Godorik, el magnífico · Página 112

—¿Qué te pasa? ¿Estás herido? —se extrañó Agarandino, mientras Godorik se dejaba caer sobre el sofá y reclinaba la cabeza contra el respaldo.

—No, creo que no —respondió. Pero Agarandino y Manni se cruzaron de brazos y lo miraron con expresión pensativa.

—Manni, ve a por el equipo de diagnóstico, y a por el polímetro robótico —pidió el doctor—. Vamos a ver qué le pasa ahora a este loco.

Manni pitó, y se levantó.

—¿Yo soy el loco? —se quejó Godorik.

—Por supuesto —asintió Agarandino.

Godorik frunció el ceño. Manni volvió un instante después llevando varios cacharros, que el doctor empezó a enchufar y encender. Después, pasó uno de ellos, que parecía un teléfono de ducha, por encima de la cabeza de su paciente.

—¿Se puede saber qué hace? —se quejó este.

—Calla, calla —respondió Agarandino, levantándose las gafas y acercándose la pantalla a los ojos, para poder ver algo—. Te estoy diagnosticando. ¡Uh! Tienes una falta de vitaminas impresionante.

—Por mi comida no será —protestó Manni preventivamente, antes de que nadie le dijera nada.

—Bueno, bueno. En cualquier caso, no te vendrían mal unos suplementos —carraspeó el doctor—. Pero lo que de verdad te pasa es que estás agotado. ¡No me extraña, todo el día corriendo de un lado a otro! ¿No sabes que hay que descansar, dormir ocho horas al día, y beber mucha agua?

—¿Eso es todo lo que le dice su cacharro? —se burló Godorik—. Eso podría habérselo dicho yo también. Estoy mareado, y no tengo más que ganas de acostarme.

—Pues acuéstate, hombre —exclamó Agarandino—, y a la ciudad, que le den. Esa es una valiosa lección que aprendí yo hace tiempo…

Una bala para el príncipe · Capítulo XV

Capítulo XV

Carlos y Eduardo habían llegado al hotel Babilonia no mucho después de eso, y gracias al conocimiento que Carlos tenía para entonces de todas las entradas traseras del establecimiento habían conseguido entrar sin llamar demasiado la atención. En sus aposentos tampoco los esperaba nadie; no estaba ni Ludovico, que aún no había vuelto de sus aventuras botánico-detectivescas.

—Voy a darme un baño —fue casi lo primero que Carlos musitó a su hermano mayor. Este no contestó a eso ni sí ni no; seguía empeñado en despotricar, y continuó haciéndolo una vez Carlos hubo cerrado la puerta del aseo detrás de sí con un portazo.

—… Porque no es normal que, a tu edad… —hablaba Eduardo, tan alto que Carlos podía oírle incluso a través de la puerta cerrada y con el ruido del agua—… todo esto podría haber sido un escándalo… Por no hablar de la princesa de Menisana, que…

Al final, todo esto fue demasiado para Carlos.

—¡DÉJAME TRANQUILO! —gritó, abriendo de nuevo la puerta del baño con un violento golpe—. ¡Cállate de una maldita vez! ¿No tienes otra cosa mejor que hacer que quejarte de lo que hago?

Había salido de la bañera de un salto, y aunque se había liado una toalla, no se había secado siquiera. Eduardo contempló por un momento el extraño espectáculo de Carlos semidesnudo y chorreando agua sobre las carísimas alfombras; pero la estupefacción solo le duró un segundo.

—¡Tengo muchas cosas mejores que hacer —aseguró, a gritos—, y las haría si tu estupidez me lo permitiese de una vez!

—¡Oh, claro! ¡Ahora todo es culpa mía! —tronó Carlos—. ¿Te has parado a pensar que si dejases de darme tanto la lata tendrías más tiempo para dedicarte, no sé, a esas responsabilidades que tan importantes te parecen?

—¡No me hables como si solo me dedicase a molestarte! —gritó Eduardo.

—¡En mi presencia, es todo lo que haces, Alteza! —chilló Carlos.

