Una bala para el príncipe · Capítulo VI

Capítulo VI

Una delgada figura se deslizaba por los alrededores de la casa de los Vaseli. Había salido de su casa un rato atrás, antes de que el sol comenzara a ponerse, y llevaba media hora rondando el caserón de estos ilustres señores, controlando las ventanas y tratando de ver sin ser vista. Iba vestida completamente de negro, con una larga falda que le llegaba hasta los pies y un velo por encima de la cabeza; y en las manos sostenía un sobre, cuidadosamente doblado pero sin sello y sin dirección. Se trataba de la viuda Perquin.

Por fin, cuando ya solo asomaban por el horizonte los últimos rayos del sol (aunque no es que esto pudiera verse desde allí, pues el centro de Navaseca era un conglomerado de casas estrechamente pegadas unas a las otras, y solo desde el río podía uno ver un pequeño pedazo de lejanía), la viuda Perquin avistó su oportunidad. Samanta Vaseli, con una cesta en una mano, se sentó junto a una ventana de la planta baja, aparentemente sola; y sacó sus útiles de costura. Era la ocasión que la viuda estaba esperando. Se acercó rápidamente, y empezó a pasearse frente a la ventana de Samanta.

—Buenas noches, querida niña —le dijo, con tono de anciana quejumbrosa.

—Buenas noches, señora —contestó Samanta, un poco confundida.

—Querida, querida —musitó la viuda, aún en el mismo tono—, aquí sentada a la ventana, tan sola; ¿piensas acaso en tus amores?

—No, señora —contestó Samanta—. Iba a coser.

—Pero una muchacha tan hermosa como tú tendrá amores, sin duda.

—Sí… no… no lo sé —dudó Samanta, con cara de tonta.

—Seguro que sí —afirmó la viuda Perquin—. Seguro que hay algún caballero que ahora está, igual que tú, sentado a alguna ventana, pensando en ti.

—¿Eso cree usted? —preguntó la chica.

—No solo lo creo; lo sé —aseguró la mujer—. Lo sé de buena fe.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que, quizás, yo conozca a este caballero… este caballero que piensa en ti, día y noche, y que no puede vivir sin tu amor.

—¿Quién es? —quiso saber Samanta, que, pese a que había sacado sus labores de costura e incluso había dado un par de puntadas, ya las había dejado de lado de nuevo, y ahora solo prestaba atención a la vieja mujer.

—Lo conoces bien —respondió la viuda—. Sin duda sabes quién es.

Samanta se llevó una mano a su boquita de piñón, pensativa. De repente, se le iluminó la mirada.

—¿No será el señor Sorés? —preguntó.

«Qué tonta es esta chica», se dijo la viuda, pero no obstante prosiguió:

—Tú misma lo has dicho; sabes bien que este caballero no puede vivir sin ti.

—Oh, el señor Sorés es un hombre muy atento y agradable —divagó Samanta—, pero… ¿está usted segura de que me ama?

—¿Cómo puedes dudarlo? —le reprochó la viuda—. Solo tiene ojos para ti; no pasa un segundo sin que piense en ti, y no ve el momento de reunirse contigo de nuevo.

—¡Un caballero tan encantador! —suspiró Samanta.

—Un caballero encantador, tan bien educado y tan agradable, y un hombre de fortuna —lo aderezó la mujer—, y solo te quiere a ti, y solo quiere estar contigo. No hay duda de que le correspondes.

—Yo… sí… no lo sé —volvió a dudar la chica.

—¿Cómo podrías no hacerlo? Él te ha entregado su corazón, por completo, solo a ti. Si lo rechazas, ¡sería tan desdichado! ¡Cometería una locura! Pero sé que eso no va a ocurrir; porque estoy convencida, porque te he visto en su compañía, de que tú también le amas.

—¿Quién es usted? —se extrañó Samanta.

—Eso no importa —tosió la viuda—. Soy alguien que solo quiere que puedas por fin estar junto a tu amor. ¡Cómo debes de echarle de menos!

—Bien, yo… —murmuró Samanta—. ¡El señor Sorés! ¡Es cierto que es tan amable, y tan apuesto! ¡Y me quiere a mí!

—Y te quiere solo a ti —recalcó la viuda—, y solo contigo quiere casarse.

—¡Oh! —suspiró Samanta, finalmente convencida—. No es posible. ¡Soy tan feliz!

