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Mientras tanto, en Kil-Kyron se desarrollaba una escena bien distinta. Orosc Vlendgeron, que al volver del baño se había encontrado con un salón de estrategia vacío y desolado, y que al dar una vuelta por los pasillos buscando a sus generales había comprobado que el resto del fuerte estaba igual de vacío e igual de desolado, peinaba ahora una planta tras otra en busca de alguien que pudiera explicarle qué acababa de ocurrir. Lo más que había encontrado hasta el momento, sin embargo, habían sido un par de limpiadoras que al comienzo de la avalancha estaban fregando la Alacena Imperial, y que tampoco se habían enterado de nada y al salir de la alacena se habían visto envueltas por el mismo silencio sepulcral que el Gran Emperador. Ahora acompañaban a Orosc, y los tres subían y bajaban escaleras sin atreverse a separarse demasiado, por si acaso un monstruo devorahombres había tomado la fortaleza y se dedicaba a atacar a sus víctimas de una en una.
—Pero, entonces —insistía Vlendgeron, estupefacto—, ¿no habéis escuchado nada?
—Nada de nada, Vuestra Majestad Imperial —decía Cori Malroves, una de las limpiadoras—. Claro que estábamos en la alacena, que está muy recogida, y allí casi no llega el ruido.
—Pero ¿qué ha podido pasar? —siguió preguntándose Vlendgeron—. ¡Solo he ido a mear cinco minutos!
—Quizás ha habido una alarma de ataque aéreo —sugirió Adda Rojasangre—, y han evacuado el fuerte.
—Sea lo que sea, ¿es que nadie se podía tomar treinta segundos para ir a avisarme? —rugió Orosc; pero, preocupado por esa posibilidad, indicó a Cori—. Mira por la ventana, a ver si ves algo.
—No, no veo nada —contestó Cori, asomándose por uno de los ventanales—. Por este lado, al menos.
—Lo mejor será ir a ver si alguien ha hecho sonar las campanas —dijo Adda—. Es la única forma en la que han podido avisar a todo el mundo tan rápido.
—Pero no hemos escuchado las campanas —discutió Cori.
—Bueno, estábamos en la alacena —Adda se encogió de hombros.
—No, yo tampoco he escuchado nada —gruñó Orosc—, y el servicio al que fui no estaba tan retirado.
—¿Qué puedo decir? Tal vez estemos todos sordos —dijo Adda—. Pero no está de más ir a comprobar las campanas.
Así que subieron al penúltimo piso (en el último estaba la cantina, pero las campanas y el puesto de vigía estaban situados en un saliente justo debajo de esta) y fueron a ver si había indicios de que alguien hubiese hecho sonar las alarmas. No encontraron tales indicios, y los banderines que señalaban peligro inminente tampoco estaban alzados; pero sí parecía que el puesto de vígia hubiese sido abandonado con gran precipitación.
—¡Qué extraño es todo esto! —se sorprendió Cori, que al igual que los demás no conseguía explicarse aquel misterio. Pero en ese momento Vlendgeron alzó una mano, pidiendo silencio.
—¡Callad! —exclamó—. ¡He oído algo!