En ese momento se abrió la puerta. Ludovico, aún cubierto de barro seco y con sus cubos y palas en la mano, entró y se encontró con esta escena.

—¿Qué pasa aquí? —musitó. Pero Carlos y Eduardo, aunque le habían dedicado una breve mirada cuando la puerta se había abierto, lo ignoraron de inmediato cuando vieron que solo se trataba de su hermano pequeño.

—¡Todo lo que te digo lo digo por tu bien! —siguió vociferando Eduardo.

—¡Claro, claro! —le contestó Carlos—. No es que me tengas manía porque soy el único en esta familia que se atreve a divertirse… y porque no dejo que me uses en tus intrigas políticas…

—¡Intrigas políticas! —se escandalizó Eduardo—. ¡Lo único que hago es velar por tu bien y tus intereses, y los de toda la familia…!

—¡Sobre todo los de toda la familia! —exclamó Carlos—. ¡Y, en cualquier caso, ¿a ti qué te importa?! ¡Eso es trabajo de nuestro padre, no tuyo!

—¡También es mi trabajo! —contestó Eduardo—. ¡Y, aunque te niegues a comprenderlo, también es el tuyo!

—¡Carlos! ¡Eduardo! —intentó intervenir Ludovico, de nuevo sin que nadie le hiciera caso—. ¡Basta ya! ¡Calmaos!

—¿Qué pasa contigo? —siguió chillándole Carlos a Eduardo—. ¿Te crees que ya eres mejor rey que el rey?

—¡No digas esas cosas! —respondió Eduardo, horrorizado.

—¡Eduardo! —suplicó Ludovico, dejando caer su cubo, que se volcó y desparramó sus preciosas plantas por el suelo de mármol—. ¡Carlos!

—¿Y qué es lo que estás haciendo? ¡Manipular a nuestro padre, eso es lo que haces! A él todo esto le da igual, pero como tú eres un estirado que se cree que cualquier cosa va a arruinar la reputación de la familia real, tienes que hacer por narices que él también piense como tú…

—¡Yo jamás he hecho tal cosa! —explotó Eduardo, en un tono de voz aún más alto que antes.

—¡BASTA! —gritó Ludovico, y llevándose las manos a la cabeza echó a correr hacia su habitación, y se encerró con un golpetazo.

Eduardo y Carlos reaccionaron por fin, y por un momento se quedaron mirando la puerta de Ludovico como embobados.

—¿Ludovico? —llamó Eduardo, aún plantado en el sitio—. ¡Ludovico!

Se escuchó un sonoro hipido proveniente del cuarto de Ludovico. Carlos se sujetó con una mano la toalla, que estaba a punto de caerse, y dirigió a su hermano mayor una mirada un poco rara.

—¡Ludo, hombre! —gritó también—. Pero ¿qué le pasa?

Eduardo hundió la cabeza entre las manos, y dejó escapar un ruidoso suspiro.

—Lo que faltaba —farfulló.

—Eh, ahora no te hagas la víctima —le espetó Carlos, sujetando todavía su toalla.

Eduardo hizo como que no le había oído, y fue hasta la puerta del cuarto de su hermano. Dentro se oían ruidos extraños, como de papeles siendo tirados de un lado a otro.

—Ludovico —llamó con los nudillos—. Ludovico, ¿qué ocurre?

Ludovico no contestó.

—Ludovico, hombre, ¿qué pasa? —se acercó también Carlos, tras encogerse de hombros—. Tranquilízate, nosotros no…

Se escuchó un golpe.

—Ludovico, ¿qué haces? —se preocupó Eduardo—. Abre la puerta.

—Dejadme tranquilo —se oyó por fin la voz de Ludovico, que sonaba como un lamento de ultratumba.

—¡Ludovico! —resopló Carlos, y después miró a Eduardo—. ¿Ves? Ya le ha dado otra de sus manías. Todo esto es culpa tuya.

—¿Culpa mía? —protestó Eduardo—. ¿Quién es el que se ha caído hoy al río, borracho como una cuba…?

—¿Te parece que estoy ahora borracho como una cuba? —exclamó Carlos—. ¿Te parece que Ludovico se ha encerrado en su cuarto porque yo estoy borracho como una cuba?