—¡Y lo serás aún más! —insistió la viuda Perquin—. Cuando estés junto a él.

—¡Ojalá estuviera aquí ahora! —deseó la chica.

—Ojalá, ojalá —musitó la viuda—. Pero, para consolarte, tengo algo aquí para ti.

Alzó la mano con el sobre. Samanta le dirigió una mirada llena de curiosidad.

—¿No será… —se sorprendió, abriendo mucho los ojos—, una carta de él?

—Así es —confirmó la viuda—. Una carta del señor Sorés, que me ha confiado para que te la entregue; en la que te declara todo esto que yo te he dicho, y te dice y te repite cuánto te ama, y cómo no puede vivir sin ti.

Pasó el sobre a través de la reja, y al otro lado Samanta lo tomó extasiada entre sus manos.

—¡Qué felicidad! —repitió, y se volvió hacia la viuda—. Le mandaréis mis mejores deseos, ¿verdad? ¿Lo haréis?

—Claro que lo haré, mi niña —contestó la vieja mujer—, y rezaré porque pronto podáis veros de nuevo.

—¡Gracias! —dijo a eso Samanta, y se apresuró a abrir la carta.

La viuda Perquin no respondió nada más, y en su lugar se alejó de la ventana y se internó por las callejuelas, desapareciendo entre las sombras.

Godorik, el magnífico · Página 84

—Qué bien vive alguna gente —gruñó Godorik, y empezó a mirar a su alrededor, preguntándose cuál sería la mejor forma de entrar. Al contrario que cuando se había encontrado en la misma situación en el nivel 7, había pocas ventanas que todavía tuvieran luz; pero también pasaba más gente por la calle. Godorik se preguntó por un momento si subir las escaleras y llamar a la puerta del piso no sería una opción; pero luego recordó que necesitaría que alguien le abriese el portal, y que era poco probable que ello ocurriese sin levantar más sospechas de la cuenta. Así que terminó por resignarse, e imaginar que saltar por la fachada hasta el segundo piso y enchufar el AgaraCristal, igual que había hecho en casa de Severi Gidolet, seguía siendo lo más razonable. Y eso hizo, tras esperar pacientemente unos minutos hasta que no pasara nadie por la calle; puesto que no quería que nadie lo viera realizando la proeza de subir a un segundo piso de un salto.

Tuvo suerte, y no hubo de esperar mucho antes de que no hubiera nadie a la vista. Saltó al segundo piso y colocó el AgaraCristal, que repitió el flipante proceso que había realizado en casa de Severi Gidolet: puso de color fucsia el vidrio que había a su alrededor (aunque esta vez, observándolo con más detenimiento, Godorik se percató de que en realidad el vidrio no se había coloreado, sino que era todo efecto de la iluminación que el AgaraCristal despedía por una especie de LEDs situados a los lados del disco), lo chupó como si fuera líquido, y se dejó caer después de dejar en la ventana un agujero circular de tamaño suficiente para que cupiera una persona.

Godorik volvió a atrapar el cacharro en plena caída, y se dijo que tendría que sugerirle a Agarandino que mejorase aquella funcionalidad: porque como algún día se entretuviese un segundo en alguna otra cosa, no llegaría a tiempo de agarrarlo y caería a la calle y se haría pedazos, probablemente. (A no ser que el buen y loco doctor le hubiese incorporado una función antichoques que lo hiciese rebotar como una goma ante la amenaza de impacto; aquel hombre era capaz de todo.) Pero ese no era el momento de preocuparse por ello; Godorik se guardó el aparato y se coló por el agujero que había creado, y que esta vez estaba a una altura más razonable, para evitar que tuviera que contorsionarse tanto.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 58

58

—No tanto como creéis —intervino Ícaro Xerxes, con su habitual sagacidad—. Tengo la solución.

—¿En serio? —se sorprendió el jefe de inteligencia—. ¿Cuál es?

—Es muy simple —carraspeó Ícaro Xerxes—. Antes de encantar a vuestras víctimas para cambiar su apariencia a los ojos de sus compañeros, deberéis separar al equipo. Si os aseguráis de que ninguno está a la vista de los demás cuando los hechicéis, no tendrán razones para sospechar que los engendros que se acercan a ellos son sus aliados, y no abominables siervos del Mal.

