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Marinina se quedó por un instante paralizada por el peso de la responsabilidad que conllevaba aquella decisión. ¡No podía abandonar a alguien en apuros! ¡Eso sería maligno! Pero, por otra parte, ¡tampoco podía permitir que otros inocentes murieran! ¡Eso también sería maligno!
Se llevó las manos a la cabeza, desesperada. Finalmente, se decidió, y dio un paso adelante.
—No te abandonaré —anunció al joven.
—¡Todos morirán! —repitió este. Pero Maricrís se volvió hacia la bestia.
—¡Ser de las tinieblas! —llamó su atención, con un tono de voz una octava aún más agudo que el normal—. ¡Escúchame! Tu apariencia es la de un monstruo espantoso, pero yo sé que, a veces, las apariencias engañan. En el centro de tu caja torácica, o en otro lugar si eres un ser de aspecto solo falsamente semihumanoide, debe de latir un corazón; yo lo sé, pues si no lo hiciera, caerías fulminado por fallo cardíaco. Si tienes un corazón, ¡debes ser capaz de sentir compasión! ¡Escúchame, pobre ser incomprendido! ¡Solo yo te comprendo! Libera tu compasión, presa de las tinieblas del Mal que te atenazan, y rehúsa dañar a este joven, o a los otros seres del Bien que nos rodean.
Mientras decía esto, extendió los brazos hacia el monstruo; y, a mitad de su discurso, comenzó a brillar con luz blancoazulada, que nacía directamente de la pureza de su alma límpida y preciosa cual fregada con desinfectante. La bestia no tardó en ser alcanzada y distraída por esta luz; soltó a su presa y se acercó a Marinina, que puso solemnemente una mano sobre su tez.
—Yo te comprendo —repitió esta, en un susurro teatral—. Yo te comprendo, oh, pobre ser. Líberate del Mal, y ven a la luz.
Convertido en un animal completamente manso, el bicho se dejó acariciar por Maricrís, y comenzó a ronronear como un gatito. Ante la mirada atónita del joven, que yacía en el suelo despatarrado pero ileso, el monstruo se tendió a los pies de Marinina, con la ferocidad de una oveja bebé.