Eduardo abrió la boca, pero no le dio tiempo a decir nada.

—¡DEJAD DE DISCUTIR! —gritó Ludovico desde su habitación—. ¡No lo soporto!

—¡Vale, vale! —cedió Eduardo—. ¡Ludovico, está bien! ¡Tranquilízate!

—¡No te pongas así, hombre! —siguió Carlos.

—No vamos a discutir más, abre la puerta —sugirió Eduardo.

Pero Ludovico no estaba muy por la labor.

—Caray, si esto no tiene nada que ver contigo de todas maneras —dijo Carlos.

—Carlos, no seas así —le riñó Eduardo—. Y tú tampoco, Ludovico. No hay por qué ponerse así.

—¡Eso es exactamente lo que yo digo! —barbotó Ludovico, detrás de la puerta.

Eduardo torció el gesto, y se preparó para soltar otro sermón. Pero, un instante después, se desinfló de repente. Se dio cuenta de que se sentía ridículo.

Tras un momento de duda, respiró hondo.

—Está bien, está bien… tienes razón —reconoció, a regañadientes, y se volvió a su otro hermano—. Tiene razón, Carlos.

—¿Eh?

—Quizás me he pasado un poco… y estoy siendo demasiado insistente y no muy razonable. Toda esta discusión no debería haber llegado a tanto. Te pido disculpas.

Carlos pareció sorprendido por este súbito cambio de actitud. Sintiéndose de repente también un poco absurdo, envuelto en su toalla, desvió la vista.

—Grmpfff —farfulló—. Está bien. Yo también lo siento. Pero es que siempre me estás dando la lata, Eduardo.

—Lo sé, lo sé —protestó Eduardo—. Pero si lo hago es porque creo que hay cosas importantes que… escucha, Carlos, ni siquiera te digo que tengas que casarte a la fuerza con esa princesa… quiero decir, si resulta que es horrible y que va a amargarte la vida, pues no, pero… Solo te pido que le des una oportunidad. Ni siquiera la conoces todavía.

Carlos maldijo por lo bajo.

—Todo esto no me hace ninguna gracia —rezongó.

—¿Y a quién se la hace? —Eduardo arrugó la nariz—. En serio, solo intenta darle una oportunidad, ¿de acuerdo? Eso no puede ser tan terrible. Y, de todas maneras, ella estará al llegar, así que la conocerás pronto quieras o no.

—No sé —dijo Carlos.

—Por favor.

—Está bien, lo intentaré —resopló su hermano.

Eduardo sintió que se quitaba un peso de encima.

—¿Ves, Ludovico? —gritó a través de la puerta—. Todo arreglado. Ya puedes salir.

Durante un momento no pasó nada; pero después la puerta se abrió, y Ludovico asomó tímidamente por ella.

—¿Vais a seguir gritando? —preguntó.

—No, no —suspiró Eduardo—. Se acabó la discusión. Palabra de honor.

Y, con todo esto, Ludovico no volvió a acordarse de la advertencia del antiguo comandante.

Godorik, el magnífico · Página 111

En esas circunstancias, y sabiéndose ya de seguro en un nivel que a la Computadora no le interesaba para nada, Godorik perdió toda precaución. Agarró el brik de zumo en una mano, y avanzó por la calle a grandes saltos, de la misma forma en la que en el nivel 9 había huido del cerco policial; y llegó al Hoyo en un santiamén. Se tiró por él con la misma despreocupación; y apenas unos minutos más tarde había llegado a la covacha de Agarandino y Manni.

Allí, se encontró a este último tecleando en el ordenador, y alargando la mano de vez en cuando para sorber ruidosamente un popurrí de aceites esenciales que tenía a un lado. Cuando escuchó entrar a Godorik, giró la cabeza relajadamente.

—¡Ah, eres tú! —dijo—. Como no volvías, ya pensábamos que te habían atrapado, o que te habías caído de algún sitio y te habías matado.

—Gracias por vuestra preocupación —farfulló Godorik.