—Eso… ¡eso es una idea genial! —celebró Pati Zanzorn, juntando las palmas y aplaudiendo con tanto entusiasmo como si tuviera cinco años—. Bien, pues eso es lo que haremos. Antes de encantar a esos benignos mequetrefes, tendréis que aseguraros de que están separados.

—¿Y cómo se supone que vamos a separarlos? —gruñó el ilusionista que había hablado antes—. Esos hombres serán miembros experimentados de los servicios sociales; tendrán muy bien asentados en sus límpidas e inocentes mentes los valores del trabajo en equipo.

—Mmmmh —murmuró Pati Zanzorn—. Sois ilusionistas, ¿no? Seguro que se os ocurre alguna ilusión convincente que los obligue a separarse.

Esa vaga respuesta no satisfizo demasiado al grupo de magos, pero tuvieron que conformarse con eso. Mientras tanto, Ícaro Xerxes, que ya había soltado su perla de sabiduría, decidió que era el momento de retirarse.

—Como veo que aquí ya no hago falta —dijo—, os dejaré con los detalles organizativos y me marcharé a ayudar a otra parte.

—Claro, claro —accedió el jefe de inteligencia, mientras volvía a consultar frenéticamente sus documentos, en busca de a saber qué. Ícaro Xerxes hizo una maligna reverencia y echó a andar colina arriba. Tras él fue el camaleorro, el antiguo perro de Marinina, que ahora lo seguía a todas partes y parecía haberse convertido en un animal tan maligno como uno podía desear; aunque Ícaro Xerxes, que como buen siervo del Mal era rencoroso y desconfiado, seguía sin fiarse demasiado de él. Llegó a una de las atalayas de vigilancia que se encontraban en la zona de Golinas, y decidió comprobar que todo iba bien (esto es, mal) por allí también.

—¡Ah de la torre! —gritó, despertando bruscamente a los dos soldados malignos que dormitaban en lo alto de la precaria construcción de madera y cañas—. ¿Qué hay de nuevo por aquí?

Los soldados tardaron un momento en regresar del país de los sueños; pero unos segundos después uno contestó confusamente:

—¡Todo en orden! No hay novedad.

—¿Seguro? —insistió Ícaro Xerxes, y para asegurarse empezó a subir la escalera que llevaba a lo alto de la atalaya.

Los vigías parecieron ponerse un poco nerviosos; pero, cuando Ícaro Xerxes llegó a su nivel, no les hizo ni el más remoto caso. Se dirigió directamente a la baranda de la torre, y oteó el horizonte.

—¿Qué es esto? —exclamó, y señaló hacia la lejanía—. ¡Los ejércitos del Bien ya se acercan!

Herodes y la Estrella

Portada de la obra de teatro "Herodes y la Estrella"

Obra por
Charles Frink y Resurrección Espinosa

Para ser leída o representada

El Teatro Latino de New London estrenó esta obra de teatro el día 3 de enero del año 2.010. Fue representada dos veces ese día para celebrar el año nuevo. A pesar de que había caído una impresionante nevada la noche anterior, la sala se llenó de gente, tanto para ver la obra como para compartir la comida que actores, familiares y miembros de la comunidad contribuyeron.
Los instrumentos musicales empleados fueron el piano y el violín, pero para la música y el movimiento hay muchas posibilidades, que se dejan abiertas a las preferencias de actores y directores. Por ejemplo, algunos querrán usar zambombas y panderetas, y cantar villancicos de la Navidad gitana. Se irá indicando aquí qué piezas se usaron en el estreno.

© 2015 Resurrección Espinosa
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Godorik, el magnífico · Página 83

Se guardó el AgaraCristal y se puso en marcha sin perder más tiempo. Subió a saltos por el Hoyo hasta el nivel 20, y allí localizó el tubo de transporte más cercano y empezó a escalar y a dar saltos por él hacia arriba. Tardó un buen rato en llegar al nivel 3, y cuando llegó estaba cansado de tanto ejercicio; aunque hay que decir que menos que si hubiera subido aquella infinidad de pisos por las escaleras. En definitiva, aquel no parecía un mal sistema para moverse por la ciudad.

