la mirada, y paró un taxi, que los dejó, en apenas diez minutos, en la entrada de un palacete rodeado por una alta verja. En la entrada había un guardia de seguridad muy aburrido, que se limitó a mirarlos por un momento sin apenas interés; y, en cuanto sus ojos se posaron sobre la cara de Nina, volvió a ignorarlos por completo.

Para llegar a la casa tuvieron que atravesar el jardín. Era bastante grande, con dos hileras de árboles a un lado y a otro, y un paseo con setos en el que había, en el centro de varias plazoletillas, una fuente pequeña, una mediana, y una que era realmente grande, completa con estatuas de ninfas y otros seres mitológicos.

—¿De quién es todo esto? —preguntó Ray, desconcertado.

—La casa pertenece a la familia Patenaude —explicó ella, bajando un poco la voz—, en concreto al señor Abel Patenaude, que cumplirá ochenta y dos años en unos meses. Sus herederos, que llevan todos los negocios de la familia, se están peleando ya por la casa… a pesar de que corren rumores de que el señor Patenaude, que en su juventud fue un poco mujeriego, piensa dejársela a una señorita del sur del país, ajena a todo.

—¿Y de qué conoces a esa familia?

—Mis padres los conocen —se ruborizó ella.

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—Lo mejor será que cuando lleguemos empieces a bailar sobre la mesa —sugirió ella—. Así, el listón quedará tan bajo que cualquier cosa que hagas solo podrá mejorarlo, y ya no tendrás que preocuparte de nada.

Los dos estallaron en risas. En cuanto Ray estuvo listo, embutido en aquel incómodo esmóquin, Nina comenzó a prepararse; y, entre vestirse, peinarse y maquillarse, tardó una infinidad.

—Niiina —él terminó por aporrear la puerta del baño, harto ya de dar vueltas por el salón y de sentarse y volver a levantarse del sofá—. Vamos a llegar tarde.

—Ya llegamos tarde —contestó ella, saliendo del baño mientras terminaba de ponerse los pendientes—, pero no pasa nada.

Se había puesto un traje de noche de color verde, anudado en la espalda y con una falda con mucho vuelo. Además, se había recogido el cabello, dejando solo un par de tirabuzones sueltos que le enmarcaban la cara. Ray la contempló por un momento con mal disimulada admiración.

—Ejem —se recompuso, un momento después; y, con una mirada pícara, le dirigió un silbido de albañil.

—Eres un petardo —se rió ella, dándole un manotazo de mentira—. Petardo.

—Recuerda que estás vestida de señorita y no puedes usar esa clase de palabras —carraspeó él—. ¿Estás lista?

Ella asintió. Él le ofreció el brazo.

—Pues vámonos, hermosa dama —dijo, en tono burlón, y la condujo fuera del piso; de hecho, casi la arrastró, y ella tuvo que tirar de él un momento para poder coger el bolso y las llaves. En el rellano, en cuanto la puerta estuvo cerrada, Ray agarró a Nina por la cintura y la tomó en volandas, y así empezó a bajarla por las escaleras.

—Pero ¿qué haces? —exclamó ella, sobresaltada.

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5. El baile

 

Nochebuena llegó, y pasó. Nina la celebró en compañía de casi toda su familia, o al menos de la parte de ella que vivía cerca; cenaron comida extraña y moderna, preparada por la cocinera a las órdenes de la vigilante señora Mercier, y bebieron champán y se intercambiaron los regalos y bromearon y rieron mientras conversaban sobre las últimas novedades de la política y el estado de las finanzas. Después, cada uno se fue a su casa, satisfecho por haber pasado una velada tan placentera.

Ray, en cambio, cenó en la autocaravana junto con Capuleto y Rosa. Capuleto y él bebieron tanta cerveza que terminaron cantando a dúo canciones horriblemente desafinadas; y se despertaron al día siguiente a mediodía para atacar los restos del asado, y encontrar cada uno, en sendos paquetes a los que les faltaba el lazo, una bufanda tejida a mano por la aplicada Rosa.

Pasó también el día de Navidad, y llegó el veintiséis. Ray se presentó en el apartamento de Nina a las nueve y media de la noche, recién duchado y con la misma cara que si acabase de atropellarlo un camión.

—¿Estás segura de que esto es una buena idea? —preguntó a Nina, mientras ella sacaba el esmóquin que le había dejado Jean, y que estaba envuelto en plástico y cuidadosamente colgado de una percha en un armario tan ordenado como el de los catálogos de muebles—. Tus padres, y esos amigos tan pesados de tus padres, van a pensar que soy una especie de vagabundo chiflado.

—¿Por qué iban a pensar algo así? —preguntó ella, quitándole la bufanda—. Además, ¿qué más da lo que piensen?