—¡Doctor! —llamó Manni, en dirección al cuarto—. ¡Doctor, ya ha vuelto el defensor de la justicia!

—Qué… qué —barbotó Godorik, confundido—. ¿Por qué os ha dado a todos por llamarme así?

—Bueno, es lo que eres, ¿no? —pitó Manx.

El doctor Agarandino asomó la cabeza por la puerta del dormitorio, en camisón y con un puntiagudo gorrito de noche con una borla en el extremo.

—¡Estás de vuelta! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado?

—He tenido algunas… aventuras —musitó Godorik—, en el nivel 25. Y me he despertado hace un rato en casa de una viejecita loca… ¿cuánto tiempo ha pasado desde que me fui?

—Un día y poco —contestó Agarandino—. Ah, el nivel 25. Sí, siempre hay cosas interesantes pasando en el nivel 25.

—¿Conoce usted ese nivel? —se extrañó Godorik.

—Un poco —carraspeó el doctor, y después desvió la cuestión—. ¿Era ese Gidolet el que buscas?

—No lo sé —Godorik frunció el ceño, recordando su frustrada investigación—. Aunque es posible. Su casa estaba completamente vacía, y parecía más bien algún tipo de trampa o cebo para alguien. Lo único que encontré… —tosió, y se sintió mareado de nuevo—. Lo siento, tengo que sentarme.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 76

76

La cabeza cercenada de Kronne cayó de su cuerpo y rodó sobre la hierba. Cirr, alarmado, miró hacia atrás; y el uniburón aprovechó ese momento de distracción para golpear la llave inglesa con su largo cuerno, y arrancarla de sus manos.

—¡No! —gritó Cirr, cubriéndose con las manos. Pero el uniburón, en lugar de seguir atacando, miró desconcertado a su alrededor, y tras un momento se alejó unos pasos y comenzó a pastar pacíficamente los restos de hienas que los osos gigantes habían matado y descuartizado y desperdigado por el césped.

Aunque la ilusión de Kronne se había deshecho ahora que este había muerto, no todas las bestias reaccionaron tan convenientemente como el uniburón. Los caimanes seguían abriendo y cerrando sus grandes bocas dentadas, tratando de amenazar a sus posibles presas; pero no consiguieron impresionar a Vlendgeron, que, cansado de tanto retraso, dio una patada al que tenía más cerca. Este pobre caimán dio un par de botes hacia atrás, y entonces los demás, cautelosos, retrocedieron un poco y terminaron por darse la vuelta y desaparecer entre los arbustos.

Los conejorreptiloides, por su parte, no dejaron que el fin del hechizo los afectara, y siguieron agitando la horca que habían capturado (y con ella, a Adda) en el aire. Por suerte, Cori ya casi había conseguido noquear a uno de ellos a base de azadonazos; un momento después, el primero de los conejorreptiloides cayó al suelo, y el segundo, incapaz de sostener una horca y a una limpiadora por sí solo, las dejó caer. Adda aterrizó sobre su trasero con un sonoro quejido, mientras el segundo conejorreptiloide trataba de darse la vuelta y huir; pero Cori lo dejó fuera de combate de un golpe en la cabeza antes de que pudiera largarse.

—Ayyyyy —se lamentó Adda, frotándose el trasero.

—¿Estás bien? —le preguntó Cori, ayudándola a levantarse.

Adda aseguró que estaba perfectamente. Entonces, el Gran Emperador, que estaba en los límites de su paciencia, les hizo a todos un gesto para que volvieran hacia los establos.

—Vamos, a los osos —gruñó—. Si lo que ha dicho este indeseable era verdad, tenemos que llegar a Valleamor cuanto antes… Aunque creo que ya solo gracias a una maligna casualidad conseguiremos evitar un desastre.

Godorik, el magnífico · Página 110

—Bueno, como veas —Mendolina se encogió de hombros, y se levantó también—. Espera un momento.

Y se metió en la cocina. Godorik, que sospechaba que acababa de toparse con un segundo Manni, se apresuró a despedirse de Ran y Edri.

—Te llamaré si averiguo algo de lo tuyo —volvió a asegurar Edri.