El nivel 3 era todavía más pijo y elegante que el 7, y junto con los niveles 4 y 2 reunía a la más distinguida crème de la ciudad. En el nivel 7, aún se notaba una diferencia entre los edificios del centro y los más periféricos; en el 3, todo era tan caro y cuidado y elegante que Godorik y su ojo poco acostumbrado a las finezas arquitectónicas no llegaba a discernir ninguna diferencia. Tenía un parque central, al igual que los niveles anteriores; que incluía no ya solo un lugar para que pasearan las mascotas, sino un auténtico jardín botánico plagado de especies vistosas y exóticas, un pequeño zoológico con animales de toda clase, y un estanque artificial cuyas aguas se movían por efecto de una bomba de filtrado.

Sin embargo, todo eso impresionó poco a Godorik, uno de cuyos mayores defectos era que todo lo que no tenía que ver directamente con sus intenciones le importaba un comino. Así que intentó orientarse rápidamente, y no tardó más de quince minutos en encontrar la dirección en la que se encontraba la vivenda del tal Nicodémaco Gidolet, que era una avenida anchísima y con árboles plantados a intervalos regulares en las aceras. La casa en concreto era un edificio de unas cuatro plantas, y en este caso Godorik no tenía el problema de identificar cuál de las ventanas correspondía al piso de su víctima, porque el piso de su víctima consistía en el segundo piso al completo.

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 57

57

—Esta es una operación delicada y de extrema importancia para el futuro del Mal —decía en ese momento Pati Zanzorn—. Queridos subordinados, en vuestras manos va a quedar la primera defensa de Kil-Kanan. Vuestra labor será malignamente heroica e irremplazable…

—Oiga. ¿Quién le ha hecho creer a usted que yo quiero hacer de «primera defensa de Kil-Kanan»? —rezongó el ilusionista mentiroso, mientras se frotaba la piel de los hombros e intentaba así librarse de la primera capa de purpurina—. Yo no quiero este trabajo, muchas gracias.

—Vuestra labor será malignamente heroica, irremplazable, y no voluntaria —completó el jefe de inteligencia, con sarcasmo—. A cada uno de vosotros, o a cada dos, tengo aquí el organigrama… no sé muy bien dónde está… en fin —revolvió sus papeles, pero como no encontró lo que buscaba se encogió de hombros y siguió—. A cada uno de vosotros os será asignada una de las aldeas, que van a quedar vacías. Hemos sido informados de que las tropas benignas planean rodear la montaña, y después enviar a sus equipos de servicios sociales a que peinen la zona. Por supuesto, se verán inmediatamente atraídos hacia las aldeas, que no sabrán que hemos evacuado…

—¿Quiere que nos quedemos en un condenado poblacho vacío a hacer de cebo para los servicios sociales? —barbotó el mentiroso—. ¿Se ha vuelto loco? ¡Pronto nos pedirá que nos sacrifiquemos por los demás!

—A mí esto tampoco me suena muy bien —comentó tímidamente otro de los magos, uno de los competentes.

—Por supuesto que no voy a pediros que os sacrifiquéis por los demás —intervino rápidamente Zanzorn—. Aquí se trata de que, o hacéis lo que os digo, u os corto la cabeza y luego echo vuestro cadáver al foso de las iguanas carnívoras.

—Bueno, eso ya es más razonable —aceptó el ilusionista competente. El resto movió la cabeza afirmativamente, y se elevó un murmullo de asentimiento; aunque el mentiroso siguió refunfuñando y haciéndose el ofendido.

—Si me dejáis terminar, os explicaré qué es lo que tenéis que hacer —prosiguió Pati Zanzorn—. Deberéis esconderos en las aldeas, y esperar a los servicios sociales. Una vez que estos lleguen, sin permitir que adviertan vuestra presencia, encantadlos, y hacedlos creer que la aldea sigue habitada, y que sus compañeros son soldados del Mal; lo que pretendemos es que se ataquen entre sí, y que haya tantas bajas como sea posible. ¿Entendido? —preguntó. Otro de los magos competentes levantó la mano—. ¿Sí?

—No sé hasta que punto eso es viable —protestó el hombre, cuando le dieron la palabra—. Lo de que parezca que la aldea está llena de gente, sí; pero lo que hacerlos creer que sus compañeros son malignos… incluso aunque cambiemos su apariencia, resultará muy sospechoso. Estarán muy confundidos si tienen a un lado a Razsjaad —para escenificar mejor su ejemplo, cogió del brazo a uno de sus compañeros, que como buen acólito maligno se lo tomó francamente mal y se zafó bruscamente de su agarre— y al momento siguiente este se ha convertido en un engendro demoníaco que quiere atacarlos. Yo desconfiaría.