—A mí me puede dar igual lo que piensen —se hizo el gallito Ray—. Yo lo digo por ti.

—No te preocupes por mí y sácate el jersey —indicó ella.

Ray se puso el esmóquin, que a pesar de ser más o menos de su talla le quedaba un poco raro.

—Genial —se burló, mientras Nina le arreglaba la pajarita—. Ahora también parecerá que me han metido en la lavadora y que he encogido a trozos.

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Ella alzó una mano y le acarició la mejilla.

—¿Te gusta bailar? —preguntó de repente.

—¿Bailar?

—¿Quieres acompañarme a una fiesta de Navidad? —propuso ella.

—¿Una fiesta? ¿Qué tipo de fiesta?

—Una fiesta de las que tú llamarías de señorita —se burló Nina—. Con música y esmóquines y cócteles, y gente que se cree más importante de lo que es.

—¿Quieres que yo vaya a una cosa así? —se extrañó Ray—. ¿Por qué?

—¿Por qué no? Necesito que alguien me acompañe, o algún viejo amigo de mis padres me agobiará toda la noche. A no ser que no te apetezca ir a algo tan aburrido, por supuesto.

—No, claro que me gustaría ir —respondió él, sin pensar.

—Eso sería maravilloso —la chica juntó las palmas de las manos, como si aplaudiera. Ray, que había accedido casi por acto reflejo, no se atrevió a retractarse.

—Entonces… —contestó, un poco incómodo.

—Será el día veintiséis, por la noche —dijo ella—. Podemos vernos aquí un poco antes.

—No tengo ningún esmóquin —se excusó él.

—No pasa nada —dijo ella—. Le pediré a mi primo que te preste uno.

Y con eso el tema quedó zanjado.

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—No te compliques la vida. Regálale un perfume, y seguro que acertarás.

—Con mi suerte, si voy a una tienda y compro un perfume resultará que es una fragancia especial para amantes de los coches de carreras —carraspeó Jean—. Mejor dime qué marca de perfume usa, y así estaré seguro de acertar.

Nina había estado a punto de decir que a su madre no le importaba la novedad en sus perfumes, pero el ejemplo de los coches de carreras la hizo pensar que quizás sería mejor callarse. Así que confesó que la señora Mercier sentía una cierta predilección por la marca Chanel, y Jean se dio por satisfecho con eso.

—Ya sabes que quiero seguir siendo su sobrino favorito —bromeó.

—Entonces, nada de turbantes para la ducha —respondió Nina.

Jean se marchó poco después, dejándose la mitad del café. En cuanto se hubo ido, Ray se levantó.

—Creo que yo debería irme ya también —anunció.

—No quiero retenerte si tienes trabajo que hacer —dijo Nina—. ¿Cuándo volveré a verte?

—No lo sé —contestó él—. Cuando quieras.

—Navidad está a la vuelta de la esquina —reflexionó ella en voz alta—. La celebraremos en casa de mis padres, seguramente. No viven lejos, pero…

—Entiendo —la cortó él—. Yo estaré con Capuleto y Rosa, así que ya nos veremos después.

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A eso Ray si iba a contestar algo; pero se quedó con la palabra en la boca, porque en ese momento volvió Nina con las tazas y el azucarero.

—Y ahí viene la interfecta —alzó la voz Jean.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó ella—. ¿De qué estábais hablando?

—De tu tremenda afición por el café, y de que cada vez que vengo sientes la necesidad de desaparecer en la cocina los primeros cinco minutos de la visita para después hacerme tragar uno. Nada más.

—Mi querido Jean, sabes que no tengo ninguna intención de «hacerte tragar» mi café —la chica se sentó, haciéndose la insultada—. Solo intento ser hospitalaria.

—Vale, vale, tranquila —contestó Jean—. Pero, en realidad, me voy a ir enseguida, así que no tenías que haberte molestado.

—Estoy muy ofendida —se burló ella.

—Eso es problemático —decidió él—, porque necesito tu ayuda con una cosita.

—¿Con qué necesitas mi ayuda? —se sorprendió Nina.

Jean puso cara de corderito degollado.

—Pues… a decir verdad… con los regalos de Navidad —confesó—. Vaya, Nina, no me gusta admitir esto, pero no tengo ni idea de qué puedo regalarle a tu madre. Ya sabes, después de que por su cumpleaños le regalé un turbante para la ducha… y ella fue muy educada, pero aún así, esa mirada que me echó… uhm… daba la impresión de que creía que había perdido la cabeza.

Nina se echó a reír.

—No te dejes intimidar por mi madre —aconsejó—. Mira así a todo el mundo, da igual qué le regalen.

—Ya, pero me imagino que no quiere otro turbante para la ducha, y a mí no se me ocurre nada más.