—Pero entonces —protestó Ran—, ¿volverás cuando puedas derrotar al líder de los Beligerantes?

—Pero…

—¡Eso! ¡Eso! —intervino Edri—. Tómatelo así: estás en una misión para hacerte más fuerte, y cuando vuelvas podrás vencer a la injusticia y rescatar a los necesitados.

La vuelta de Mendolina salvó a Godorik de tener que responder a este nuevo despropósito. La vieja señora volvió con un enorme bote de pastel de coliflor y otro del revuelto que le había servido antes, y varios briks.

—Toma —dijo, entregando sus artículos a Godorik, uno por uno—. Aquí tienes, para el camino: lo que ha sobrado del pastel de coliflor… un poco de pescado, que es muy bueno para la salud (y este es bueno de verdad, es de las piscifactorías de los medios niveles, no esa porquería que crían allí bajo el nivel 27)… un brik de agua calcificada… uno de zumo de naranja, ya sabes, por las vitaminas…

—Mi buena señora —consiguió interrumpirla Godorik, que no habría podido transportar todo aquello de ninguna manera—, se lo agradezco mucho, pero ¿es que se ha creído usted que soy una especie de vagabundo muerto de hambre?

—Bueno, muchacho, como dijiste que estabas «desnivelado»… —se quejó Mendolina—. Aparte, hay que colaborar con los defensores de la justicia, ¿no es así?

Godorik, a punto de perder la paciencia, condescendió a aceptar nada más que el brik de zumo de naranja, y se despidió de los tres con toda precipitación, para no darles pie a decir más estupideces. Salió de casa de Mendolina, que era un piso en la zona 10 del nivel 25, en un edificio tan destartalado como todo a su alrededor. Pese a la paranoia de Ran, que cuando él salió todavía seguía echando ojeadas por la ventana, no había ni rastro de los Beligerantes por la calle; de hecho, no había absolutamente nadie en la calle.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 75

75

El resplandor se dispersó en varias direcciones, y empezó a desaparecer al cabo de un momento. Sin embargo, antes de que se esfumase del todo, se escuchó una serie de rugidos. Los animales de las cuadras se encabritaron salvajemente, y echaron a correr hacia el grupo congregado en la entrada del fuerte; de la puerta de este, a su vez, surgió una manada de caimanes, y detrás de estos un uniburón (que era como un tiburón, pero con cuerno de unicornio y cuatro patas de caballo) y un par de conejorreptiloides.

—¡Los caimanes del foso! —exclamó Cirr, dando un respingo—. ¡Detesto a los caimanes del foso!

—¡Y esos son los monstruos del Pozo de los Horrores! —gritó Cori.

—¡Tenemos que defender al Gran Emperador! —chilló Adda, armándose con una horca que había clavada en un montón de paja allí cerca.

El Gran Emperador, sin embargo, siguió mirando a Kronne sin inmutarse.

—¡No caigáis en su trampa! —dijo—. Es un ilusionista, no un mago; ¡todo eso no son más que ilusiones!

Adda, que ya había empezado a enarbolar su horca contra los monstruos (y contra los osos gigantes que venían de las cuadras, también con sed de sangre), se volvió un momento para atender a lo que decía el Gran Emperador. Los dos conejorreptiloides aprovecharon entonces para agarrar el extremo superior de la horca y tirar de él; como Adda la tenía muy bien sujeta, acabó viéndose elevada por los aires.

—¡AAAAH! —gritó.

—Pues parecen bastante reales, jefe —comentó Cirr, y dio otro paso atrás mientras interponía su llave inglesa entre el uniburón y él.

—¡Adda! —gritó Cori, sacando un azadón del mismo montón de paja, y tratando de atizar con él a los conejorreptiloides—. ¡Aguanta, Adda!

Vlendgeron, que se había sobresaltado por un momento, se volvió de nuevo hacia Kronne.

—¿Cómo estás haciendo eso? —farfulló.

—¿Creéis que soy un inútil? —se vanaglorió el hechicero—. No os he encantado a vosotros para que veáis monstruos; he encantado a los monstruos para que crean que vosotros sois sus enemigos.