—No habíamos pensado en eso —se desanimó Pati—. ¿No podéis hacerlo de alguna forma más convincente? No sé, ¿encantarlos para que se lo crean?

—Pues claro que no —se ofendió su interlocutor, cruzándose de brazos—. Somos ilusionistas, no hipnotizadores.

El resto de los magos volvió a asentir, y a intercambiar miradas airadas y llenas de resentimiento contra los estereotipos de su profesión.

—Esto puede ser un problema —confesó Pati Zanzorn, rascándose la cabeza.

Godorik, el magnífico · Página 82

—Lo mejor será que termines de lavarte los dientes y te pongas en marcha, o se te hará muy tarde —escurrió el bulto Agarandino.

—Sí, tiene razón —admitió Godorik, volviendo a frotar sus molares. Ya averiguaría después qué demonios había hecho aquel loco doctor para acabar allí enterrado entre la basura—. Pero, a lo que iba: imagino que las casas particulares sí tendrán bastantes alarmas en el nivel 3.

—¿Las tenían en el 7? —preguntó Agarandino.

—La que asalté, no —Godorik se encogió de hombros—. Pero ahora estamos hablando de cuatro niveles por encima.

—¿Y qué vas a hacer?

—Eso es lo que no sé —confesó Godorik—. ¿Alguna idea?

—Ooh, yo tengo una —saltó Manx, y cogió un trapo de cocina a cuadros de colores. Sin esperar siquiera a que Godorik se sacase el cepillo de dientes de la boca, lo embozó con él hasta los ojos—. ¿Ves? Así no podrán identificarte a través de las cámaras, y por lo menos podrás llegar hasta allí.

—Manni, esto es más sospechoso que ir con la cara descubierta —protestó Godorik con impaciencia, quitándose aquello de un tirón.

—Pero ellos ya saben qué aspecto tienes —recordó el robot, airado.

—Sí, por eso —gruñó Godorik, escupiendo el resto de la pasta de dientes y enjuagándose la boca—. No pienso coger el ascensor, de todas maneras; subiré por los postes de transporte, que no tienen cámaras. Mi problema es que al entrar en la casa de ese Gidolet salte una alarma, y me encuentre de repente rodeado por la policía.

—¿Qué quieres que te digamos? —se quejó Agarandino—. Yo ya te he dicho que todo este plan no me gusta. Tendrás que tener cuidado.

—Sí, sí —suspiró Godorik.

Una bala para el príncipe · Capítulo V

Capítulo V

La comida en casa del duque Onerspiquer se celebró al cabo de unas horas. El príncipe Ludovico, que detestaba trasnochar y que en consecuencia se había levantado tarde, se había sentado nada más salir de la cama a la silla de su escritorio como si alguien lo hubiera pegado con cola de contacto. Eduardo lo encontró todavía allí, hojeando una de sus enciclopedias, apenas media hora antes de tener que salir, aún sin haberse aseado ni vestido; y más tarde tuvo que sacarlo del hotel casi a rastras, porque las comidas en casa de duques no eran nada que a Ludovico le llamase la atención, especialmente el día después de haber hecho el gran esfuerzo de asistir a una recepción.

Carlos, sin embargo, había prometido que estaría levantado para entonces; y levantado estuvo, y tan fresco y elegante como si hubiera dormido toda la noche. Nadie podría imaginar que se había acostado apenas unas horas antes; mientras que viendo la cara desganada de Ludovico cualquiera podría convencerse de que no había dormido en absoluto.

El humor del príncipe Carlos, no obstante, no había mejorado. No dirigió una palabra a Eduardo en todo el camino, y mientras el carruaje principesco los conducía por las calles de Navaseca en dirección a casa del duque Onerspiquer se dedicó a mirar por la ventanilla con aire aburrido. Ludovico, por su parte, parecía por su expresión un gorrino al que llevan al matadero; y Eduardo, que sobrellevaba aquellas expectativas de sociedad con estoica resignación, no sabía qué decir para suavizar un poco aquel ambiente enrarecido.

—Veo que no bromeabas cuando dirías que estarías listo a tiempo —dijo a Carlos, tratando de iniciar una conversación.

—Hmmm-hmmmm —contestó Carlos, e hizo caso omiso de todo lo demás que su hermano mayor dijo durante el viaje.

Llegaron a casa del duque. El duque Casimiro de Onerspiquer era un personaje bastante importante, buen amigo personal del rey Alfonso, que residía en Navaseca una gran parte del año; y sobre él había recaído la tarea de organizar las conferencias internacionales que albergaba ahora la ciudad, y que versaban sobre (no es que Carlos o Ludovico se hubiesen enterado de esto) las nuevas vías del comercio global. Habría asistentes de muchos países, la mayoría de ellos relevantes empresarios; y varios ministros de Comercio de países circundantes, que estaban invitados también a la comida del duque. Por último, la conferencias contarían también con la presencia de su Alteza Real Aletna Merentiana de San-Wick y Morestoves, princesa de Menisana; pero, por diversos motivos, incluido el de que el viaje desde Menisana era largo, esta última no llegaría hasta después de que las conferencias ya hubiesen empezado, y por tanto no estaría allí aquel día.

El duque Onerspiquer estaba esperándolos en la entrada de su residencia, un palacete de varias plantas en pleno centro de la ciudad. El duque en sí era un hombre ya algo mayor, con el cabello plagado de canas, vestido de forma muy fina pero también muy anticuada. En cuanto descendieron del carruaje, se acercó a ellos e hizo una exagerada reverencia.

—Permitan sus Altezas Reales que les dé la bienvenida a mi humilde morada —los saludó, con un tono de voz que oscilaba entre grave y majestuoso, y más agudo de la cuenta—. Es un honor poder recibirles aquí; espero que hayan tenido un viaje agradable.

—Por supuesto, duque —contestó cortésmente Eduardo, que ya conocía al duque Onerspiquer de otras ocasiones—. He de transmitirle los más afectuosos saludos de parte de Sus Majestades. ¿Cómo se encuentra la duquesa?

—Muy bien, muy bien; enseguida la verán —asintió Onerspiquer, y los condujo sin más tardar al interior.

El resto de los invitados estaban ya congregados en uno de los salones del palacete, frente a cuya puerta montaban guardia una sucesión de pajes con librea y un lacayo muy emperifollado. En cuanto los príncipes pasaron, los anunció de voz en grito, sobresaltando a toda la sala.

—¡Su Alteza Real, el príncipe heredero Eduardo Pravano! —se desgañitó, con el mismo volumen de voz que si se hubiese encontrado en una de las multitudinarias reuniones de la corte. Sin embargo, aquella sala no tenía ni las dimensiones ni la concurriencia necesaria como para que tanto grito estuviese justificado, y los asistentes parecieron más desorientados que impresionados por semejante boato—. ¡Su Alteza Real, el príncipe Carlos Pravano! ¡Su Alteza Real, el príncipe Ludovico Pravano!

El duque Onerspiquer siguió charlando, ignorando su propia pompa como quien no quiere la cosa.

—Sus Altezas me disculparán que no haya podido asistir a la recepción de anoche —decía en ese momento—, pero en los últimos tiempos las conferencias apenas me dejan tiempo para nada más.

Al cabo de unos momentos se excusó y se marchó a ultimar los detalles de la comida. Los tres príncipes se quedaron en la sala a merced de una avalancha de nobles y empresarios, y una cantidad de ministros extranjeros a los que había que saludar y transmitir la más calurosa bienvenida en nombre de su Majestad el rey. Eduardo, como era su costumbre, cargó sobre sus espaldas toda la parte más engorrosa de los formalismos diplomáticos, mientras que Carlos, con su natural espontaneidad, entretenía y agradaba a los ilustres huéspedes con mucha más eficiencia. Hasta Ludovico se vio obligado a decir algunas palabras y a participar brevemente en una conversación; y se sintió muy aliviado cuando el mismo chambelán de antes, acompañado por el duque Onerspiquer, que se frotaba las manos, entró para anunciar que todo estaba preparado, y que sus egregios invitados podían pasar al comedor.