Orosc carraspeó.

—He de reconocer que tienes una mente aviesa… digna del Mal —admitió, mientras Adda seguía aferrándose a su horca y siendo bamboleada por los aires, y Cori atizaba a todo lo que encontraba en su camino; y Cirr seguía sosteniendo la llave inglesa ante el uniburón como si eso pudiera salvarlo de algo.

—Ya he dicho que no soy ningún inútil —repitió Kronne.

—Es una pena que esa mente perversa tenga que desperdiciarse —comentó Vlendgeron; y con un movimiento veloz desenvainó la espada, saltó hacia el ilusionista, y le cortó la cabeza.

Apuntes de una profesora en prácticas (Las cuitas de la joven W.)

Portada de la obra por entregas Apuntes de una profesora en prácticas, o Las cuitas de la joven W.

Título original: Aufzeichnungen einer Referendarin des ersten Semesters, oder: Die Leiden der jungen W.

«Este libro inspira y da ánimo […]»

Revista de Alumnos del Centro Escolar Experimental «El Pillo»

«Una excelente introducción a la problemática de la sensibilidad del alumnado vista desde la perspectiva didáctico-pedagógica […] especialmente indicada para los miembros principiantes del cuerpo docente […] por no respetar ninguno de los principios básicos: una obra maestra que se dirige no tanto al opositor y profesor ‘in spe’ como al contundente profesional recién estrenado […]»

Hoja Mensual de la Peña «El Maestro Superviviente», Madrid

«[…] No apto para la exposición en bibliotecas públicas. […] Archivar fuera del alcance de los escolares… […]»

La Voz de los Rectores, Málaga

 

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Godorik, el magnífico · Página 109

Mendolina hizo un gesto de impaciencia.

—Sí, sí; estuve saliendo con este chaval, el líder de los Garras Asesinas —explicó—. En ese tiempo aprendí mucho sobre las bandas, y es cierto que funcionan así. Así que, para hacer algo productivo, solo hay que derrotar al líder de los Beligerantes, y ocupar su lugar.

—¡Eso es algo que Godorik puede hacer! —se entusiasmó Ran.

—¿Estáis locos? —interrumpió Godorik—. Una cosa es que me haya convertido en un cyborg y con algo de suerte sea capaz de noquear a un par de tipos; y otra muy distinta es que vaya a meterme en un duelo de honor contra el jefe de una banda, y menos aún que pueda ganar.

—¿Duelo de honor? ¡Nada de duelo de honor! —lo corrigió Mendolina—. Esas cosas son tan sucias como pueden ser.

—Me lo pones mejor aún —bufó Godorik, sarcástico—. No, no. No puedo hacer eso; y, de todas maneras, no tengo tiempo. Estoy investigando una conspiración, que, si es lo que yo creo, pone en peligro a toda la ciudad.

Ran torció el gesto, decepcionado. Mendolina, sin embargo, dio una palmada y se encogió de hombros.

—Bien, eso es una pena —dijo—, pero qué se le va a hacer.

—Si no puedes hacerlo, no puedes hacerlo —se resignó también Edri—. Aunque… quizás en otro momento, cuando te hayas tochado un poco más.

—Ya —comentó a eso Godorik, que no tenía ni idea de qué quería decir Edri, pero que pensaba que era el momento de aprovechar la ocasión y largarse de allí, antes de que a aquella gente se le ocurrieran más ideas peregrinas. Se levantó—. Muchas gracias por todo, pero ahora tengo que irme.

—¿Ya? —preguntó Mendolina—. ¿Estás seguro? Te caíste redondo hace poco; ¿no necesitas algo más de reposo?

—No, no, gracias —se negó Godorik. Era verdad que aún se sentía algo cansado, y que con gusto se habría echado a dormir otra vez; pero aquella situación le resultaba bastante violenta, y eso de no saber muy bien dónde estaba lo incomodaba más todavía, así que no quería pasar más tiempo allí—. He de marcharme.

—Bueno, como veas —Mendolina se encogió de hombros, y se levantó también—. Espera un momento.