La comida fue menos aburrida de lo que Eduardo esperaba, sobre todo gracias a la presencia de los ministros extranjeros, cuya conversación restó insustancialidad al evento, y lo dotó de algo más de variedad. Eduardo, que estaba sentado junto a los diplomáticos, tuvo que entretenerse en vigilar de reojo al duque Nemars y el marqués de Laforga, ministro de Comercio de Sornoña el primero, y ministro de Exteriores del pequeño país vecino de Banjonia el segundo. El monarca de Banjonia no soportaba al rey Alfonso; no podía verlo ni en pintura, y su ministro reflejaba su actitud haciendo comentarios mordaces y cuchicheando cosas al duque Nemars, que comía su pescado con una lentitud digna de un cadáver, y que no se dignaba a alterar un poco su expresión de completo desinterés por el plano material más que cuando Laforga decía algo que le parecía, por hiriente, extremadamente ingenioso. Esta puerilidad mantuvo al príncipe heredero divertido durante todo el almuerzo, y no lamentó en absoluto que no lo hubiesen sentado junto a la gran aristocracia comercial de su propia nación. Esta se encontraba al otro lado de la mesa, rodeando a Ludovico, y obligándolo a escuchar su insípida charla; y en más de una ocasión Eduardo atrapó a su hermano pequeño dirigiéndole una mirada tan desesperada que parecía que estuviese pidiendo que vinieran a rescatarle.

Carlos se encontraba en medio de ambos, saltando alegremente de las un tanto ofensivas insinuaciones de los ministros al insulso coloquio de los aristócratas; y en ambos medios parecía encontrarse perfectamente a gusto, entreteniendo y haciendo reír a todos por igual. (Excepto a Nemars, que si hubiera estado muerto no habría mostrado un rostro más estático del que exhibía.) Pese a su aparente buen humor, sin embargo, de vez en cuando Carlos no se privaba de lanzar una mirada asesina a su hermano mayor, para recordarle que estaba peleado con él y que no lo había perdonado aún. A la tercera de estas, Eduardo le hizo un disimulado gesto de impaciencia, intentando indicarle que dejase sus rencillas para más tarde, porque cabía el riesgo de que su insigne compañía terminase por advertir aquellas amenazantes ojeadas. Pero eso solo sirvió para poner a Carlos de humor aún peor; y pronto encontró una forma de vengarse.

En cuanto la comida terminó, pasaron a otro de los salones para fumar y tomar café. Eduardo intentó distanciarse un poco de Nemars y Laforga; porque, aunque sus desatinadas disertaciones resultaban divertidas, comenzaban a cansarle. Así que se unió disimuladamente a otro grupo de caballeros. Carlos, para no variar, entró en el salón rodeado de un nutrido grupo de gente que le reía las gracias; pero no tardó en distanciarse de ellos y en prestar atención a otra cosa, esto es, a la chica que había llegado con el carrito del servicio y estaba sirviendo el café.

—Un café delicioso —llegaron sus palabras, a través de la sala, hasta el príncipe heredero—. Pero hay algo aquí que es aún más delicioso.

Eduardo levantó la vista alarmado. Efectivamente, Carlos estaba empezando a tontear con la señorita del servicio. Reprimiendo el instinto de llevarse las manos a la cabeza, Eduardo no pudo menos que preguntarse si Carlos estaba haciendo aquello para resarcirse de él, o si de verdad era tan inconsciente que no comprendía lo inapropiado que era semejante comportamiento en esa clase de ocasión. Por el bien de su hermano, quería pensar que era lo primero; pero los efectos eran los mismos en cualquier caso.

La jovencita que servía el café, que era bastante bien parecida y que al parecer no compartía la visión de su jefe sobre la vigencia de las anticuadas normas de etiqueta que se ponían en práctica en aquella casa, recibió las atenciones de Carlos sin disgusto; es más, con nada disimulada coquetería. Los rancios nobles y ministros que sorbían su café sentados por toda la habitación empezaron a darse cuenta de lo que ocurría, y a dirigir miradas furtivas en la dirección del carrito del café. Eduardo, que quería levantarse y hablar con su hermano pero que temía que eso no haría más que empeorarlo todo, atrapó entonces a Carlos echándole un vistazo de reojo, como si quisiera asegurarse de que le estaba prestando atención; y Eduardo tuvo entonces la seguridad de que aquello era una muy inconveniente revancha. De nuevo, intentó hacerle un gesto a su hermano, pidiéndole que lo dejase ya; pero Carlos le ignoró. Para entonces, todo el mundo estaba de alguna forma u otra pendiente del segundo príncipe y de la señorita del café.

—Un digno hijo de su padre —escuchó su hermano decir al marqués de Laforga, en otra mesa.

—¿No iba a casarse con la princesa de Menisana? —murmuró algún otro.

Eduardo se sintió humillado.

Godorik, el magnífico · Página 81

—Aquí tienes tus tortitas —intervino Manx, alargándole un plato sobre el que se balanceaba una inestable torre de tortitas, redondas como si las hubiesen trazado con un compás—. Y allí tienes el sirope de maíz.

—Gracias, Manx —se lo agradeció Godorik, tomando el plato, y comenzó a comer ignorando en la medida de lo posible que Manni seguía señalándole sugerentemente el bote de sirope de maíz, un aderezo que no le gustaba nada, y menos con tortitas saladas. Al terminar, dejó el plato en el fregadero, y fue a lavarse los dientes.

—No te olvides del AgaraCristal —le recordó el doctor—. Te hará falta para entrar en la casa de ese Gidolet 2.

—Efo me recuerda una cofa —exclamó Godorik, con la boca llena de pasta de dientes, que tuvo que escupir antes de poder continuar—. Doctor, ¿sabe usted si en el tercer nivel hay muchas cámaras de seguridad?

—¿Cómo voy yo a saber eso? No he subido a la ciudad en diez años —barbotó Agarandino, pero luego reflexionó—. Digo yo que no habrá más que en el nivel 1, ¿no?

—¿Lleva usted diez años metido en este agujero? —se escandalizó Godorik.

—Así es —reiteró el doctor, orgulloso—. Bueno, a veces salgo al exterior. Pero no he vuelto a la ciudad.

—¿Cómo es posible que odie usted tanto a la Computadora como para exiliarse de esta manera… en un cubo de basura?

—En realidad, hay una orden de busca y captura sobre su cabeza —pitó el robot, como quien no quiere la cosa.

—¡Manni! —tosió el doctor—. Ejem, en fin, sí, soy un idealista convencido. Y también eso.

—¿Qué…? —se sorprendió Godorik, pues era lo primero que oía de algo así—. ¿Cómo que una orden de busca y captura? ¿Qué hizo usted?

El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 56

56

Mientras tanto, los oficiales del Mal estaban inmersos en la tarea de evacuar a los habitantes de las siete aldeas malignas que aún quedaban en las faldas de Kil-Kanan. Desde Malavaric a Borden, pasando por Arracar, Surlán, Kensterspensten, Golinas y Ulf, todas debían quedar vacías, y sus pobladores ser realojados en el Fuerte Oscuro por orden del Gran Emperador. Por supuesto, como sus habitantes eran fieles siervos del Mal, no cumplieron esta orden sin rechistar, y la mayor parte de ellos empacó sus cosas y subió refunfuñando la montaña única y exclusivamente con la motivación egoísta de salvar su propio pellejo. Unos pocos hasta dejaron deliberadamente a sus hijos y mascotas atrás, a pesar de que no había ninguna necesidad de ello; pero lo hicieron por principio, para ser más malignos que el resto, como confirmaron en gruñidos cuando los violentos soldados del Mal fueron a perseguirlos y devolverles a la fuerza a sus bebés y periquitos.

Estos mismos soldados del Mal se encontraban a su vez algo desconcertados. Puesto que lo suyo era asesinar y destruir, se sentían bastante perdidos teniendo que realizar de repente una tarea más propia de servicios sociales que de rudos servidores de la Oscuridad; y más de uno necesitó que lo convencieran de que lo que estaba haciendo no era una labor altruista, sino que iba a servir para provocar a largo plazo más destrucción de la que evitaba.

Una versión de Pati Zanzorn, aunque nadie sabía muy bien cuál, dirigía la operación desde una colina. Junto a él se encontraban Ícaro Xerxes (que era tan energético que parecía tener tiempo para estar en todas partes a la vez, y no había asunto del Fuerte en el que no anduviera metiendo la nariz y haciendo sus útiles y apreciadas recomendaciones) y los nueve magos ilusionistas que Celsio Barn había señalado. Entre ellos se contaba también el que trataba de ocultar su identidad, y que en cuanto había oído que el Gran Emperador reclamaba a todos los ilusionistas había intentado rápidamente hacerse pasar por una estatua de bronce de Maderico el Viejo y Sordo; pero lo habían descubierto en seguida, y tras un par de bien colocadas amenazas al interfecto en cuestión no le había quedado más remedio que acompañarlos, aún cubierto de pies a cabeza por una capa de broncínea purpurina brillante.